La película Tiburón, dirigida por Steven Spielberg, se estrenó en 1975. Convertida instantáneamente en un clásico y estándar de un género que podríamos llamar terror de la naturaleza (natuterror lo bautizaría un creador de tags para Netflix), hubo quienes tras vela ya no pudieron volver a sumergirse en el mar como hacían antes. El piano haciendo “toooon ton, tooon ton, ton ton ton ton ton ton ton ton” les sonaba en la cabeza y el pánico por algo terrorífico que pudiera estar acechando en el agua rivalizaba con las ganas de darse un refrescante chapuzón. Pasamos a 2022.
Una mujer se dispone a entrar al mar en Playa Verde. Está inquieta. Mira en todas direcciones. Tiene el pálpito de que allí, en las aguas del Río de la Plata, hay algo. Respira pesadamente. Sus ojos recorren cada milímetro del agua. De pronto sus temores se confirman. Allí está. Lejos de salir corriendo despavorida, se acerca. Extendiendo su mano, atrapa un puñado de cianobacterias. Son Microcystis aeruginosa y hace bien en respetarlas. Liberan toxinas que podrían dañarla severamente. Por eso hasta tenemos una bandera sanitaria en las playas cuando aparecen. Con calma, procurando no romperlas, las guarda en un frasquito pensando que tal vez así evite que sean las iniciadoras de una floración masiva en el futuro.
La mujer de Playa Verde –qué nombre tan oportuno para hablar de cianobacterias– no es que esté chapita. Se trata de la microbióloga Claudia Piccini. Al igual que un espectador de Tiburón, luego de las recurrentes y masivas floraciones de cianobacterias que comenzaron a darse en la década del 2000 en nuestro país, ya no puede entrar al agua sin buscarlas. Y lo peor es que siempre las encuentra. Aun cuando el complejo de cianobacterias Microcystis aeruginosa, que se supone que son organismos de agua dulce, no debería estar en aguas saladas como las de Maldonado. Algo pasa. ¿Cómo es que cianobacterias de agua dulce resisten ambientes salinos? Al contrario de un temeroso espectador de Tiburón, Piccini, junto con un gran equipo de investigadoras e investigadores, no se paraliza y transforma su inquietud en ciencia.
De hecho, acaba de publicar con Gabriela Martínez de la Escalera, su colega en el Departamento de Microbiología del Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable (IIBCE), y en colaboración con Ángel Segura, de Modelización Estadística de Datos e Inteligencia Artificial del Centro Universitario Regional Este de Rocha, Carla Kruk, de esa misma unidad y además de la sección Limnología de la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República (Udelar), Andrés Iriarte, del Instituto de Higiene de la Facultad de Medicina de la Udelar, y los investigadores extranjeros Badih Ghattas, del Instituto de Matemáticas de la Universidad de Marsella, Francia, y Frederick Cohan, del Departamento de Biología de la Universidad Wesleyana, de Estados Unidos, un artículo fascinante y de gran importancia no sólo para entender qué pasa con las floraciones de cianobacterias tóxicas en Uruguay, sino porque hace aportes útiles para entender a estos organismos que llevan miles de millones de años viviendo en gran parte del planeta.
Con el título “Genotipado y árboles de regresión multivariados revelan diversificación ecológica en el complejo Microcystis aeruginosa a lo largo de un gradiente ambiental”, el artículo publicado resuelve la gran interrogante de cómo hacen estas cianobacterias de agua dulce para sobrevivir a temperaturas bajas y salinidades altas, algo que por lo que se sabía hasta entonces no deberían hacer. La respuesta es sencilla y es una vieja conocida: apenas se trata de la evolución en acción. Según se desprende de su trabajo, no estamos ante una única especie, sino al menos ante seis ecotipos –o seis especies– distintos, cada uno adaptado a distintas combinaciones de salinidad, temperatura y turbidez del agua. Las que predominan son las especies más adaptadas al ambiente concreto. Y así como suena de sencillo, es la primera vez que la ciencia reporta distintos ecotipos para las cianobacterias tóxicas del género Microcystis. Así que salgamos rápidamente hacia el IIBCE para conversar con Claudia Piccini y Gabriela Martínez de la Escalera.
