A veces ocurre un evento improbable que cambia nuestra percepción de un fenómeno. Desde hace años paso casi diariamente por el puente sobre el arroyo Pando que está en Neptunia, cerca del peaje. Allí, en los cables del tendido eléctrico que lo cruzan, suele verse posado algún martín pescador. En mi imaginación se trata siempre del mismo, como aquel bisonte platónico sobre el que escribía Jorge Luis Borges (“Intemporal, innumerable, cero, es el postrer bisonte y el primero”). Cada vez que lo veo posado en los cables siento alivio: todo está en armonía y al menos por un día más estaré mágicamente protegido.

Los días que no lo vi allí tuve una callada sensación de que una amenaza atroz estaba por manifestarse. Pero hasta ahora siempre ha vuelto, con su penacho de cacique, su pico de lanza y sus tonos azules, blancos y ocres. Pero en todos estos años, nunca lo había visto pescar. Varias veces me prometí en vano pasar una tarde bajo el puente, a orillas del arroyo, para poder verlo volar, llegar, partir o lanzarse al agua tras un pez.

Pero el día del solsticio de invierno de 2022 ocurrió lo improbable. Temprano en la mañana, iba en ómnibus hacia Montevideo. Me senté del lado de la ventanilla que daba hacia el norte. El sol, en su día más dormilón, estaba bajo pero ya iluminaba al arroyo cuando llegué al puente. Allí, brillante, estaba el ave sobre un cable. Y después de años de espera, justo en el momento en que el martín pescador estaba más cerca de mi ventanilla entreabierta, se tiró. Primero cayó en picada con las alas bien cerradas como una flecha buscando la mayor velocidad posible; pero cuando estaba casi a un metro y medio de la superficie del agua abrió sutilmente sus alas para cambiar de dirección.

Pensé que durante su caída de casi diez metros el pez que anhelaba se movió y eso lo obligó a corregir su trayectoria. Luego de ese fugaz movimiento cerró sus alas de nuevo y tuvo una segunda caída. Con la cabeza dirigida hacia abajo rasgó la superficie del agua. Se sumergió con todo su cuerpo y enseguida salió con un pequeño pez plateado en el pico. Finalmente pude, desde una posición de privilegio y con buena luz, ver todo su movimiento de zambullida.

Pensé que para comer lo pescado volvería a su lugar de siempre: su percha en el cable. Pero sus intenciones eran otras. Apenas salió del agua voló frenéticamente hacia el norte manteniéndose muy cerca de la superficie del agua y sin dejar de batir sus alas. Recorrió de esa forma una distancia de más de 100 metros hasta que el ómnibus se alejó y dejé de verlo. En ese momento empezaba a desviarse buscando una de las orillas. De ese modo me mostró que su mundo era más grande que la suma de todos mis avistamientos anteriores y que allí había montes, nidos, pareja, huevos, crías, enemigos, noches, miedo, apuro, frío y refugios.

Ese ingreso violento y temerario a un mundo viscoso, frío, oscuro y asfixiante para luego emerger con su plateada recompensa me llenó de admiración y envidia. Mis zambullidas (de las cuales hay registro televisivo en dos episodios de Superhéroes de la física) siempre han sido muy pobres. Entonces el martín pescador se erigió para mí en un mito ornitológico comparable a la propia ave fénix.

Esa zambullida me evocó otra, en este caso humana, que describe la irlandesa Maggie O’Farrell en su libro autobiográfico Sigo aquí, una de las obras más recomendables que he leído, donde en cada capítulo narra una circunstancia en la que estuvo cerca de la muerte. En el capítulo titulado “Pulmones (1988)” dice:

“Estoy sentada ahí, en la fresca piedra volcánica del puerto, con los pies colgando por encima del agua, y noto el olor del hotel en el pelo [...] Una de las chicas propone que saltemos desde el muro al agua, pero eso no me inquieta particularmente [...] A los dieciséis años una se puede sentir tan inquieta, frustrada y asqueada por todo lo que le rodea que está dispuesta a tirarse al agua en la oscuridad desde una altura de quince metros [...] La caída es más veloz de lo que esperaba. Levanto una corriente de aire, como si se hubiera abierto súbitamente una puerta, y de pronto me envuelve otro mundo, el mar me traga. Me zumban los oídos, se me llena la nariz de agua, la sal me escuece en los ojos y la boca, la camisa flota a mi alrededor como unas alas. He debido caer un poco doblada, porque me duele un costado. El agua es negra: un negro absoluto, primigenio, afótico, sin una chispa de luz [...] Envuelta en agua, me doy cuenta de una cosa. Me falla la coordinación, me falla la orientación espacial”.

