Hace apenas unas semanas estuvo en nuestro país el microbiólogo español Francis Mojica. Si bien se definió como un científico “para nada brillante”, sus trabajos pioneros en la década de 1990 permitieron conocer un singular mecanismo de inmunidad en arqueas y bacterias. Los descubrimientos que realizó –¡junto a su equipo!– sobre cómo se defendían estos pequeños organismos ante los virus permitieron que un par décadas después otras investigadoras e investigadores desarrollaran la técnica de edición genética que revolucionó la biología y la biotecnología de nuestros días y a la que se conoce como CRISPR –crísper para los amigos–.

Dado que en 2020 el Premio Nobel de Química fue para dos investigadoras que desarrollaron esta técnica, Emmanuelle Charpentier y Jennifer Doudna, podría postularse que Mojica también podría haber sido galardonado. Pero eso no es lo que piensa él. De hecho, en la conferencia que dio invitado por el Institut Pasteur de Montevideo, confesó que no le gustan las premiaciones y que ha rechazado varias distinciones. Su argumento fue fabuloso: como investigador de trayectoria ya no necesita estímulos para seguir haciendo ciencia. En cambio, dijo, los premios deberían ser para los estudiantes de doctorado y los posdoctorados, que son los que hacen gran parte del trabajo científico y que, debido a su juventud y precariedad profesional, son los que necesitan ese empujón para llegar más lejos en su carrera científica.

Mojica sabe de lo que habla: fue haciendo su doctorado en la Universidad de Alicante cuando, a instancias de sus tutores, se puso a tratar de entender cómo hacía una arquea extremófila de los lagos cercanos a la universidad para sobrevivir a bruscos cambios de salinidad. Al toparse con un nuevo mecanismo de inmunidad adaptativa jamás estudiado, cuenta, no siempre le abrieron las puertas. Cuando se presentaba a fondos de financiación le decían que lo que proponía era “muy arriesgado”. El artículo científico que escribió reportando esta inmunidad fue rechazado por algunas revistas. Él sabe que el suyo es uno de los casos en que la terquedad, el entusiasmo y la situación permitieron que siguiera adelante, pero es consciente –y lo dice– de que muchas veces esos jóvenes que se adentran en la ciencia guiada por curiosidad quedan por el camino.

Hoy Mojica es un científico consagrado. Pero, confiesa, los que hacen ciencia en su laboratorio, empujando el límite del conocimiento, son en gran medida los jóvenes que dejan horas y horas allí o frente a pantallas. Eso es lo más natural del mundo: la mayoría de los laboratorios en donde se hace ciencia pertenecen a la academia. Allí, una jefa o jefe de laboratorio, que para ello debe tener al menos un doctorado, guía y coordina una línea de investigación. Reciben a personas que ya se graduaron y que, en el marco de su tesis de maestría o doctorado, presentan proyectos de investigación que deberán sacar adelante. Con el esfuerzo de todo el equipo, del investigador senior, del personal que allí trabaja y de quienes investigan en el marco de su maestría o doctorado, se va generando el conocimiento. La ciencia es un trabajo colectivo. Y de trabajo y jóvenes investigadoras e investigadores va todo este asunto.

Una joven asociación

Desde el 25 de marzo de 2021 existe la Asociación Uruguaya de Posgraduandas y Posgraduandos (AUPP), organización que tiene como objetivo nuclear “a personas realizando posgrados dictados por instituciones” así como a “estudiantes uruguayas y uruguayos participando en posgrados en el exterior”, ya sea haciendo “maestrías, doctorados, especializaciones, diplomas, entre otros”. La AUPP, creada hace poco más de un año, cuenta con más de 300 afiliados. Es posible que las palabras “posgraduanda” y “posgraduando” no suenen muy lindo, pero todo apunta a que prefirieron, a propósito, no definirse como “estudiantes de posgrado”. Si bien estudiar es maravilloso, los beneficios de la condición de estudiante se diluyen cuando eso implica cierto ninguneo.

