Para ser un país modesto, Uruguay sabe hacerse lugar en los listados de naciones, tanto por buenas como por algunas no tan deseadas razones. Un ejemplo de las últimas es que, junto con Argentina, encabezamos la lista de mayor consumo de alcohol per cápita del planeta. Como queriendo contrarrestar tal exabrupto, Uruguay también es uno de los países con mayor consumo de lácteos por persona, con algunas estimaciones que indican que en este territorio consumimos, en diversos productos, entre 230 y 260 litros de leche por persona al año. El dato, y el artículo científico que provocó esta nota, nos llevan a un tema fascinante, pues es un ejemplo patente de la evolución en tiempo real del ser humano.
Llamado algo así como “Polimorfismos de ADN asociados a persistencia de lactasa, síntomas autopercibidos de intolerancia a la lactosa, consumo de leche y lácteos y ascendencia en población uruguaya”, el artículo publicado por Raúl Germán Negro, Gonzalo Figueiro, Sara Flores, Patricia Mut y Mónica Sans, del Departamento de Antropología Biológica de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República (Udelar); Yasser Vega, Lorena Luna y Elizabeth Ackermann, del Polo de Desarrollo Universitario sobre Diversidad Genética Humana del Centro Universitario Regional Noreste Tacuarembó, también de la Udelar, y Ángel Carracedo y María Torres, del Grupo de Medicina Genómica del Centro en Red de Enfermedades Raras (Ciberer) de la Universidad de Santiago de Compostela, España, nos deparará varias sorpresas.
Tolerantes e intolerantes
Los humanos somos mamíferos. Y haciendo honor al nombre que le pusimos al grupo, nos valemos de glándulas mamarias para producir leche, un líquido esencial para los primeros meses de vida. Como el resto de los mamíferos, los humanos somos amamantados durante la etapa inicial de nuestra infancia. Sin embargo, después del destete, y al igual que el resto de nuestros congéneres mamíferos, la mayoría de nosotros vamos perdiendo la capacidad de procesar la lactosa, el principal azúcar que contiene la leche.
Para lidiar con la lactosa, contamos con la ayuda de una enzima, la lactasa, que actúa en el intestino delgado y descompone a este glúcido complejo en dos monosacáridos, la glucosa y la galactosa, permitiendo así aprovechar toda la energía de ese alimento. Pero, a medida que los mamíferos crecemos, la actividad de esa enzima comienza a disminuir, al punto de que de adultos ya no logramos asimilar la lactosa. Esta incapacidad de digerir la lactosa genera distintos malestares, ya que esta llega sin procesarse al colon, donde comienza a fermentarse, produciendo desde pequeñas molestias como flatulencias o dolor abdominal, hasta grandes malestares, como diarreas, mareos y vómitos. En biología, y ni qué decir en el intestino, también es bueno eso de estar en el lugar indicado en el momento indicado.
Pero a los seres humanos nos encanta eso de andarnos diferenciando de los otros mamíferos con los que compartimos la inmensa mayoría del camino evolutivo que recorremos desde hace más de 3.800 millones de años, cuando vivió lo que se conoce como LUCA, el Último Ancestro Común Universal de todas las formas de vida que hoy pueblan la Tierra (LUCA, por su sigla en inglés, es más ganchera que UACU, la que cabría si usáramos el español). Y, entonces, en esto de querer ser distintos, alrededor de 32% de los humanos adultos desarrollaron un truco que, por ahora, no se ha detectado en otros mamíferos: son capaces de descomponer la lactosa durante toda su vida. A esa capacidad se le llama “persistencia de la lactasa”, porque justamente esa enzima descomponedora de la lactosa es testaruda y sigue desensamblando al azúcar de la leche más allá de la infancia. Aquellos que no adquirieron este truco pueden presentar lo que se llama “intolerancia a la lactosa”, pero, como es raro definir una intolerancia en base a algo que es demasiado común, se emplea también en medicina el concepto de “mala absorción de la lactosa” (aunque, nuevamente, sería una absorción corriente y deficiente de la lactosa, debiéndose, en su lugar, denominar “sorprendentemente buena absorción a la lactosa” a la que presentan quienes tienen persistencia de la actividad de la lactasa).