Pensando el problema
Como señalan en el artículo, este trabajo se desprende de otra investigación, cuyos resultados habían publicado en 2017. Titulado “Dinámica de genotipos tóxicos del complejo Microcystis aeruginosa a través de un amplio gradiente ambiental de agua dulce a marina”, allí reportaban que estas cianobacterias, supuestamente de agua dulce y de verano, lograban habitar todo un gradiente ambiental que comprende unos 800 kilómetros entre los embalses de Salto Grande hasta el fin del estuario del Río de la Plata, en Punta del Este.
“Esta capacidad de resistir condiciones adversas impone un riesgo para la salud y un desafío de gestión”, señalaba el artículo, ya que además analizaron los genes que producen toxinas en esta cianobacteria, y vieron que aquellas que incursionaban en el mar salado o con menores temperaturas también producían microcistinas, los compuestos tóxicos que pueden producir daños en el hígado. Una de las preguntas que se desprendían de aquella investigación era si en estos 800 kilómetros habitaba una comunidad de cianobacterias Microcystis aeruginosa generalista, es decir, capaz de adaptarse a diversos ambientes y condiciones, o si, en cambio, se trataba de distintos ecotipos, o sea, cianobacterias con tipos genéticos diferentes que evolucionaron para sobrevivir en distintas condiciones. Como veremos más adelante, en bacterias los ecotipos son parte de un proceso de especiación, por lo que también puede considerarse que son especies distintas o que están en camino de serlo.
“Todo empezó por ahí, cuando empezó la tesis de Gabriela. Primero nos propusimos hacer un relevamiento de la abundancia tanto en verano como en invierno y a lo largo del gradiente, porque, si bien encontramos cianobacterias desde Salto Grande a Punta de Este, no siempre estaban en la misma abundancia”, recuerda Piccini. Esto de la abundancia era evidente a simple vista: “En Punta del Este teníamos que usar redes para concentrarlas, mientras que en Salto Grande las floraciones estaban ahí y alcanzaba simplemente con colectar en la botella. Sin embargo, más allá de que estuvieran más o menos concentradas, estaban ahí, en todo el gradiente”, agrega Piccini.
“La primera pregunta que nos hicimos entonces fue si las cianobacterias que llegan hasta el extremo del estuario se mueren tras llegar, porque había un paradigma que sostenía que la salinidad las mataba”, retoma Piccini. A eso era a lo que estábamos acostumbrados: las cianobacterias en las costas del Río de la Plata, como las que en 2019 arruinaron la temporada de verano, llegaban en grandes floraciones que se transportaban por el río Uruguay, con los embalses de Salto Grande y del río Negro como grandes reservorios de cianobacterias. Eran algo así como los camalotes o las víboras que dos por tres no sacan de la modorra urbana: su llegada tenía que ver con grandes lluvias cuenca arriba, que provocaban crecidas que las arrastraban. “Por tanto, las que estaban en agua salada o salobre debían estar medio moribundas o por morir”, comenta. Tiene lógica: si son de agua dulce, llegan al estuario salobre esporádicamente como un fenómeno puntual y luego, kaput. Pero no, resulta que no.
“Hicimos experimentos con agua con distinta salinidad que mostraron que lo que pensábamos no es así. Hay un grupo que sí muere porque no tolera la salinidad, pero pasan por un momento en que hay una selección y lo que quedan son taxones que, por determinadas características, sí pueden sobrevivir a la salinidad. Esas son las que prosperan”, dice Piccini. “Entonces el potencial de crecer en agua salobre, por lo menos hasta una salinidad de 15 o 20, existe. No van a crecer a la misma velocidad que en agua dulce, pero lo interesante es que en toda la comunidad de Microcystis encontramos que existe ese potencial”, agrega.
