Es el año 2022. El efecto invernadero provocó un aumento sostenido de las temperaturas de la Tierra, con serias consecuencias para la vida humana y animal en general. Por ejemplo, el calentamiento de los océanos y la consiguiente muerte o reducción poblacional de varias especies marinas, que se ven reflejadas en una escasez general de comida, especialmente para las personas más vulnerables. El planeta está dominado por empresas multinacionales, la verdura es mala y muy cara, y el grueso de la gente se ve obligada a recurrir a suplementos nutricionales de escaso o nulo sabor.
No es el mundo real pero en algunos aspectos se le parece en forma inquietante. Especialmente si tenemos en cuenta que es el 2022 que imaginaba 50 años atrás la película Soylent green, basada a su vez en la novela de ciencia ficción de 1966 ¡Hagan espacio! ¡Hagan espacio!, de Harry Harrison, autor que tuvo el descaro de acertar incluso el número de habitantes del planeta para fines del siglo XX. La película es conocida en realidad por su revelación final sobre las barras de proteína que alimentan a la población mundial y por sus advertencias sobre los peligros de la superpoblación, pero su gran acierto fue plantear en forma muy temprana la influencia del cambio climático en la vida de la humanidad.
Aunque los humanos no tengamos que recurrir hoy a concentrados vegetales como los de Soylent green para sobrevivir –guiño, guiño– la amenaza del cambio climático sobre nuestros océanos, las especies que lo habitan y las personas que hacen uso de ellas es muy real, entre otros desafíos tan o más apremiantes que escapan a los intereses de este artículo.
El más reciente informe del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC) advierte que sus impactos continuarán intensificándose. “Se prevé que el calentamiento global de 1,5 °C cambie la distribución de muchas especies marinas (a latitudes más altas) y aumente los daños en muchos ecosistemas. También que cause la pérdida de recursos costeros y reduzca la productividad de la pesca”, pronostica, pese a que el modelo que prevé un aumento de 1,5 grados de la temperatura media mundial con respecto a los niveles preindustriales (1850-1900) es el más optimista.
Por ejemplo, las capturas mundiales anuales de pesca marina se reducirían en torno a 1,5 millones de toneladas con un calentamiento global de 1,5 grados, frente a una pérdida de más de tres millones de toneladas con uno de 2 °C, que va más en línea con lo esperable. Son noticias malas para la producción pero también para la conservación. De 105.000 especies estudiadas por el IPCC se prevé que el 6% de los insectos, el 8% de las plantas y el 4% de los vertebrados “pierdan más de la mitad de su alcance geográfico determinado climáticamente si el calentamiento global es de 1,5 °C” (18% de los insectos, 16% de las plantas y un 8% de los vertebrados si el calentamiento global es de 2 °C).
Es evidente que el cambio climático no es nuestro único problema ambiental y que incluso se lo suele usar como “comodín” para desligarse de responsabilidades de otros problemas, pero algunos de sus alcances son ya evidentes en Uruguay. Uno de los hotspots o puntos calientes del planeta –lugares donde el aumento de la temperatura del mar es mayor que el promedio del aumento de la temperatura de los mares del globo– está justamente frente a nuestras costas, en el Atlántico suroccidental.
Los pescadores artesanales de esa zona saben bien que el cambio climático no es asunto de películas futuristas de tono apocalíptico, en las que el pescado es sustituido por barras veganas –guiño, guiño–. La recolección de almejas amarillas (Mesodesma mactroides), animales con afinidad por las aguas frías, se desplomó a partir de los años 90 en forma alarmante debido a las mortandades masivas provocadas por el incremento sistemático de la temperatura del agua. Como bien lo retrató el Washington Post en su serie de artículos ganadores del premio Pulitzer en 2020, las recolectores desenterraban almejas negras, no amarillas, que ocupaban kilómetros y kilómetros de costa.
¿Qué otras especies pueden seguir este camino en nuestras aguas, en un panorama en el que el IPCC pronostica una caída tan pronunciada de la pesca en general y un futuro negro –literal en el caso de las almejas– para muchos animales? Eso es lo que se propuso averiguar un reciente trabajo liderado por un investigador uruguayo del Laboratorio de Ciencias del Mar de la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República, quien en colaboración con científicos de la región analiza la sensibilidad ecológica de los recursos pesqueros frente al cambio climático en el Atlántico sudoccidental.