Hacer foco sobre la tolerancia a la lactosa es casi como ver a la evolución actuando en tiempo real, ya que esta capacidad de digerir la leche durante la vida adulta es una adquisición extremadamente reciente en el Homo sapiens, una especie que lleva unos 300.000 años en el planeta. La historia es más o menos como sigue.
Un truco nuevo
Hace entre unos 12.000 y 6.000 años la humanidad vivió una gran revolución. No se llevó a cabo de un día para otro ni se dio en todas partes al mismo tiempo, pero, poco a poco, muchos de los grupos que hasta ese entonces habían subsistido de la caza y la recolección comenzaron a afincarse en el territorio, valiéndose para ello de la domesticación de plantas y animales.
A algunos humanos curiosos se les ocurrió recurrir a la leche de otros mamíferos, como las cabras o los bovinos, para subsistir a lo largo de sus vidas. Hay evidencia arqueológica que muestra que en sitios de Asia de unos 10.500 años de antigüedad la proporción de animales hembras era mayor que la de machos, un indicador de su uso para obtener leche, o restos que apuntan a su consumo datados en unos 8.500 años en Turquía, hace unos 7.900 años en Rumania, o 6.100 años en Gran Bretaña.
El cuento simple de la evolución sería más o menos así: aquellos humanos y humanas que no lograban procesar la lactosa, la pasaron mal en comparación con quienes sí lo hacían. Y, en la evolución, los que pasan mal no dejan demasiada descendencia. Quienes tenían una mutación rara que les permitía digerir bien el azúcar de la leche y sacarle todo su provecho energético, corrieron con ventaja. Al estar mejor nutridos y ser más saludables, los mutantes lactofriendlies se reprodujeron con mayor éxito que los viejos y tradicionales humanos que tomaban leche sólo durante la primera infancia. El gen raro que les permitía procesar la lactosa les confería más chances de pasar sus genes a la próxima generación. En época de hambrunas y pocos recursos, esto debió haber marcado una gran diferencia. La evolución, selección natural mediante, jugó sus cartas, y al tiempo las poblaciones pastoriles de partes de Asia y Europa estaban conformadas por personas que, en su mayoría, tenían la enzima lactasa en abundancia durante la adultez, lo que les daba el poder mutante de alimentarse de la leche durante todas las etapas de la vida. Lo mismo sucedió en partes de África, donde los humanos encontraron en la leche animal y la ganadería un aliado para su alimentación.
“El mecanismo exacto por el cual se produjo la selección, por lo menos en Europa, siempre ha sido y sigue siendo tema de debate”, comenta Raúl Germán Negro, primer autor del trabajo publicado en la revista American Journal of Human Biology, y que es tan raro como la mutación que permitió digerir la lactasa: en 2002 se recibió de veterinario, pero como quería profundizar en algún otro campo de conocimiento, en 2012 se anotó en Antropología, en la Facultad de Humanidades, donde terminó haciendo una maestría, tutoreada por Mónica Sans, tras enamorarse de su curso de Antropología Biológica. Este trabajo sobre la lactosa y los genes es consecuencia de la investigación que realizó para su tesis. Habiendo aclarado esto, volvamos a la mutación del ser humano sin asombrarnos porque nuestro entrevistado nos reciba en el laboratorio veterinario Miguel Rubino del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca, su lugar de trabajo.
“Desde un principio, cuando el humano adquirió la cultura de criar animales para obtener leche, se sabe que enseguida comenzó a procesar derivados. Y los derivados de la leche, como el queso, tienen poca lactosa. Entonces la ventaja de tener esta mutación que permite digerir la lactasa, ante los que comen derivados de la leche, no sería tal”, explica Raúl Germán. “En un trabajo que salió el año pasado se plantearon un par de mecanismos que tienen que ver con que, en el Neolítico, cuando las poblaciones comenzaron a ser más sedentarias y a vivir más hacinadas, había muchas enfermedades, mucha diarrea, alternada con períodos de escasez de alimentos. Y dicen que ahí es cuando se podría volver ventajoso tener esta mutación, porque quien tenía la mutación tomaba leche y la podía procesar bien, pero los que no, como ya tenían un cuadro de diarrea y malnutrición, podrían haber sido perjudicados”, agrega.