Hasta ahora, Gabriela Martínez de la Escalera asentía a lo que decía su colega. En su lugar yo tampoco hubiera emitido muchas palabras: hace menos de dos horas que llegó de Connecticut, Estados Unidos, donde se reunió con el coautor del artículo Frederick Cohan para seguir profundizando aspectos de la investigación. Pero, lejos de estar cansada de hablar de cianobacterias, conversa animadamente: “Nuestra idea inicial al observar el gradiente en el que estas cianobacterias estaban fue ver si eran las mismas o no”.
En su trabajo habían hecho foco en la toxicidad, analizando en las muestras si estaba presente un grupo de genes que son los que expresan las toxinas y se denominan genes mcy. “Vimos que su abundancia era mayor en Salto Grande y menor en el estuario”, dice Piccini. “Luego nos preguntamos si eran las mismas las que estaban en el embalse de Salto Grande, las que estaban en la desembocadura del río Uruguay, en el Río de la Plata y las de Punta del Este”, cuenta.
“Nuestra hipótesis es que el éxito de los organismos tóxicos del complejo Microcystis aeruginosa en tal gradiente se debe a la existencia de poblaciones muy estrechamente relacionadas que son ecológicamente distintas (ecotipos), cada una especializada en un arreglo específico de variables ambientales”, sostienen en el artículo. Piccini agrega: “Para eso recurrimos a la técnica que ya habíamos utilizado en el trabajo anterior”.
Un trabajo complejo, pero económico
Aquí es cuando el ingenio de quienes investigan en Uruguay con bajos recursos entra en acción. “Esta técnica ya la habíamos utilizado en 2011, en un momento en que no teníamos plata para secuenciar”, confiesa Piccini. El asunto es sencillo: en biología molecular para caracterizar genotipos se secuencia el material genético y se obtienen hileras interminables de A, T, G y C, las cuatro letras del ADN. Pero eso implica cierto dinero. En su lugar, optaron por fijarse si estaban presentes cuatro genes que producen toxinas (mcyB, mcyD, mcyE y mcyJ) mediante la famosa (tras la pandemia) técnica de reacción en cadena de polimerasa, o PCR. “En ese entonces buscamos cómo podíamos caracterizar genotipos o grupos genéticamente homogéneos y empezamos a probar. Costó, pero lo terminales logrando”, reconoce.
Para este trabajo se fijaron sólo en uno de los genes que expresan toxinas, mcyJ, ya que presentaba diversas ventajas. “Cuando empezamos esto no había muchas secuencias ni mucha información genética de estas cianobacterias. Ahora que China y Europa están trabajando mucho con Microcystis hay mucha más”, sostiene Piccini, que dice además que cuando empezaron esta investigación no había casi ningún genoma secuenciado. “Al año de empezar salió el primer genoma y hoy hay más de 100 genomas secuenciados. Entonces, en el momento en que hicimos esta investigación esos genes de las toxinas eran los que teníamos disponibles, porque eran de interés para todo el mundo justamente por una cuestión de salud”, dice Piccini.
“Ese gen mcyJ, en otros trabajos, utilizando los mismos primers para amplificar el gen pero empleando otros métodos, se usaba para estudiar la diversidad. Entonces decidimos utilizar ese, sabiendo que no tiene recombinación, como tienen otros genes de toxinas de Microcystis, que estaba presente en todas las cianobacterias que son tóxicas y que además tiene un lindo tamaño para estudiar”, recalca.
Pero luego vendría otro paso: usarían ese gen para buscar variabilidad en las cianobacterias. ¿Pero cómo ver sin secuenciar, es decir, sin el orden de cada una de las cuatro letras del ADN, que se arman en bases de dos letras, esa diversidad? Una vez más, con ingenio. Y genio también: hubo un intenso trabajo matemático que ya veremos. “Pensamos usar la técnica de HRMA para ver si servía para estudiar este gen”, dice Piccini. La sigla está en inglés y viene de análisis de fundido de alta resolución (high-resolution melting analysis). ¿Cómo que fundir?