Nacho libre
El biólogo Ignacio Gianelli conoce bien la realidad de las almejas amarillas y la de quienes las recolectan. Bajo la batuta del biólogo Omar Defeo trabajó desde muy joven en la dinámica de la pesquería de la almeja amarilla e incluso le dedicó sus tesis de licenciatura y de maestría. Se implicó tanto en la realidad que viven los pescadores artesanales que su interés se fue corriendo de los estudios biológicos a los impactos sociales del calentamiento global y las posibles soluciones, que son hoy el tema de sus desvelos en el doctorado que realiza en la Universidad de Santiago de Compostela (España).
Durante sus estudios descubrió que muchas de las dudas y preocupaciones de los pescadores estaban vinculadas al cambio climático. “Era común que mencionaran que cada vez tenían menos playa para pescar, menos días de pesca, que las mareas rojas eran cada vez más duraderas y frecuentes o que los vientos no les permitían sacar las almejas”, recuerda Ignacio.
A medida que avanzó en sus investigaciones identificó junto a sus colegas que había un “agujero bastante importante en el conocimiento del impacto del cambio climático en pesquerías en todo el Atlántico sudoccidental, y no sólo en Uruguay”. Teniendo en cuenta que uno de los hotspots del calentamiento global está frente a nuestras costas, este vacío de información era alarmante.
El problema es que para entender un fenómeno tan intrincado como los efectos del cambio climático y separarlo de otros factores como la variabilidad climática o el efecto de la pesca se precisan datos muy buenos y en nuestra región la información de calidad a veces está tan amenazada como la almeja amarilla. La falta de estudios a largo plazo, de muestreos no sesgados por los vaivenes de la actividad pesquera y también la dificultad de acceso a parte de los datos de la flota pesquera limitan las posibilidades de los investigadores. “Lo que se necesita son datos que no dependan de la actividad pesquera sino de campañas de evaluación sistemáticas en el tiempo y en el largo plazo”, confiesa Ignacio.
“Convoqué entonces a colaboradores de Brasil, Argentina y Uruguay para ver, con la información que ya estaba disponible sobre los recursos pesqueros que hay, qué podíamos hacer. Lo que se nos ocurrió fue justamente evaluar la sensibilidad que tienen estos recursos pesqueros frente al cambio climático, entendiendo la sensibilidad como una medida que sintetiza en un solo indicador la resiliencia que tienen estas especies frente a cambios ambientales producto del calentamiento global”, agrega.
Las otras pruebas PISA
Para evaluar el grado de sensibilidad de las especies, el trabajo combinó una técnica llamada “enfoque basado en rasgos” –TBA, por sus siglas en inglés– con el análisis de las capturas de la industria pesquera en las últimas décadas.
La metodología TBA, frecuentemente usada en países en desarrollo como una primera aproximación para cuantificar la sensibilidad o vulnerabilidad al cambio climático, es como un examen para las especies. Analiza varios de sus atributos y les otorga un puntaje de acuerdo a su relación con el cambio climático. Por ejemplo, el estado de sus poblaciones, si son específicas en requerimientos de hábitat, la tasa de crecimiento, sensibilidad ante la temperatura, sensibilidad ante la acidificación de los océanos, capacidad de dispersión, movilidad de los ejemplares adultos, etcétera.
¿Quiénes toman este examen y en qué se basan para poner las notas? Los “profesores” son los 16 expertos convocados por Ignacio, que fueron divididos a su vez en cuatro grupos de acuerdo a su especialización: peces óseos, condrictios (peces cartilaginosos como tiburones y rayas), crustáceos y moluscos. Sus calificaciones fueron la base para definir un puntaje general de sensibilidad y otras variables, como el potencial para cambiar la distribución.
Los autores se limitaron a medir sólo la sensibilidad de las especies y no su vulnerabilidad, que es un indicador más completo que incluye también su exposición, debido a la incertidumbre que existe en nuestra región sobre los efectos en la vida marina de algunos factores importantes del cambio climático, como la acidificación de las aguas.
