Podría ser el argumento de una película de ciencia ficción, plagada de aventuras y personajes con características bien diferenciadas para condimentar un poco la trama. Siete especialistas de áreas distintas se embarcan en un viaje científico con más de 1.000 muestras de organismos representativos del lugar donde viven, en un periplo que podría ser transformador no sólo para ellos sino para toda su comunidad científica.

Hay biólogos, taxónomos, bioquímicos, botánicos, especialistas en biotecnología, entomólogos. Llevan tejidos y muestras de ADN de mamíferos, plantas, macroinvertebrados, insectos, arácnidos, parasitoides, lombrices, bacterias, algas, hongos y protozoos, entre otros organismos.

Si la descripción correspondiera realmente a una película de ciencia ficción, llevarían también algún robot o una inteligencia artificial con tendencias homicidas o alguna muestra viva capaz de escapar de su confinamiento con resultados desastrosos. De hecho, variaciones de esos mismos argumentos se dan en los films Planeta rojo, El marciano y Vida.

El argumento podría corresponder también a una película basada en las grandes expediciones científicas de la Era de la Ilustración, aunque en este caso su objetivo no es traer muestras de flora y fauna al país sino exactamente lo contrario.

Nada de eso ocurre en este caso, porque los especialistas son representantes reales de casi todas las instituciones uruguayas relacionadas con la biodiversidad, como la Facultad de Ciencias, el Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable (IIBCE), la Facultad de Agronomía, el Ministerio de Ambiente, el Museo Nacional de Historia Natural (MNHN), el Laboratorio Tecnológico del Uruguay (LATU) y el Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria (INIA).

No se dirigen a Marte sino a la Universidad de Guelph en Canadá, más precisamente al laboratorio del biólogo Paul Hebert, conocido como el padre del barcoding de ADN (o código de barras de ADN). Su objetivo es justamente hacer un curso de dos semanas en esa disciplina a partir del 20 de marzo de 2023 y, de paso, generar las secuencias de barcoding de todas las muestras que llevan.

Para entender qué es exactamente el barcoding, por qué es revolucionario y por qué el viaje de estos siete investigadores es fundamental para nuestra ciencia hay que embarcarse en otro viaje: uno que nos lleva al pasado.

La enciclopedia de la vida

En el principio, era el caos. Aunque la Biblia hace lucir muy fácil el asunto de nombrar organismos (cualquier cosa que se le ocurriera a Adán venía bien, casi literalmente), clasificarlos y darles nombres universalmente válidos constituye un dolor de cabeza para la humanidad desde hace miles de años. En épocas en las que se creía que sólo había unos cientos de especies en el mundo, era más sencillo pensar que era posible clasificar a todas con rapidez o guardar un par de ejemplares de cada una en el arca de Noé.

Durante siglos los científicos usaron distintos sistemas taxonómicos y larguísimos nombres en latín para cada especie, a los que iban agregando palabras a medida que se ampliaba el conocimiento de la vida en la Tierra. Así ocurrió hasta que llegó la revolución taxonómica del naturalista sueco Carl Linnaeus, que en el siglo XVIII ordenó e internacionalizó nuestro conocimiento del mundo natural al crear la nomenclatura binominal que dio nombre y apellido a los seres vivos (el primero designa el género y junto al segundo se forma el nombre completo de la especie, como Homo sapiens o Canis lupus).

El sistema linneano se sigue usando hasta hoy, con cambios y mejoras, pero no resolvió todos los problemas para los taxónomos. Antes de nombrar a una especie hay que poder identificarla, una obviedad que no lo es tanto cuando se usa solamente el análisis morfológico. Es que la apariencia no es todo, una máxima útil para la vida y también para la taxonomía. Pensemos, por ejemplo, en la convergencia evolutiva: hay especies que no tienen relación de parentesco pero parecen casi idénticas, simplemente porque la evolución les brindó independientemente características físicas muy similares como solución para los mismos problemas (por ejemplo, erizos y puercoespines, cuyos pelos evolucionaron en armas defensivas)

La revolución del ADN fue el siguiente hito para la taxonomía. La posibilidad de secuenciar la información genética que llevamos en nuestras células, que es distinta para cada especie, fue un paso enorme para la identificación de los seres vivos (entre muchísimas otras cosas), pero tuvo también sus desafíos. Las secuencias de ADN son larguísimas y las de algunas especies son además muy parecidas.