En este punto del relato ya sabemos que la situación se volvió muy peligrosa. Aunque, como fácilmente podríamos deducir, O’Farrell tuvo la gran fortuna de sobrevivir a esa zambullida. Cómo lo hizo es algo que nos cuenta en su libro y que prefiero no revelar aquí. En cualquier caso es claro que las zambullidas (de humanos o de animales) son un asunto serio.

La ciencia se zambulle

Recientemente se publicó en la revista Science Advances un trabajo de biomecánica (la disciplina científica en que investigo) en el que se busca entender los límites físicos a tener en cuenta en una zambullida. Allí, Anupam Pandey, de la Universidad de Cornell, y sus colaboradores estudiaron el momento del impacto contra la superficie del agua y los riesgos de lesión que esto implica. Para ello dividieron el problema en tres casos que se diferencian por las ecuaciones físicas que permiten calcular la fuerza del impacto.

Uno es similar al del martín pescador y otras aves como el alcatraz, que pescan lanzándose en picada desde alturas considerables. Ese caso se asemeja al de los clavadistas humanos que se lanzan hacia el agua con sus manos formando una flecha que impacta primero que el resto del cuerpo. Esto se puede modelar asumiendo para el animal una forma cónica con el vértice hacia abajo. Esta forma de entrar al agua produce una fuerza que crece lentamente mientras el animal se sumerge.

El segundo caso es similar al de los delfines y marsopas cuando reingresan de cabeza al agua luego de sus acrobáticos saltos. Es análogo a lo que le pasaría a una persona si se zambullera directamente de cabeza, algo que generalmente las personas evitamos hacer, pero que puede ocurrir en situaciones accidentales. En este caso la forma del animal se puede aproximar a la de una porción de una esfera. La fuerza en el momento del impacto crece rápidamente y resulta más exigente que en el caso anterior.

El tercer caso es similar al de los pies de la lagartija basilisco, capaz de correr sobre el agua gracias a las fuerzas que se generan en el impacto contra la superficie. Este caso es análogo al de un ser humano lanzándose al agua de pie, lo que solemos llamar el estilo “soldadito”. El impacto se puede describir desde el punto de vista físico como si se tratara de un plano que golpea contra el agua. En este caso la fuerza inicial también crece bruscamente, pero luego oscila de un modo bastante curioso.

En ese trabajo los investigadores estudian teóricamente mediante ecuaciones físicas cómo son las fuerzas esperadas en cada caso, pero también realizan experimentos para medir esas fuerzas y corroborar la teoría. Los experimentos son hechos dejando caer modelos a escala generados en impresoras 3D de las cabezas de un alcatraz y un delfín, el pie de un basilisco, y de personas cayendo de cabeza con las manos a los costados, con las manos hacia adelante en forma de flecha y cayendo de pie. A estos modelos a escala se conectó un sensor de fuerza y se realizaron medidas dejándolos caer de distintas alturas.

Lo primero que observaron es que, como esperamos, cuanto más alto sea el punto desde el que se salta mayor será la fuerza del impacto. Luego comprobaron que las analogías de distintas técnicas de zambullida humana con distintos animales también son correctas. La técnica usual de los clavadistas humanos (con las manos hacia adelante y unidas) se rige por la misma física que la del alcatraz (o el martín pescador de aquella mañana); una caída humana directamente de cabeza (con las manos a los costados) sigue la misma física que un delfín reentrando de cabeza al agua, y un humano lanzándose al agua en posición de “soldadito” genera el mismo tipo de fuerzas que un basilisco corriendo sobre el agua.