El trabajo al que refiere es claro: el consumo de leche y lácteos en Asia y Europa, donde se centra la investigación, antecedió a la aparición de la tolerancia a la lactosa por varios miles de años. Y también da otro dato: actualmente, países como China, donde la tolerancia a la lactosa es muy baja en la población, está aumentando su importación y consumo de leche fresca. El sólo hecho de no poder procesarla no sería motivo suficiente para que se seleccionaran quienes sí podían. Y entones apuntan a dos factores: la coexistencia con otros patógenos debido al uso de animales domésticos y a una vida más sedentaria y de mayor contacto interpersonal, y la alternancia con períodos de hambruna por afectaciones de los cultivos, donde la leche se volvía más importante.
“Las hambrunas, la concentración de la gente y el paso de enfermedades, no en forma continua sino episódica, son lo que habrían llevado a la selección de esta mutación que permite procesar la lactosa pasada la etapa del amamantamiento”, resume Raúl Germán. “Fue una selección rápida. Pasó de ser una mutación rara a ser en la Edad Media la variante dominante en muchos países de Europa”.
Esta mutación que permite la persistencia de la actividad de la lactasa para digerir la lactosa fue localizada por la ciencia molecular. Se aloja en el cromosoma número 2, y, en la mutación producida en Europa, el alelo responsable de ello es identificado como T-13910. En otras partes donde la humanidad se amigó con la leche, los alelos son otros, como el G-13915 reportado en Asia, o el T-1401o en partes de África. Las primeras detecciones de este alelo se encontraron en cazadores recolectores de Escandinavia de hace entre 5.400 y 3.400 años, con una prevalencia de 5%, y entre 5.000 y 4.500 años, con una prevalencia de entre 11% y 26% en granjeros tempranos del Neolítico del noroeste de España. Miles de años después, se volverían más frecuentes en partes de la población europea en las regiones donde los lácteos eran importantes. Y, con ese preámbulo, nos venimos a Uruguay y al objeto del artículo publicado.
¿Y por casa cómo andamos?
En el trabajo los investigadores se proponen ver qué pasa a nivel genético con esta variante que está en el cromosoma 2 y la ancestría de la población de Uruguay. O, como dicen, “pretende contribuir a la comprensión de la relación de algunos factores genéticos involucrados en la tolerancia a la lactosa con el consumo de leche y productos lácteos en Uruguay, país latinoamericano con uno de los mayores consumos per cápita de leche a nivel mundial según el Ministerio de Ganadería y Agricultura”.
Al respecto, desnudan qué era lo que esperaban: “Buscaremos encontrar que C/T13910 presenta una frecuencia más alta en comparación con otras poblaciones latinoamericanas y más baja que las poblaciones europeas, relacionado con las diferencias en las proporciones de ascendencia europea, africana y nativa americana entre las regiones uruguayas”. Dicho de otra manera, ya que consumimos mucha leche y que tenemos un alto componente europeo en nuestros genes, deberíamos estar en un lugar intermedio respecto a la presencia de este don de procesar la lactasa entre lo que sucede en partes de Europa y lo que pasa en otras regiones de Sudamérica.
En el artículo señalan que trabajaron con muestras de sangre y saliva de personas de Tacuarembó y de personas de Montevideo y Maldonado. Y entonces allí lo primero que uno esperaría encontrar es que en la población de Tacuarembó, que, como otra del norte del Río Negro, es la que se ha reportado con mayor ancestría indígena, la variante tolerante a la lactosa de origen europeo sería menor que en la población del sur del país, donde la gente tiene un mayor aporte europeo a sus genes. Dado que los indígenas de América no eran consumidores de leche, uno diría que las personas del norte del Río Negro tendrían menos tolerancia a la lactosa.
Pero lo que muestra el trabajo es que el mundo es más complejo de lo que podemos llegar a pensar en primer lugar. “Se ve una tendencia de que hay menor frecuencia de ese alelo en las muestras del sur que en las del norte, aunque no es estadísticamente significativa”, comenta Raúl Germán.