Basándose en la información disponible para cada especie, los expertos distribuyeron puntajes en cuatro categorías: baja, moderada, alta y muy alta. Cuando no había información disponible, por ejemplo, los investigadores apelaban a su propio conocimiento, muchas veces no publicado (o en proceso de serlo).
Las especies que participaron de esta suerte de pruebas PISA del cambio climático fueron 28 y se eligieron en base a los datos oficiales de la captura de las pesquerías en la región, con hincapié en aquellas con relevancia cultural, ecológica y económica tanto para la pesca a pequeña escala como la industrial.
Además, analizaron las estadísticas de captura de peces e invertebrados de las últimas décadas en la región, para estudiar de qué forma esta sensibilidad de las especies al cambio climático puede afectar las actividades pesqueras en los tres países.
Que los cambios que se están produciendo frente a nuestras costas modifican la presencia de los peces no es cuestión de futurología. Un trabajo de 2019, titulado Evidencia del calentamiento del océano en los desembarques pesqueros de Uruguay: el enfoque de la temperatura media de captura, que también lideró Ignacio, ya mostró cómo varió la representación de especies capturadas: a partir de la década de 1990 aumentó el porcentaje de las que se encuentran más a gusto en aguas más cálidas y disminuyó el de aquellas con afinidad por aguas más frías.
Los resultados de este nuevo trabajo no predicen futuros tan oscuros como los de Soylent green pero muestran que tanto los peces como los humanos tienen motivos para preocuparse. O para calentarse.
Se dice el pescado y no el pescador
Entre los peces óseos, las especies más sensibles fueron la corvina rubia (Micropogonias furnieri), la pescadilla de calada (Cynoscion guatucupa) y la merluza (Merluccius hubbsi). Dentro de este grupo, la anchoíta mostró la sensibilidad más baja, un resultado que sorprendió a Ignacio y que podría tratarse de una subestimación.
Entre los condrictios, los más sensibles resultaron ser dos especies de pez guitarra (Zapteryx brevirostris y Pseudobatos horkelii) seguidos del tiburón sarda (Carcharias taurus). El pez guitarra, llamado así por su forma y no por su musicalidad, tiene el cuerpo plano, parecido al de las rayas, y en el caso de Pseudobatos horkelii puede medir más de un metro de longitud. Si bien en Uruguay no hay una pesquería que los tenga como objetivo, son muy vulnerables por sus historias de vida, al igual que muchos condrictios.
“Tienen un período de reproducción bastante largo, un número de crías relativamente pequeño y, al habitar aguas someras, también están expuestos a un montón de impactos, como el aumento de la temperatura superficial del mar y la contaminación. Además han sufrido mucho la explotación pesquera, sobre todo en Brasil”, señala Ignacio. Por más que no sean objetivos comerciales, la pesca incidental no los ayuda. El cambio climático se suma a sus desafíos y pone en entredicho la propia existencia de estas especies en el futuro.
Entre los crustáceos, la mayor sensibilidad la mostró el camarón rosado (Penaeus paulensis), segundo puesto entre todas las especies estudiadas. En el grupo de moluscos, tal cual se esperaba, la almeja amarilla encabezó este ranking poco deseable y también mostró los valores más altos en total.
Resumiendo, el grupo de moluscos fue el que mostró mayor sensibilidad ante el cambio climático, seguido de los condrictios. Los peces óseos tuvieron valores entre moderados y bajos, mientras que la sensibilidad de los crustáceos varió mucho según la especie.
En total, 40% de las especies estudiadas entraron en la categoría de alta sensibilidad, 7% en la de muy alta sensibilidad, 32% en la moderada y 21% en la baja. El atributo que más contribuyó en el puntaje fue generalmente el estado de explotación de cada recurso. “Si el estado de explotación es malo y además tenemos el efecto de cambio climático, ahí estamos en problemas”, comenta Ignacio.