“Se basa en el estudio de las curvas de desnaturalización de las hebras del ADN al aplicarles calor entre 60 y 90 grados”, sale Martínez a nuestro rescate. Al menos de la parte de “fundido”. Pero tampoco es tan complicado tras su explicación: a la doble hebra del ADN del gen se le agrega un fluoróforo, un compuesto que emite fluorescencia que puede ser detectada por equipos sensibles. “Al aumentar la temperatura, el ADN se va separando, pues se va desnaturalizando, y entonces las moléculas de fluorescencia que estaban unidas a la doble hebra de ADN se van liberando y va disminuyendo la fluorescencia. Mediante la medición de ese proceso se obtiene una curva que es específica para diferentes secuencias de ADN”, relata Martínez.
De acuerdo a cómo cambia la emisión de luz a medida que aumenta la temperatura, se obtiene una gráfica. “Eso es alucinante, porque en realidad estás midiendo cuánto calor necesitás para desnaturalizar el ADN, y eso depende de la cantidad de A, T, C y G que tenga”, dice Piccini con una fascinación que uno intuye que la acompaña desde niña. “Es tan fantástica esa técnica que te puede diferenciar dos secuencias que difieran en una base sola porque la temperatura de ese melting se mide a alta resolución, cada 0,01 grado. Esta técnica se usa, por ejemplo, para detectar mutaciones”, agrega.
También me dejo fascinar por lo que cuentan, porque aquí hay una evidencia óptica indirecta que nos permite inferir algo sobre el mundo que nos rodea, en este caso, cuáles son las bases, la forma en que se ordenan las cuatro letras de un gen. Algo así sucede cuando, viendo cómo se descompone la luz, podemos saber qué elementos hay en un planeta a millones de millones de kilómetros. Pero volvamos a la Tierra.
“Lo que ella hizo, que fue brillante, fue usar esas curvas de luz, esos dibujos de variación de la luminiscencia, y convertir todo eso, tras alimentar modelos de aprendizaje automático, a los que además se les agregaron las variables ambientales de donde se obtuvo cada muestra, y obtener entonces que hay, sí, ecotipos distintos”, dice Piccini alabando a su colega.
Su colega, a su vez, no se queda atrás. La ciencia es colaborativa y por lo general hay que desconfiar de quien quiera despegarse demasiado de quienes participan en una investigación. Martínez no lo hace: “Este trabajo no hubiera sido posible sin la participación de Ángel Segura y Carla Kruk, que fueron protagónicos en la parte de estadística para modelar sistemas biológicos. Ángel sugirió la herramienta y entonces probamos si las herramientas del árbol de clasificación funcionaban con las curvas que teníamos por HRMA”.
Inteligencia artificial, árbol de clasificación y regresión multivariado. Hubo que hacer muchos cálculos y modelos. “Para trabajar con este árbol de clasificación Gabriela tuvo que ir dos veces a Marsella, con todos los datos, para trabajar con Badih Ghattas, que es un especialista en estas herramientas matemáticas”, reconoce Piccini. Es que tras este trabajo, que arrancó sin secuenciar por falta de fondos, hay toda una parte matemática compleja. Y, de hecho, ese fue un problema.
“Nos costó mucho que aceptaran este paper en varias revistas porque no lográbamos explicar de manera adecuada, y además en inglés, la parte matemática”, dice, exasperada, Piccini. El apoyo de Cohan en eso fue fundamental. “Después de muchas correcciones, nos dimos cuenta de que lo que teníamos era muy hermético, sobre todo para revistas de microbiología y no de estadística”, reconoce. Y eso las contrariaba: “Estábamos convencidas de que era el mejor trabajo que habíamos escrito en nuestra vida, pero sin embargo lo rebotaron en 11 publicaciones sin siquiera pasar a revisión. El editor decía que no le interesaba, tal vez fuera porque no lo entendían o porque no tenía un trabajo de secuenciación, que es lo que hoy está de moda. Sólo en una revista pasó a revisión”, dice Piccini. En esa revista el trabajo fue publicado. Y vaya si valía la pena.