Pero en este punto los autores, conformes con su descripción física de los experimentos, se preguntaron qué puede enseñar todo esto sobre el riesgo que implica lanzarse al agua desde distintas alturas y en distintas posiciones. Si Maggie O’Farrell hubiera sabido esto, ¿se habría lanzado al mar desde aquellos 15 metros de altura? Si Charly García hubiera sabido de este trabajo, ¿se habría lanzado desde el piso noveno del hotel en Mendoza a una piscina a medio llenar en el segundo piso? ¿Les habría convenido usar una técnica de zambullida distinta?

Usando la cabeza

En el caso de caer golpeando el agua directamente con la cabeza es posible que se produzcan daños en el cuello y las vértebras cervicales así como en el cráneo. En el caso de golpear el agua con las manos en posición de punta de flecha se pueden producir lesiones en las clavículas y en los brazos. Al golpear el agua primero con los pies se pueden producir lesiones en las rodillas y también fracturas en huesos largos de las piernas como la tibia.

Los valores de fuerza aproximados que producen estas lesiones se han medido en experimentos con cadáveres. Esos experimentos han mostrado que las fuerzas que provocan estos daños pueden ser muy variables entre un individuo y otro (no todos somos iguales). Además, en el caso de personas vivas y con cierto entrenamiento, los músculos pueden activarse de modo de generar cierta protección adicional durante el impacto. Pero aun con esas incertidumbres se puede utilizar los valores más bajos de fuerza que son capaces de producir lesiones y de ese modo determinar los valores de altura máxima para practicar con confianza zambullidas con cada una de las técnicas.

Siguiendo estos métodos determinaron que el caso de la caída de cabeza es el más peligroso y la altura máxima sería de ocho metros (¡no, gracias!). Para la zambullida clásica con las manos en flecha hacia adelante la altura máxima es de 12 metros. Y para la zambullida “soldadito” la altura máxima es de... ¡15 metros! La altura que habría tenido aquel muro en el puerto desde el que O’Farrell se lanzó al mar siendo adolescente.

Una cuestión interesante es que la ventaja de esta última técnica no tiene que ver con que las fuerzas sean más bajas si caemos de pie. En realidad, la técnica del martín pescador de entrar al agua en forma de flecha es la que mantiene más acotadas las fuerzas. El motivo por el que caer de pie sea lo mejor para un ser humano es que nuestras piernas han evolucionado para soportar grandes cargas durante la carrera o el salto, pero no así nuestras cervicales o nuestros brazos. Para producir una lesión en las piernas presionándolas desde abajo se necesitan fuerzas entre dos y cuatro veces mayores que para hacerlo en las otras zonas anatómicas consideradas en el trabajo. Para el martín pescador la situación es distinta, y combina una técnica que reduce las fuerzas con las adaptaciones en su anatomía necesarias para soportar bien el impacto. No somos todos iguales. Pero estos valores merecen cierta discusión.

Más que números

Recordemos que O’Farrell en su zambullida, que por varios detalles deduzco que fue casi de pie, puso en serio riesgo su vida aunque el golpe con el agua no le haya producido ninguna lesión en las piernas. Eso tiene que ver con que el impacto, aunque no genere una lesión, puede tener otros efectos, como causar desorientación o una pérdida de conocimiento momentánea que estando debajo del agua podría tener consecuencias muy graves. Este es un motivo para no confiar excesivamente en que todo estará bien si nos lanzamos al agua desde las alturas de seguridad dadas en el artículo.

Otro detalle es que en diversas actividades deportivas de clavadismo las personas se lanzan desde alturas mayores a los 20 metros tanto con la técnica de caer de pie como con la de caer con las manos primero. Pero esto tiene que ver con que la resistencia de alguien entrenado y con sus músculos activos es claramente superior a la registrada en experimentos con cadáveres. Esto es algo que no viene mal recordar en muchas situaciones en que la ciencia da recomendaciones generales o produce afirmaciones que sólo tienen valor estadístico: no somos todos iguales. Pero aun así nos parecemos lo suficiente como para tomarnos con seriedad los límites de seguridad de origen estadístico que se nos recomiendan en trabajos como estos.