Vuelve a escena el canadiense Paul Hebert, que nos regresa al comienzo de esta historia con la invención del barcoding de ADN. En 2003, Hebert propuso estandarizar el uso de secuencias cortas de ADN para determinar especies de forma rápida. El éxito de su idea residía en buscar una región corta que resultara suficientemente distintiva para discriminar entre especies, aunque muy a pesar de Hebert quedó claro que no existe una sola secuencia universal, una suerte de santo grial del ADN que funcione para diferenciar a todos los seres vivos. Con el tiempo se han ido buscando regiones adecuadas para usar con los distintos grupos de organismos.

El supermercado de la vida

Para ayudar a entender la utilidad de su proyecto, Hebert empleó la analogía del código de barras. Esa secuencia corta de ADN permitiría identificar especies rápidamente del mismo modo que el escáner de un cajero de un supermercado usa el código de barras de un producto para reconocerlo.

La idea fue revolucionaria y permite muchísimas aplicaciones prácticas. El procedimiento consiste en usar una pequeña muestra de tejido de un ejemplar, aislar la región genética aplicable para el código de barras de ADN y obtener su secuencia. Luego se la coloca en la base de datos de un sistema online (por ejemplo, Barcode of Life Data Systems: BOLD) junto a la información del ejemplar de referencia, y queda lista para consulta.

Si la base de datos es completa, bastará con correr la secuencia de un organismo para identificar la especie o, en caso de que no figure allí, investigar más a fondo para descubrir si se trata de una nueva especie. El problema es que todo esto requiere un laborioso y costoso trabajo previo, que es el de generar la información de referencia con los métodos de un buen taxónomo: describir cada especie y asociarla a una secuencia de barcoding. Es, básicamente, crear el gran catálogo del supermercado de la vida. O una enorme biblioteca, por usar términos menos comerciales.

Silvina Piastri y Ary Mailhos colectando pastos. 
Foto: Mauricio Bonifacino

Silvina Piastri y Ary Mailhos colectando pastos. Foto: Mauricio Bonifacino

Actualmente, la base BOLD contiene más de 12 millones de secuencias de barcoding, correspondientes a cerca de 350.000 especies. No son números nada malos, pero están un poco desbalanceados. América del Sur tiene grandes baches de información, y Uruguay, auténticos cráteres. Nuestro país sólo cuenta con 1.123 secuencias registradas, correspondientes a 318 especies.

Si la base de barcoding de Uruguay fuera un supermercado estaría abrumada por reclamos de defensa del consumidor. Irías con tu carrito lleno de productos hasta la caja y el escáner fallaría siempre. Reconocería algún artículo muy de vez en cuando, pero para el resto necesitarías examinar cuidadosamente cada producto, distinguir bien qué es y buscar el precio. Las colas demorarían horas. La base uruguaya de barcoding se parecería peligrosamente a un supermercado chiquito del este en plena temporada veraniega.

Es una pena, porque contar con una buena biblioteca de barcoding de ADN tiene aplicaciones muy valiosas para el conocimiento de la biodiversidad y también para nuestra economía. Esta expedición interinstitucional que parte rumbo a Canadá, sin embargo, puede comenzar a cambiar una historia que para Uruguay es bastante reciente.

¿La base está?

“Yo quería avanzar en el estudio de ecología molecular, por ejemplo, estudiar la dieta de mamíferos a través de barcoding, y descubrí que no tenía base de referencia. Eso me obligaba a retroceder 20 casilleros para hacer lo que quería. Pero como elaborar una base de referencia no responde específicamente a una pregunta de investigación, a varios científicos se nos complicaba conseguir fondos para invertir en eso”, cuenta la bióloga Mariana Cosse, integrante del Departamento de Biodiversidad y Genética del IIBCE.

“Esta es una herramienta muy poderosa. Gracias al desarrollo de técnicas de secuenciación de ADN en paralelo o secuenciación masiva, el interés en identificar fragmentos de organismos es hoy enormemente variado. Va desde distinguir una yerba, saber qué tiene un paté, comprobar si hay alas de mosca en una salsa de tomate, a cosas como el estudio de la dieta del ganado en los pastizales, que es lo que vende Uruguay. Si vos querés analizar eso anatómicamente, sin barcoding, es un laburo bárbaro, muchísimo más complejo que hacer una base de referencia de datos de ADN de los pastos. Nadie duda de la utilidad de esto, pero hay una resistencia para gastar plata en hacer esa biblioteca inicial”, agrega el ingeniero y taxónomo Mauricio Bonifacino, docente de la Facultad de Agronomía.