Están saladas
Los análisis y los modelados de las curvas con las variables ambientales arrojaron que efectivamente había diferencias entre las cianobacterias. “Se distinguieron seis grupos de genotipos mcyJ y se asociaron con diferentes combinaciones de temperatura, conductividad y turbidez del agua”, reportan en el trabajo. “Proponemos que cada variante de mcyJ asociada a una condición ambiental definida es un ecotipo (o especie) cuya abundancia relativa varía según su aptitud en el medio ambiente local”, añaden. Los ecotipos fueron nombrados con letras que fueron de la A a la F.
Cada uno presenta diferencias. Por ejemplo, mientras el ecotipo A sobrevive en aguas salobres con temperaturas por encima de los 14,5 °C y más de 14,2 unidades de turbidez, el ecotipo B sobrevivía en las mismas condiciones de turbidez, pero en agua dulce a temperaturas mayores a los 23,8 °C. El ecotipo C “fue el más frecuente; prefería aguas dulces cálidas”. Por su parte, E y F prevalecen en el agua fría (temperaturas menores a los 14,5 °C), pero difieren en “sus preferencias de conductividad”: uno tolera aguas más salobres que el otro. ¿Con cuáles podemos encontrarnos más a gusto en las playas en el verano? Con los ecotipos A y E. Eso sí, el E tolera aguas con temperatura más baja (entre 11 °C y 14,2 °C, lo que en el trabajo se define como “aguas frías”), mientras que el A es más como uno, que disfruta del mar cuando está más calentito (entre 14,8 °C y 22,9 °C).
“Hay distintos ecotipos, que para nosotros son especies, que pueden tolerar la salinidad y pueden prosperar incluso a bajas temperaturas. La tesis de Gabriela se basó, justamente, en alterar la salinidad y la temperatura del agua y ver qué pasaba con la comunidad de cianobacterias. Siempre se dijo que en invierno no había cianobacterias, pero esto tampoco es así”, reflexiona Piccini. “Generalmente nadie va a buscar al océano cianobacterias de agua dulce, porque se supone que no pueden tolerar la salinidad, pero resulta que estas cianobacterias están catalogadas como de agua dulce y se está viendo que no es tan así”, agrega. Y no es tan así porque tienen la capacidad de cambiar para adaptarse y explorar nuevos territorios.
¿Pero qué pasa cuando estos ecotipos llegan a aguas saladas? ¿Pueden explotar en grandes floraciones, como sus parientas adaptadas para el agua dulce? “No creo que pueden explotar en floraciones a la misma velocidad que en agua dulce, pero sí sobrevivir y mantenerse allí”, sostiene Martínez.
“Es que la definición de floración es un término bastante discutido, eso se da cuando las ves, cuando se ve el scam, la espuma verde. Pero las cianobacterias están allí aun cuando no se ve esa espuma. En Salto Grande a veces no ves la espuma, pero el agua está toda cubierta de Microcystis y eso, sin ser una floración, es casi un cultivo de Microcystis. Lo que pasa es que antes, cuando los ríos no estaban tan eutrofizados, no se buscaban estas cianobacterias. Pero ahora, como estamos eutrofizando todos los ecosistemas, empiezan a ser visibles y las estamos empezando a estudiar”, dispara, por su parte, Piccini.
“El concepto de ecotipo aplicado a Microcystis recién lo estamos introduciendo nosotros”, confiesa Martínez. Es que, aunque suene poco humilde, es cierto: las investigadoras que tengo enfrente y sus colegas de este trabajo son las primeras personas del planeta en hablar de ecotipos en las cianobacterias Microcystis. “En otro tipo de cianobacterias sí se han reportado ecotipos, que se diferencian según la concentración de nutrientes o la temperatura”, reconoce.