Como reportan en el trabajo, en la población de Tacuarembó analizada “el alelo europeo asociado a la persistencia de lactasa T-13910 mostró una frecuencia de 33%”. Pero, en las secuencias genéticas analizadas de 38 personas de Montevideo y Maldonado, el alelo europeo tuvo una frecuencia de 28%, algo “ligeramente inferior a la observada en Tacuarembó”. ¿El norte, con más componentes indígenas en sus genes, tenía más alelos europeos de esta mutación favorable para el consumo de leche fresca que el sur, que tiene mayor ancestría europea? ¿Qué podía haber pasado?
Europa no es una sola
Mi perplejidad no es sólo mía. “No fue un resultado que esperáramos encontrar”, confiesa Raúl Germán. Pero eso no implica que no podamos intentar explicarlo de una forma en que toda la información que tenemos calce de forma relativamente elegante. “Ahí es cuando entramos a ver cómo estaban conformadas las poblaciones en relación a su ancestría europea”, dice Raúl Germán sabiendo que soy -¿somos?- todo oídos.
“La población de Tacuarembó tiene un fuerte aporte de Brasil, y Brasil obviamente tiene un fuerte aporte de Portugal y de España”, explica. Y entonces agrega un dato a incorporar a la conversación: “En Portugal, la frecuencia de este alelo anda por el 40%”. En Montevideo y Maldonado, la cosa podría ser distinta.
“En el sur tenemos más aporte italiano, y en Italia este alelo tiene una frecuencia que varía según la zona, pero en algunos lugares de Italia es menor al 5%”, dice Raúl Germán justificando todas mis rabietas para no tomar leche en estos 48 años que llevo de vida (mi segundo apellido es Bertullo y el cuarto Rochinotti), aunque uno sepa que no está bien andar escogiendo información que coincide con lo que queremos escuchar para justificar nuestro comportamiento. Pero, así como uno no quiere caer en un sesgo cognitivo, llamado cherry picking o ‘falacia de evidencia completa’, Raúl Germán tampoco quiere que esto que comenta se use como explicación emergida de la evidencia del fenómeno observado.
“Si bien no tenemos evidencia para decir que lo que observamos se deba a esto, hipotetizamos que esta diferencia podría ser lo que explica lo que vimos. En el sur podría haber un mayor aporte italiano que en el norte, lo que se estaría traduciendo en una menor frecuencia del alelo mutante en el sur. Si bien no hay evidencia para decir que eso es así, es una hipótesis que se podría investigar”, señala.
El trabajo, entonces, arroja pistas para pensar que dependiendo de con qué europeos se mezclaron las poblaciones originarias de América, esta tolerancia a la lactosa estará más presente o no. Aquí, en este muestreo puntual, personas de una región que tiene mayor ancestría indígena resultaron tener más persistencia de la actividad de la lactasa que las personas del sur, que, si bien tienen más aportes europeos, podría ser más tana en su relación con la leche.
“Cuando te ponés a comparar los resultados con datos del sur de Brasil, son bastante parecidos”, enmarca Raúl Germán. “Por otro lado, en nuestra muestra de la población de Tacuarembó el aporte europeo rondó, en promedio, el 80%, es decir que no fue bajo”, agrega. “También sucede que allí el aporte indígena es mayor por el lado de la línea materna”.
En el trabajo no ven que haya un peso muy grande, por lo menos en estos alelos para procesar la lactosa, de si la ancestría indígena se da por vía paterna o por vía materna (la revelada por el ADN mitocondrial). Lo que viene mostrando la antropología biológica es que en el caso de este intercambio sexual que dejó descendencia entre indígenas y europeos, no siempre consentido, aquí lo más frecuente fue que quien aportaba el espermatozoide fuera europeo y quien aportaba el óvulo fuera indígena. Eso parece no incidir en el caso de este alelo europeo de tolerancia a la lactosa.
“Se ve cierta tendencia a que haya más aporte europeo en las personas que tienen la mutación que en los que no la tienen, pero no es estadísticamente significativo”, comenta Raúl Germán.
Los síntomas
Otra cosa interesante del trabajo es que, en aquellas personas que reportaron que tenían intolerancia a la lactosa, los síntomas citados fueron en su mayoría leves. “Se da que hay gente que no tiene lactasa y sin embargo no presenta síntomas. No siempre la falta de lactasa implica que tomes leche y tengas molestias o síntomas. La mayoría de los síntomas que reportan los que sí los tienen son estos que reportamos en el trabajo”, dice Raúl Germán.