Mariana y Mauricio son parte del Consorcio Uruguayo de Código de Barras, que más que una organización interinstitucional es un “grupo de amigos” formado por científicos que fueron gravitando hacia un centro común al descubrir que tenían los mismos problemas en sus investigaciones. Se asociaron para colaborar en el armado de esa base de referencias y buscaron financiamiento con suerte dispar.

Mauricio y Mariana, por ejemplo, lideran un proyecto que obtuvo el Fondo María Viñas y que trabaja sobre dos modelos: el de pastizales de alto poder forrajero y el de los parasitoides. Su objetivo fue generar una base de referencias y “hacer un par de ejercicios para mostrar su aplicación, que fue cuando se pudo conseguir un financiamiento para avanzar”, dice Mariana.

“En ese contexto de ver qué es relevante estratégicamente para Uruguay y qué lo identifica, como las vacas que comen en pastizales naturales en lugar de en feedlot, pensamos en qué pasaría si ponemos a disposición del complejo ganadero una herramienta que le permita dar un certificado bona fide de lo que un animal comió y de dónde salió la carne”, explica Mauricio, que para hacerlo un poco más gráfico puntualiza: “Ellos tienen el problema de que para hacer estudios de dieta de las vacas necesitan identificar lo que hay en la bosta. Si hay un laboratorio al que pueden llevar una bosta y les dicen qué comieron, el valor que tiene para ellos es increíble”.

En este caso, la financiación se consiguió gracias a que había un beneficio productivo evidente, pero las aplicaciones son muchas. “Tener una buena base de referencia te genera una información impresionante de las bostas de vacas, pero también de los pólenes en la miel, de la diversidad de mamíferos en cerritos indígenas, de la detección de especies invasoras a través de muestras de agua o la adulteración de productos, entre muchas otras cosas”, aclara Mariana.

Para Uruguay esta es una aventura necesaria pero muy reciente. La primera iniciativa para una base de referencia de secuencias de barcoding a escala país fue impulsada en 2014 por el entonces ministro de Educación y Cultura Ricardo Ehrlich al regresar de un viaje a Washington con el expresidente José Mujica. Consiguió un acuerdo con la Smithsonian Institution –el otro gran nodo de barcoding a nivel mundial, además del de Paul Hebert–, pero el proyecto avanzó poco y quedó trunco.

En 2018, con el financiamiento del Convenio de Diversidad Biológica, se organizó un curso del Programa de Desarrollo de las Ciencias Básicas (Pedeciba), el IIBCE y la Universidad de la República que permitió avanzar con la creación de un nodo nacional de barcoding. La Secretaría Nacional de Ciencia y Tecnología nucleó ese movimiento y con fondos del Centro Internacional de Investigaciones para el Desarrollo (de Canadá) y de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (ANII) se logró que siete instituciones realicen el curso en el laboratorio de Paul Hebert, pensado específicamente para ellos. La pandemia congeló los planes a comienzos de 2020, pero la expedición saldrá finalmente en marzo de este año.

Ejemplar de Andropogon glaucophyllus.

Ejemplar de Andropogon glaucophyllus.

Un viaje especial

“A mí me gusta decir que para el conocimiento de nuestra biodiversidad este un viaje especial, por especie y por espacio. Si todo sale bien, mejoraremos mucho nuestra base muy pobre de secuencias de barcoding, porque cada uno de los viajeros lleva entre 100 y 200 muestras generadas por su institución. Yo lo veo como un hito en el que siete personas que nos representan van a generar una información de altísimo valor para empezar a apropiarnos de nuestros recursos naturales”, se ilusiona Mariana.

Para Mauricio, “el simbolismo del viaje no es menor, porque implica una multidisciplinariedad e interinstitucionalidad notables”. “Que sea en el contexto de formación de jóvenes, que luego van a poder hacer una difusión horizontal de lo que aprendieron, es una instancia muy interesante. Y no hay que olvidar que el aporte de secuencias de ADN será muy grande; en plantas llevan casi 10% de la flora uruguaya”, agrega.

Las muestras se eligieron a partir de los intereses de los investigadores de cada institución. Por ejemplo, quienes trabajan con mamíferos llevarán muestras con tejidos que hay en la colección del MNHN. Los expertos en plantas priorizaron hacer primero barcoding de pastizales, “porque son relevantes desde la biodiversidad y la explotación comercial, además de ser una marca de Uruguay”, cuenta Mauricio. La lista es amplia e incluye el estudio de parásitos de peces, lombrices nativas o invertebrados acuáticos que funcionan como buenos indicadores de la calidad del agua.