Si alguien quiere dedicarse a hacer ciencia y producir conocimiento, deberá, luego de haber cursado una licenciatura universitaria, realizar una maestría, algo que le llevará al menos dos años luego de haberse licenciado, y posteriormente un doctorado, que implica mínimo otros tres años más. Con el doctorado obtenido, podrá coordinar y liderar equipos de investigación, pero eso no quiere decir que mientras hace la maestría y el doctorado esa persona no investigue. De hecho, para obtener tales posgrados –vienen después del grado que implica la licenciatura– debe presentar y llevar a cabo un proyecto de investigación bajo la tutoría de un investigador o investigadora doctorado.

Si esta persona hipotética que quiere dedicarse a hacer ciencia de la que hablamos hubiera cursado primaria, secundaria y la licenciatura universitaria sin perder un solo año y sin vacilar sobre qué hacer con su vida, tendrá unos 22 años cuando deba decidir si sigue adelante con su idea. Por delante le quedan mínimo otros cinco años. Puesto que para la abrumadora mayoría de la población es casi imposible llegar a los 30 sin trabajar, no pocos combinan su formación con el trabajo. La situación es peor aún, porque el promedio de edad de los que solicitan becas de maestría a la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (ANII) es de 29 años, mientras que el de quienes se postulan para un doctorado es de 33.

El asunto es que para hacer una maestría o doctorado nuestra persona hipotética deberá ceñirse a un plan que implica unas seis horas diarias (o 30 semanales). Conseguir un trabajo digno que además le deje las horas suficientes para cursar el posgrado es casi imposible. Por este motivo, aquí y en casi todas partes hay becas de posgrado.

En nuestro país las becas de posgrado las otorga la ya mencionada ANII o la Comisión Académica de Posgrado de la Universidad de la República (conocidas como becas CAP-Udelar). En 2022 el monto que otorga una beca ANII de maestría ronda los 25.000 pesos, mientras que la de doctorado es de unos 31.500. Las becas de la Udelar son de 27.500 y unos 44.600 pesos, respectivamente. En ambos casos, la demanda de becas está totalmente insatisfecha: entre 2019 y 2021 la ANII “otorgó fondos solamente para 40,5% de las becas aprobadas”, señala la AUPP, lo que con 1.061 aspirantes a beca implicó que 419 investigadores se quedaran con un molesto “volvé a intentarlo”. Algo similar ocurre con las becas de la Udelar: la oferta queda lejos de satisfacer la demanda. Y recordemos: los demandantes son lo que generarán –si se lo permitimos– conocimiento original y valioso.

Alguien podría pensar que quienes reciben una beca de maestría o doctorado son unos privilegiados a los que les pagan por estudiar lo que les gusta. Pero la cosa no es para nada así. Un becario de maestría o doctorado no se pasa concurriendo a clases o leyendo textos para adquirir conocimientos que rendirá en pruebas. Se está formando, sí, pero lo hará realizando una investigación que tiene por fin generar un conocimiento nuevo. Ese conocimiento no surgirá por generación espontánea, sino que será producto de trabajo en el laboratorio (o en el campo, o en la computadora, o donde sea necesario de acuerdo a las distintas disciplinas que van desde las mal llamadas ciencias exactas a las mal llamadas ciencias humanas).

Como ya vimos, las becas estipulan cuántas horas de trabajo deberá dedicarle, algo que coordinará con su orientador y/o jefe de laboratorio. Al final del proceso, habrá generado conocimiento que dará a conocer en una tesis y que, probablemente, comunicará en artículos científicos en revistas arbitradas. Por lo general, los investigadores de maestría o doctorado son los que figuran como primeros autores o autoras de esos artículos. Ustedes los conocen bien, porque frecuentemente los entrevistamos en estas páginas.