¿Y qué podemos decir de Charly García y su legendaria zambullida? En el breve video en el que se lo ve caer antes de desaparecer detrás del muro que ocultaba la piscina a medio llenar notamos que va en una posición que se parece bastante a una zambullida con los pies hacia abajo. Aunque está algo inclinado hacia atrás, es probable que el caso que se le parezca más sea el de la caída con el límite de seguridad de 15 metros.

En algunas fuentes periodísticas se habla de una altura de 20 metros y en otras de 16. En todas Charly se tiró del noveno piso y la piscina estaba en el segundo piso. Eso implica una altura de siete pisos de un edificio de hotel. La altura estándar de un piso de un edificio es de unos tres metros. Por tanto, su salto podría haber sido desde una altura cercana a los 20 metros, es decir, más allá del límite de seguridad recomendado en el trabajo de Pandey y colaboradores. Pero recordemos que las competencias regulares de clavadismo se hacen desde alturas superiores a los 20 metros y que la posición en que cayó Charly parece muy cercana a la más segura.

Charly también ha comentado que antes de saltar tomó una serie de precauciones y realizó algunas pruebas lanzando objetos desde el balcón para determinar la velocidad inicial necesaria para poder caer dentro de la piscina. Y además no somos todos iguales.

Pero más allá de los márgenes de seguridad que la física y la biomecánica nos permiten establecer, ¿qué sentido tiene hacer algo que puede ser potencialmente tan peligroso? O’Farrell dice respecto de sus motivos para tirarse al agua: “Lo que me saca de la monotonía cotidiana de mi vida de adolescente es más bien el anhelo de hacer algo, cualquier cosa. Es el impulso de diferenciar este día de la interminable cadena de días que estoy viviendo. Es el deseo de sumergirme en el agua, ese otro elemento, esa forma oscura y cambiante que se mueve al pie del muro del puerto”.

En el caso de Charly García se ha hablado mucho sobre sus motivos. Aunque, tratándose de un ser humano que a la vez es una estrella de rock, yo elijo quedarme con dos de las versiones: la más pública y tal vez la más íntima.

La más pública es ineludible y tiene que ver con la canción “Me tiré por vos”, que aparece en el álbum Sinfonías para adolescentes, que fue el regreso de Sui Géneris en el año 2000, unos meses después de la histórica zambullida. Allí, hablando directamente a sus jóvenes seguidores, Charly niega algunos motivos que él mismo había sugerido y nos presenta como motivo principal aquel al que se debe toda estrella rock: dar un mensaje a su público.

“Estaba muy aburrido / En mi Mendoza fatal / Dije, ¿qué me falta ahora? / Sólo aprender a volar / Mirá, pendejo, me tiré por vos / Yo tengo todos los discos / Y la actitud radical / Quise enseñarle a los chicos / La última oportunidad // Me tiré por vos, no por la fama / Me tiré por vos, no por la cana / Me tiré por vos, no por los médicos / Me tiré por vos, no por dinero Me tiré por vos, no por tu hermana / Me tiré por vos”.

La otra explicación que prefiero es una más íntima que nos revela el polifacético físico argentino Alberto Rojo en su libro La física en la vida cotidiana: “‘¿Sabés por qué me tiré del balcón?’, me preguntó Charly en una sesión musical que compartí con él. ‘Para demostrar que no somos todos iguales’”.

Los motivos de Maggie y Charly para zambullirse son los mismos que un ave intemporal y generosa me ofreció aquella tardía mañana de solsticio: ¡Ernesto, escuchame bien! No somos todos iguales. Este día es distinto. No tengas miedo a los cambios. Si un día dejás de verme, acordate de esto. Me tiré por vos. No te olvides. Nunca.

Artículo: “Slamming dynamics of diving and its implications for diving-related injuries”
Publicación: Science Advances (julio de 2022)
Autores: Anupam Pandey, Jisoo Yuk, Brian Chang, Frank Fish y Sunghwan Jung.