Piccini sostiene que esto de los ecotipos ya se ha descrito, por ejemplo, para las cianobacterias marinas. “Desde hace años vengo siguiendo el trabajo de Cohan, que fue quien propuso la teoría de ecotipos para la especiación en bacterias. Él digamos que hizo todo el marco teórico y yo siempre leía sus papers”, señala. “Cuando escribimos el artículo y veíamos que lo rechazaban, le escribí de careta y le dije que había leído su trabajo, que me basaba en su marco teórico para hacer este artículo, y le pregunté si se lo podía mandar, porque nadie nos lo había aceptado”, confiesa. Ser careta dio sus frutos. Cohan no sólo le pidió que le mandaran el trabajo, sino que comenzó a pedirles evidencias y más pruebas. Terminó siendo coautor del artículo finalmente publicado.
No alimenten a las bestias
“Esto muestra que estas cianobacterias tienen una estrategia brillante”, dice entusiasmada Piccini. “Otras cianobacterias tóxicas de agua dulce no tienen esta capacidad de ser una comunidad compuesta por muchos ecotipos que van aumentando su abundancia relativa según el ambiente, llegan al estuario o al mar y la quedan. Por eso Microcystis está en todo el mundo y, como vemos acá, en todos lados, en ríos, embalses, estuarios. Tiene una estrategia evolutiva brillante y encima nosotros les estamos dando de comer en abundancia al darles nutrientes como el fósforo y el nitrógeno”, dice, mezclando admiración y denuncia.
“Cuando hicimos el modelo incluimos una gran cantidad de variables ambientales. Desde nutrientes como el fósforo y el nitrógeno, movimiento del agua, temperatura, conductividad, salinidad, incluso claves visuales, si se observaban colonias o no a ojo, etcétera”, dice Martínez. “El modelo selecciona las mejores variables, las más explicativas. Las que seleccionó fueron la turbidez, la temperatura y la conductividad, que está relacionada con la salinidad”, cuenta.
El fósforo y el nitrógeno no fueron variables que explicaran la presencia o no de las distintas cianobacterias a lo largo de todo el gradiente. ¿Quiere esto decir que no tienen nada que ver con las floraciones? Al contrario: los ríos y los cuerpos de agua están tan eutrofizados, es decir, tan llenos de nutrientes, que esto deja de ser un factor para explicar la adaptación de distintos ecotipos de cianobacterias. Habiendo siempre comida, lo que el modelo les dijo es que la temperatura, la turbidez y la salinidad tenían un rol importante. ¿Qué pasaría si no hubiera nutrientes suficientes? No lo sabremos, porque nuestros ríos están demasiado llenos de fósforo y nitrógeno como para medirlo.
“Una vez que tenés las condiciones nutritivas como para que ellas estén siempre presentes, las variables que empiezan a jugar son otras”, dice Piccini. Las cianobacterias tienen miles de millones de años. Tenemos que darles las gracias, porque fueron los primeros organismos en hacer fotosíntesis. Gracias a ellas la Tierra se llenó de oxígeno respirable. Las plantas luego las raptaron y hoy en sus cloroplastos tienen cianobacterias de rehenes, y por eso toman dióxido de carbono de la atmósfera y liberan oxígeno. 2.500 millones de años después, este equipo de investigación ve que las Microcystis evolucionaron en seis ecotipos distintos para adaptarse a diferentes ambientes. ¿Qué relación podría llegar a tener ese proceso de especiación o de selección de ecotipos con que les estemos dando la oportunidad de que sobrevivan todo el año en un río eutrofizado en el que tienen nutrientes permanentemente?