Ignacio Estevan trabajó y generó conocimiento sobre los jóvenes de Uruguay durante sus investigaciones de maestría y doctorado orientadas por las cronobiólogas Bettina Tassino y Ana Silva. Adriana Fernández trabajó y generó conocimiento sobre el uso de desechos de tannat como aditivos para snacks más saludables durante su doctorado bajo la orientación de Alejandra Medrano y Eduardo Dellacassa, de la Facultad de Química. Son sólo dos ejemplos recientes que muestran cómo el trabajo de los investigadores de maestría y doctorado generan conocimiento (y de que sin su trabajo yo no podría hacer el mío). Toman algo y mediante una serie de operaciones lo transforman en otra cosa con valor. Si aceptamos la definición de trabajo de la Organización Internacional del Trabajo, que implica “el conjunto de actividades humanas, remuneradas o no, que producen bienes o servicios en una economía, o que satisfacen las necesidades de una comunidad o proveen los medios de sustento necesarios para los individuos”, ¿un becario de maestría o posgrado es más un estudiante o más un trabajador? Ese vendría a ser uno de los planteamientos de la AUPP.

“Las y los investigadores en formación son quienes realizan la labor de investigación –ejecutando uno o varios proyectos– en grupos de trabajo típicamente liderados por un investigador principal e incluso en ocasiones de forma independiente”, dice un documento elaborado por la AUPP. “A pesar de esto”, señalan, estos investigadores de posgrado son “definidos inadecuadamente como estudiantes, reduciendo su actividad profesional únicamente a una faceta formativa. Esta perpetua noción de ‘estudiante’ oculta y niega el rol productivo que ejerce un investigador en formación”, sostienen.

Su situación es más delicada aún: pese a que tienen una carga horaria que dificulta tener otro empleo, pese a que realizan un trabajo, el dinero que reciben no implica aportes jubilatorios ni tienen cobertura de salud. También padecen otras irregularidades contractuales extrañas para quien trabaja en el siglo XXI. Si por alguna razón deben dejar su maestría o doctorado, las becas ANII, por ejemplo, pueden exigir el reintegro del dinero que ya hayan percibido, algo ilógico si entendemos que lo que percibieron fue a cambio de lo ya trabajado en la generación de conocimiento.

Para conversar un poco más de todas estas cuestiones, vamos al encuentro de Elisa Melián, Andrés Méndez y Valentina Blanco, investigadores de posgrado que además forman parte de la Comisión Coordinadora de la AUPP.

La pandemia hace la fuerza

“La AUPP nace de la necesidad de colectivizar un montón de experiencias que eran individuales y que veníamos atravesando de forma aislada. La AUPP fue la forma de canalizar todas esas experiencias, de problematizarlas y de intentar revertir aquello que creemos que no es justo”, defiende Melián, que se encuentra escribiendo su tesis de doctorado en Química bajo la orientación de Laura Domínguez, trabajando sobre nuevas formulaciones de compuestos antiparasitarios. Pero el surgimiento de la asociación el año pasado no fue casual.

Blanco, docente de la Facultad de Ciencias que está por empezar el doctorado en Biología Molecular en el Laboratorio de Genómica Funcional del Institut Pasteur, lo explica: “Con la pandemia muchos posgrados se atrasaron un montón de tiempo. Los becarios de la ANII comenzaron a nuclearse para hacer algo, porque las becas tienen un plazo fijo y no contemplaban la posibilidad de que se atrasara el posgrado por la pandemia”.

Melián coincide: “Un poco la pandemia nos empujó y fue decisiva, sumado a los anuncios de recortes y a los recortes que hubo al sistema científico. El recorte de 15% que se había anunciado para el Programa para el Desarrollo de las Ciencias Básicas [Pedeciba] fue muy crítico, y los estudiantes de Pedeciba salimos a hacer una campaña para que eso se revirtiera. Esos dos núcleos luego que se fusionaron”. “Era frustrante que se recortara 15% a instituciones que hacían ciencia cuando estaba lleno de investigadores haciendo test de covid de forma honoraria”, recuerda Blanco. Entonces se hizo necesario “crear un grupo que nucleara a todos los que hacemos posgrados para poder luchar por los derechos que nos corresponden desde una comunidad más grande”, agrega Melián, resumiendo en una frase los meses de reuniones y coordinaciones que llevaron a la asamblea fundacional de junio de 2021.