Para ambos investigadores, este viaje será fundamental para que Uruguay comience a tener soberanía sobre sus recursos biológicos, los conozca, los catalogue y también los use para “desarrollos muy poderosos”. Un ejemplo es la investigación que el biólogo Arley Camargo lleva a cabo en el Centro Universitario Regional (Cenur) Noreste con las mieles. “Hoy en día nos rebotan algunas mieles de exportación porque parece estar adulterada por el agregado de azúcares, pero todo indica que se trata de un mielato, que incluye azúcares naturales de la excreción de un insecto y que es utilizado en la miel por las abejas. Poder confirmar a través del barcoding que en esa miel hay trazas de ese insecto validaría el producto y hasta le daría más valor. El potencial es impresionante”, afirma Mariana. En la misma línea de buscar una mayor soberanía está el objetivo de elaborar una base BOLD propia de secuencias de barcoding en el Ministerio de Ambiente.

Además de aportar conocimiento para estos proyectos que buscan aplicaciones prácticas, es probable que los investigadores se encuentren con varias sorpresas dentro del material que llevan a secuenciar. Por ejemplo, que descubran muestras pertenecientes a alguna especie no descrita aún para Uruguay. En ese sentido la partida de estos siete estudiantes rumbo a Canadá es, al igual que las ambiciosas expediciones de antaño o los proyectos espaciales del presente y futuro próximo, un viaje de exploración y descubrimiento. Quizá parezca un pequeño paso para el código de barras de la vida, pero es un gran salto para nuestra ciencia.

Los siete tripulantes de la Misión Barcoding

Ary Mailhos, 26 años
Especialidad: magíster en Ciencias Biológicas en el área botánica.
A quién representa: Facultad de Agronomía.
Qué lleva: muestras de plantas representativas de los pastizales de Uruguay.
Investigadores responsables: Claudio Martínez, Andrés Costa, Mauricio Bonifacino, Raúl Platero, Inés Ponce.

Claudia Elizondo, 39 años
Especialidad: bióloga, magíster en Ciencias Veterinarias, doctorada en medicina de la conservación.
A quién representa: Dirección Nacional de Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos (Dinabise), del Ministerio de Ambiente.
Qué lleva: muestras de flora y fauna de interés para la conservación.
Investigadores responsables: Mariana Cosse, Susana González, Ana Laura Mello, Alejandro Sequeira.

Renzo Vettorazzi, 29 años
Especialidad: magíster en Ciencias Biológicas especializado en taxonomía de helmintos.
A quién representa: Facultad de Ciencias y MNHN.
Qué lleva: muestras de peces y helmintos (gusanos parásitos).
Investigadores responsables: Néstor Ríos, Wilson Serra, Fabrizio Scarabino.

Natalia Rigamonti, 43 años
Especialidad: bioquímica, magíster en Ciencias Biológicas con énfasis en biotecnología ambiental.
A quién representa: LATU.
Qué lleva: muestras de macroinvertebrados acuáticos.
Investigadora responsable: Graciela Ferrari.

Leandro Capurro, 25 años
Especialidad: biólogo con especialidad en biotecnología y especies invasoras.
A quién representa: Facultad de Ciencias.
Qué lleva: muestras de invertebrados, principalmente acuáticos.
Investigadores responsables: Rafael Arocena, Gabriela Failla, Ernesto Brugnoni, Diego Lercari, Gabriella Jorge, Pablo Muniz, Carmela Carballo.

Mario Giambasi, 35 años
Especialidad: bioquímico, magíster en Ciencias Agrarias.
A quién representa: INIA.
Qué lleva: insectos de interés agronómico, asociados a cultivos de secano, hortícolas, citrícolas y forestales.
Investigadores responsables: José Buenahora, Ximena Cibis, Silvia Pereira, Gonzalo Martínez.

Laura Montes de Oca, 43 años
Especialidad: doctora en Ciencias Biológicas.
A quién representa: IIBCE y Facultad de Ciencias.
Qué lleva: arácnidos e insectos.
Investigadores responsables: Macarena González, Leticia Bidegaray, Ivanna Tomasco, Víctor Pacheco, María José Albo, Patricia González, Estrellita Lorier, Fernando Pérez-Miles, Miguel Simó, Silvana Greco.