En el artículo se señala que “29% de los individuos reportaron síntomas atribuidos a la ingestión de leche fresca”, siendo los más frecuentes el dolor abdominal (16 personas), la hinchazón (13 personas) y las flatulencias (diez personas).
“Lo interesante que encontramos es que hay asociación entre el fenotipo y el consumo de leche fresca, pero no del consumo de derivados. Eso refuerza un poco la idea de que lo que está actuando acá es efectivamente una intolerancia a la lactosa, ya que los derivados no tienen tanta lactosa. Algún queso untable puede tener, pero los quesos en general tienen muy poca. Los yogures tienen, pero no producen intolerancia. En el consumo de esos productos no encontramos asociación significativa entre los que tenían y no tenían la mutación, algo que sí vimos con el consumo de leche fresca”, dice Raúl Germán.
Como dice el artículo, “como era de esperar, la frecuencia de consumo de leche fresca difirió notablemente en los dos grupos, con más del 60% de los tolerantes a la lactosa declarando una ingesta diaria, mientras que sólo el 6% de los intolerantes a la lactosa informaron una ingesta diaria”. Pero, en el caso de los productos lácteos, “ambos grupos mostraron frecuencias diarias similares”, 28,6% en los tolerantes y 25,7% en el caso de quienes se declararon intolerantes a la lactosa.
“Y vimos también que quienes tenían la mutación, más allá de cómo se declararan, tendían a tomar más leche que quienes no la tenían”, agrega Raúl Germán. “En este trabajo, que es como un puntapié, una primera aproximación, los resultados sugieren que en Uruguay, a diferencia de lo observado en otros países, como en Chile, el genotipo sí influye o está asociado con el consumo de leche fresca”.
Más que genes
Como muestran las hipótesis sobre cómo se habría seleccionado este alelo que permite a los adultos procesar el azúcar de la leche, las respuestas a todas nuestras conductas no están en los genes. Sin el cambio en la forma de obtener alimento, la domesticación de animales y plantas, el sedentarismo, y períodos de hambrunas y abundancia de patógenos, nos perdemos parte de la película. Más aún cuando en el ser humano, además de la información que se pasa por los genes, hay otra igual de importante que se pasa culturalmente. Por más que tus genes sean unos, si en tu comunidad culturalmente se toma leche, es probable que tomes leche. No sólo estamos en una cultura donde la leche es un alimento muy bien considerado, sino que además usamos al ganado para definirnos. Comer carne y tomar leche aquí pesa y forma parte de nuestra idiosincrasia.
“Además, en Uruguay la leche se sigue recomendando como un buen alimento, más allá de que ahora ha surgido toda una serie de trabajos que cuestionan un poco el consumo de leche fresca en personas adultas”, comenta Raúl Germán. “La leche tiene micro ARNs que no se destruyen con la pasteurización y que interactúan con mecanismos de señalización celular. Y se ha visto que eso se asocia con algunos riesgos incrementados de algunas patologías, como acnés o algunos tipos de cáncer. Por otro lado, la leche es buena para otras cosas, tiene asociaciones positivas, señalándose que brindaría protección ante enfermedades cardiovasculares y otros tipos de cáncer”, dice.
Y entonces un artículo científico de menos de 20 páginas nos hizo recorrer decenas de miles de años. Tal el poder de la ciencia, una disciplina narrativa que, poniendo la lupa en pequeños detalles, busca contar quiénes y qué somos, y qué es todo eso que nos rodea. La historia de la vida en el universo también está en una gota de leche -y en lo que le pasa cuando llega al colon-.
Artículo: DNA polymorphisms associated with lactase persistence, self-perceived symptoms of lactose intolerance, milk and dairy consumption, and ancestry, in the Uruguayan population.
Publicación: American Journal of Human Biology (enero, 2023).
Autores: Raúl Germán Negro, Gonzalo Figueiro, Sara Flores, Patricia Mut, Yasser Vega, Lorena Luna, Elizabeth Ackermann, Pedro Hidalgo, Ángel Carracedo, María Torres y Mónica Sans.
Artículo: Dairying, diseases and the evolution of lactase persistence in Europe.
Publicación: Nature (julio, 2022).
Autores: Richard Evershed et al.