Pero lo de la pandemia no termina allí. “La pandemia, así como visibilizó el rol de la ciencia, también dejó en evidencia lo poco visible que es el investigador de posgrado”, dice Méndez, que terminó su maestría en Ciencias Biológicas con orientación en Neurociencias bajo la tutoría de Leonel Gómez aquí y una tutora fuera, investigando cómo se organiza la atención visual en niños de un año. “Como el tema de la ciencia estaba más en la mesa, estábamos más expuestos. La pandemia nos ayudó a darnos cuenta de cómo nos ven y nos encontramos con todas estas concepciones que están en gran medida en la opinión pública, pero también en los decisores de políticas y hasta dentro del sistema científico. Muchos entienden que lo que los investigadores de posgrado están haciendo es formándose y que eso que hacen todavía no tiene valor para la ciencia y la tecnología. A nivel personal veía que se le daba importancia a la ciencia, pero que el rol que ocupaba uno en el sistema no era para nada valorado”, reflexiona con cierta amargura.

“Hay una gran valorización del producto de la ciencia y se habla del conocimiento como si ese fuera el producto de la ciencia, pero nos debemos un gran debate sobre cómo se genera ese conocimiento. Es cierto que hay una gran complejidad en definir la actividad científica, porque hay que abarcar desde sociólogos, psicólogos y antropólogos hasta químicos, físicos, etcétera, pero que haya una gran complejidad en definirla no justifica que toda la parte de abajo que sostiene la investigación deba estar desvalorizada”, se explaya Méndez. “En los laboratorios la gente que sostiene los ensayos, en su gran mayoría, son investigadores de posgrado. Hay excepciones, y más aún con esa complejidad de la que hablaba, pero el investigador independiente, el que terminó el doctorado o el posdoctorado, en realidad trabaja con un equipo en el que hay toda una cadena de trabajo, de colaboración. El investigador independiente tiene la complejidad de coordinar un equipo, pero ese equipo es el que ejecuta gran parte de lo que implica generar ese conocimiento. Uno mira esto y piensa que es obvio, pero después te mirás en el espejo de la opinión pública y de tus pares y ves que la concepción es otra, que al investigador de posgrado lo ven como alguien que sigue estudiando”, remata.

María Victoria Olt en el Departamento de Ciencia y Tecnología de Alimentos de la facultad de Química. (archivo, abril de 2022)

María Victoria Olt en el Departamento de Ciencia y Tecnología de Alimentos de la facultad de Química. (archivo, abril de 2022)

Foto: Alessandro Maradei

Los tres coinciden en que esa mirada está muy naturalizada. Blanco cita el “qué suerte que tenés de que te paguen por estudiar” que escuchó incontables veces. “La gran visibilidad de la ciencia promovió que comenzáramos a conversar para mirar para adentro, mirar lo que sucede en otros países, y pensar a qué se debe esto y qué podemos hacer para que pasemos a otro tipo de concepción de lo que implica esta actividad”, dice Melián.

Méndez gambetea y nos lleva de allí al mundo del trabajo: “Es incongruente que valoremos la actividad científica como algo complejo y necesario para la economía del conocimiento y la innovación, y, sin embargo, la situación de los que ejecutan esa actividad está completamente atrasada respecto de cualquier otro trabajador que sale al mercado al terminar su grado, como un abogado o un contador”, afirma.

Cuestión de derechos

“Tratamos de sacar la palabra ‘estudiante’, hablamos más de investigador de posgrado y no de estudiante de posgrado para salir de esa lógica más estudiantil de forma de tratar de que se vea culturalmente que lo que hacemos es otra cosa, porque hay una idea muy extendida de que es una etapa de formación y de que lo que estás haciendo es algo sólo para quien lo hace y su futuro, y no que es parte de una actividad súper relevante para el país”, dice Méndez.