“Toda”, contesta Piccini mientras Martínez asiente. “El problema es que les estamos dando las condiciones para proliferar en todos lados y ahí tenés las bases para que crezcan. La evolución ocurre cuando un cambio evolutivo se hereda de células madres a células hijas. Entonces, si las cianobacterias tienen tasas de crecimiento altas, porque tienen comida y tienen temperatura y se empiezan a multiplicar, esa gran cantidad de células hijas, nietas, bisnietas, etcétera, favorece el surgimiento y la fijación de los cambios, es decir, la evolución”, explica Piccini
“Una vez que les permitís que se estén reproduciendo y que estén generando una progenie detrás de la otra, estás fomentando que ocurran cosas, le estás dando pasto a la evolución”, redobla Piccini. Y las cosas que ocurren son que estos organismos antiquísimos no dejarán pasar la oportunidad de conquistar nuevos horizontes. Seis especies evolucionaron y hoy tenemos Microcystis tóxicas que pueden vivir a altas y bajas temperaturas, a baja o medianamente alta salinidad, e incluso a distintas condiciones de turbidez. A diferencia de los turistas, las cianobacterias están de Salto a Punta del Este, pero ya no sólo en verano, sino durante todo el año.
Les propongo entonces una metáfora. Se dice que la variante ómicron del SARS-CoV-2 presenta múltiples mutaciones probablemente por haberse originado en una persona inmunodeprimida que estuvo varios meses con el virus replicándose en ella. Cuanto más tiempo se les da a los virus y las bacterias, es más probable que surjan mutaciones. ¿Pasa lo mismo con nuestros ríos eutrofizados? ¿Nuestros ríos llenos de nutrientes son como personas no vacunadas e inmunodeprimidas y lo que estamos haciendo es permitiendo que tengan demasiada carga de coronavirus, dejando que se multipliquen por muchas generaciones, como para que tarde o temprano emerja una variante tanto o más complicada que ómicron? “Y bueno, sí, sería algo así. Cuando tenés a mucha gente infectada a la vez, le estás dando una oportunidad evolutiva a ómicron, porque tiene un montón de generaciones para desarrollarse”, asiente Piccini.
“Si tenés a Microcystis en un hielo, es difícil que evolucione, que cambie. La verdad, los culpables de esto somos nosotros, las Microcystis nos deberían amar”, ironiza Piccini.
Distintas, pero igual de tóxicas
El trabajo confirma que las cianobacterias tóxicas que toman sol panchas en Punta del Este no son exactamente las mismas Microcystis que hacen turismo de río en Salto. Al menos no las que dominan esas comunidades de cianobacterias. “Ahora queremos evaluar cuál es la implicancia de eso para su toxicidad y nuestra salud”, adelanta Piccini.
En el trabajo dicen algo bastante tranquilizador: los ecotipos de sistemas más salobres no producirían tantas toxinas como los de agua dulce. Pero no es tan así la cosa. Si bien en el mar no están tan felices como en el río, no pierden sus mañas tóxicas.
“Para mi doctorado hice un experimento tomando una muestra del embalse de Salto Grande a la que sometimos a diferentes salinidades similares a las que encontramos en todo el gradiente, por ejemplo, en Colonia, Montevideo o Maldonado, 5, 10 y 25 de salinidad”, cuenta Martínez. “Tras diez días de lo que podríamos llamar el shock salino, tratando de imitar el choque de cuando llegan al agua salada al bajar por el río Uruguay, vimos que los organismos que dominan son diferentes a los que dominan en el agua dulce y baja la abundancia de las cianobacterias”, comenta. Pero menos no es menos.
“En lo relativo a la producción de toxinas en el agua salada, si bien no es más comparándola con la producción de toxinas en agua dulce, sí vimos que producen más variantes de la toxina microcistina”, advierte Martínez. La microcistina tiene unas 100 variantes distintas.