No se trata sólo de que, dado que es una actividad que implica trabajo, se reconozca como tal, sino que el definir mejor qué es lo que hacen también redundará en un mayor acceso a la ciencia. “Con las condiciones actuales, hacer ciencia es una actividad de élite, no intelectual sino socioeconómica: es muy difícil si no venís con un buen respaldo de tu casa que te permita mantenerte con 20.000 pesos mientras estás haciendo la maestría, con una carga horaria de 30 horas semanales, que te deja pocas horas para trabajar en otro lado o te obliga a jornadas laborales de 12 horas o más”, dice Melián, aunque aclara que siempre hay excepciones.

“Cuando algo es precario se fomentan múltiples vulnerabilidades. Esta no remuneración hace que hacer ciencia se torne algo muy selectivo. Si ya el ingreso a la universidad es selectivo, y hay un informe de la ANII que dice que 86% de los estudiantes universitarios pertenecen a hogares de nivel socieconómico medio alto y alto, esta situación no ayuda a que personas con dificultades económicas decidan dedicarse a hacer ciencia, porque es una actividad para gente que tiene respaldo como para bancarse eso”, amplía Méndez.

“Si queremos estar a nivel del primer mundo, tenemos que entender que este es un trabajo particular. Por ejemplo, en España desde 2011 existe la figura del contrato predoctoral. Entrás al país con una visa de investigador, no de estudiante, y tenés un contrato laboral con la universidad. Cada país tiene sus particularidades, pero en Suecia, en Holanda, en Dinamarca, el posgraduando tiene cobertura de salud, seguridad social. Gran parte del primer mundo va en esa dirección”, lanza Méndez.

Blanco introduce otro punto interesante: si las becas debieran incluir aportes y cobertura de salud, podría darse un escenario no deseado. “Los montos de las becas ya de por sí son bajos, y si van a generar aportes, la inversión para esas becas va a ser mayor, por lo que la idea no es que se vea afectado el número, porque ya hay una alta insatisfacción de la demanda de becas de posgrado y hay gente que se queda sin becas y tiene que rebuscarse o dejar de hacer su posgrado para dedicarse a otra cosa”, dice.

De dónde salen los recursos

Ya lo dijimos, pero los fondos destinados a becas, tanto de la ANII como de la Udelar, no alcanzan para satisfacer la demanda. Los que se dedican a la investigación, tampoco. No parece entonces razonable que de esos fondos insuficientes se saquen los aportes a la seguridad y al fondo de salud. Por otro lado, ¿quién debería hacer esos aportes? ¿Quien otorga la beca? ¿La institución en la que los investigadores e investigadoras de posgrado realizan su trabajo?

“En general, como país nos cuesta pensar en los cambios en las políticas de ciencia y tecnología. Nosotros estamos intentando reunirnos con todo el mundo para tratar de pensar y discutir el tema. Obviamente, tiene que haber un aumento de la inversión en ciencia y tecnología, pero también entendemos que es paso a paso. Lo primero sería regularizar la situación. Garantizar los derechos laborales, realizar ajustes de acuerdo a la inflación. La ANII recientemente hizo un ajuste de lo que se pagaba en las becas”, señala Méndez.

Los tres confiesan que la solución es algo que los trasciende. Entre las medidas que sugieren está la de equiparar los montos de las becas CAP y las de la ANII. Melián aclara: “Equiparar para arriba”. “Hay muchos cambios que señalamos que no implican plata sino un cambio en la mirada política de los actores que influyen en la ciencia y la tecnología, como la ANII”, sigue. “La ANII nos ha dicho que no es a ellos a quienes tenemos que pedir el aumento, pero son actores que influyen en las políticas. Por ejemplo, pueden cambiar las cláusulas leoninas que hay en los contratos de las becas de maestría y doctorado”, agrega Elisa en relación a las devoluciones del dinero ya pagado en caso de que, por la razón que fuera, deban interrumpir su maestría o doctorado. “¿Dónde se vio que una persona que estuvo trabajando tenga que devolver la plata que le han pagado porque decide terminar su contrato?”, se pregunta.