¿Para qué producen estas toxinas? ¿Para hacer que el ambiente les sea más propicio, para favorecer o perjudicar a otros en la comunidad de organismos de la que son parte? “No lo sabemos”, admite Piccini. “Hay muchas hipótesis. Estos compuestos no son tóxicos para ellas, son moléculas que no sabemos bien para qué son, pero que o bien tienen que ver con la comunicación, o tal vez con cierta protección al estrés oxidativo; es algo que se está estudiando”.
Si bien no sabemos para qué les sirven las toxinas a las cianobacterias, Martínez dice algo que nos deja pensando: “Pero ante un cambio ambiental, producen más variantes”. Alguna razón habrá para esto que acaban de observar.
Ciencia mundial
Estamos acostumbrados a que los trabajos sobre cianobacterias traten, a nivel local, de explicar o indagar en lo que nos está pasando. Pero esta investigación, además de hablar de lo que pasa acá, describe un fenómeno de especiación que seguramente se está dando en otras partes del mundo. Está describiendo un proceso evolutivo de un ser antiquísimo. Aun a riesgo de que se sonrojen, les digo que esto es ciencia como para abrirse paso en cualquier congreso del mundo, investigación de las grandes ligas. Su trabajo le dice a cualquier investigador de Microcystis del planeta que se fije en qué ecotipos están presentes en sus aguas.
“Nosotros encontramos esto porque las fuimos a buscar expresamente. Pero muchas veces, como por ejemplo cuando fuimos a Punta del Este, no ves que haya Microcystis y podés pensar que no está ahí. Pero tras arrastrar la red durante varios minutos, las encontrás. Esto debe pasar en todos lados, porque no somos especiales para nada”, reconoce Piccini.
“Creo que el mensaje es que estos organismos tienen una estrategia ecológica y evolutiva que es súper inteligente para prosperar en todos estos ambientes y que hay que buscarlas, hay que monitorear a Microcystis y también a las toxinas, porque, como vio Gabriela, en agua salada aparecen otras variantes de microcistinas que hoy no se buscan”, agrega Piccini.
En China tienen grandes problemas con floraciones de Microcystis, por ejemplo en el lago Taihu y en el embalse de la gigantesca represa de las Tres Gargantas. Si uno trabajara en la embajada china, ya estaría tratando de comunicarse con las investigadoras del Clemente Estable. En realidad, dada la ubicuidad de estas cianobacterias, casi cualquier país podría estar interesado en incorporar esta línea de investigación que proponen. Ahora, ¿nos ayuda esto que encontraron a estar más prevenidos?
“El aumento de la producción de distintas variantes de toxinas hay que tenerlo en cuenta cuando hay abundancia en playas del estuario, aun cuando no hay floraciones. Tenemos que tener en cuenta que en Montevideo, o en la Costa de Oro o en Piriápolis, también producen toxinas, no mucha cantidad, pero sí más variantes. Conocer los ecotipos es interesante en ese sentido”, apunta Martínez.
“No creo que en un entorno marino estos ecotipos puedan producir una gran floración, pero sí tenemos que tener en cuenta que en el estuario, como en Piriápolis o Playa Verde, donde puede no haber floración, no se coloca la bandera sanitaria porque no se ve la espuma verde, pero están ahí”, agrega Piccini.
Y entonces volvemos al principio. ¿Cada vez que entrás al agua mirás si hay cianobacterias? “Obvio”, contesta Piccini. “Yo también”, dice Martínez y se ríe. Toooon ton. Tooon ton. Ton ton ton ton ton ton ton ton. Ya no hay un solo bicho temible. Ahora hay seis. Pero, lejos de llenarnos de pánico, al menos los estamos siguiendo de cerca. De hecho, nadie en el planeta lo había notado antes.
Artículo: Genotyping and multivariate regression trees reveal ecological diversification within the Microcystis aeruginosa complex along
a wide environmental gradient
Publicación: Applied and Environmental Microbiology (febrero de 2022)
Autores: Gabriela Martínez de la Escalera, Ángel Segura, Carla Kruk, Badih Ghattas, Frederick Cohan, Andrés Iriarte y Claudia Piccini.