“La ANII va a decir que eso se estudia caso a caso, que casi no se aplica, pero las leyes de protección están para proteger independientemente de cada caso”, dice Méndez. “Por otro lado, es imposible pensar que vas a devolver la plata, por la sencilla razón de que no la tenés. Pero eso parte de esa lógica de que el posgrado es una inversión en tu formación. Con la ANII vamos a hablar de esto. Si bien tal vez el tema económico no se pueda resolver por su sola voluntad, otra cosa es el contrato laboral de los posgraduandos. Ese contrato puede estar escrito de una forma en la que el mismo dinero que hoy se paga se conciba como un sueldo, con lo que eso implica, por ejemplo, que no se pueda retener sin aviso”, agrega.

Melián amplía: “Si yo voy a firmar un contrato que dice que tal vez dentro de tres meses, cuando vea que no me puedo mantener con este dinero y no me puedo dedicar a eso, tengo que devolver lo que ya me hayan pagado, seguramente no lo vaya a firmar. Entonces, si no tengo un apoyo económico sólido o estoy muy confiado, no me presento. Cláusulas como esa en los contratos de ANII espantan a la gente”.

“Pensando en el cómo, veo un montón de pasos. El primero de ellos es reconocer de qué se trata esta actividad, algo en lo que hasta culturalmente estamos aún muy atrás. Luego, si para ello se necesita más recursos para la ciencia, incentivos para que las empresas o las universidades tengan investigadores; no lo sabemos bien, es un desafío complejo para el país, que se está discutiendo en el marco de la discusión del nuevo Pencti, el Plan Estratégico Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación”, agrega Méndez.

“La Universidad de la República, en el contexto en el que estamos, viene perdiendo fondos, no ha tenido aumentos presupuestales”, señala Melián. “Con los fondos que tiene no es viable que se haga cargo de estos aportes si desde más arriba no hay una política que defina que hay que invertir más en investigación y desarrollo; el 6+1 es una de las cosas que también reivindicamos. Se necesitan fondos nuevos para la educación y la investigación”, señala.

“De alguna manera, hoy en día hay fondos públicos que se destinan al pago en negro de la labor de alguna gente. Cambiar eso no debería tener que esperar a que al país le vaya mejor. Ningún trabajador debería esperar a que al país le vaya mejor para que se respeten sus derechos laborales”, dice Méndez. “Hay una parte de nuestros reclamos que pasan por que nuestra actividad se reconozca como un trabajo y no como una mera etapa de formación. En el primer mundo esto funciona así y, si valoramos la economía del conocimiento y la ciencia y la tecnología, se cae de maduro”, agrega.

“La respuesta que hemos obtenido, en general, es que es razonable lo que decimos. No nos ha pasado que nos dijeran que lo que decimos no sea así, no nos pasó ni con el ministro, ni con el rector de la Udelar, ni con el director de la ANII, ni con InvestigaUY, la organización que nuclea a los investigadores con doctorados”, dice Méndez. “El cambio de concepción de que esto es un trabajo tiene que darse en toda la sociedad, en nosotros, en las agencias, en los investigadores senior, en todas partes. Después les tocará a quienes reparten la plata y deciden si va a haber fondos frescos para la ciencia”, apunta Melián.

En un mes plagado de reuniones, conversaciones y con la definición de un nuevo Pencti en el horizonte, desde la AUPP bullen las ideas. “Estamos empezando a trabajar en paralelo en un proyecto de ley que regularice la situación laboral de los investigadores de maestría y doctorado. Un poco la referencia son los contratos predoctorales de España”, adelanta Méndez.

Sus reclamos y aspiraciones suenan razonables. Su aporte a la generación de conocimiento es genuino y, se mire por donde se lo mire, implica trabajo. Mientras completan distintas etapas de formación que les permiten seguir adelante con sus carreras académicas (o una menos frecuente pero no por eso valiosa inserción en el mundo laboral fuera de la academia), hacen avanzar nuestra ciencia. En esta sección lo vemos todas las semanas. En el siglo XXI es inconcebible tener trabajadores en negro, al menos para una gran mayoría de nosotros. Su entusiasmo, pasión y dedicación por lo que hacen no puede ser una excusa para aprovecharnos de ellos y ellas. Como sociedad tendremos que encontrarle la vuelta.