Con respecto a la capacidad para cambiar su distribución, 28,6% de las especies mostraron alto potencial, entre ellas algunos recursos pesqueros importantes como la merluza, la anchoíta, el gatuzo (Mustelus schmitti) y el pargo blanco (Umbrina canosai). La buena capacidad para cambiar de zona ante el cambio climático puede ser una buena noticia para la especie pero mala para la industria pesquera interesada en el recurso, que tiene el riesgo de ver cómo se “escapa” a zonas de pesca más distantes o incluso otra jurisdicción.
De todos modos, Ignacio aclara que para tener resultados más sólidos sobre el potencial de las especies para cambiar de distribución hay que indagar más a fondo y con datos más finos. “Son líneas para avanzar”, explica. Aun así, la cantidad de especies con potencial alto o muy alto para cambiar de distribución que figuran en los registros de pesca, sumadas a su alta sensibilidad, sugiere que “las futuras capturas o incluso pesquerías enteras están en riesgo”, reporta el trabajo.
¿Uruguay es el mejor país?
El ranking de sensibilidad muestra que el cambio climático representa una amenaza real para la conservación de algunas especies, como los peces guitarra o la almeja amarilla, pero ¿cómo podría impactar comercialmente en la industria pesquera en Uruguay? En su mayoría, las capturas comerciales de Uruguay están compuestas por especies de sensibilidad moderada y baja (y en menor medida, alta), lo que implica al menos un llamado de atención.
Las capturas de nuestro país están dominadas principalmente por tres especies de peces óseos: dos de sensibilidad moderada en la evaluación general, la merluza y la corvina, y una de sensibilidad baja, la pescadilla de calada.
“Es importante fijarse en el estado de explotación pesquero de estos recursos en Uruguay. En el caso de la merluza, se hizo un esfuerzo bastante bueno para recuperar el stock, que tuvo un momento bastante crítico”, señala Ignacio.
El dato es importante porque la merluza es una especie de afinidad con aguas frías, a diferencia de la corvina que tiene una distribución mucho más amplia, que abarca aguas más cálidas. “En el caso de la corvina, soporta una explotación pesquera bastante alta tanto en Uruguay como en el sur de Brasil y en Argentina, pero es un poco el Highlander de estas especies, es increíble la resiliencia que tiene”, agrega.
Otras especies muy sensibles, por más que representen porcentajes menores para la industria, son de interés por otros motivos. Una es la mencionada almeja amarilla y la otra es el camarón rosado. El efecto del cambio climático ya amenaza a la primera y puede ser crítico en el futuro. En el caso del segundo, la situación es delicada porque es una especie de importancia cultural, gastronómica y económica para la comunidad de pescadores artesanales de las lagunas costeras. “Tiene que haber un manejo mucho más integrado con Brasil, porque estamos hablando de un stock único que migra ante Brasil y Uruguay”, acota Ignacio.
Dar la caña y no el pescado
Tal cual apunta el trabajo, “la cuestión fundamental no es si los ecosistemas marinos se verán afectados”, algo que ocurrirá, sino “cómo los tomadores de decisiones pueden prepararse y adaptarse a los cambios”.
Sería un poco ingenuo creer que Uruguay, o que incluso Argentina y Brasil, pueden detener el calentamiento global o sus efectos, pero eso no significa que no puedan hacer nada. El principal atributo que determina el grado de sensibilidad de las especies es justamente su estado de explotación, algo que los países sí pueden manejar. Por eso, el artículo recomienda fortalecer el estado de algunas especies, diversificar las capturas y sumar recursos que sean menos sensibles al cambio climático.
“En un escenario de cambio global poner todos los huevos en la misma canasta puede ser bastante arriesgado. Si toda nuestra industria se sustenta en unas pocas especies y además estas especies son sensibles, la apuesta es complicada”, reflexiona Ignacio.
Para peor, a veces son los pescadores artesanales los que se dan cuenta de la necesidad de diversificar pero se enfrentan a trabas burocráticas y a la inflexibilidad del sector pesquero. Ha ocurrido que almejeros que quisieron dedicarse a capturar camarones descubrieron que sus permisos de pesca no contemplaban esta posibilidad.
Los investigadores señalan que es importante también tener una coordinación integrada en la región que permita asegurar el manejo y la conservación de algunas especies. “Tampoco hay que inventar la rueda. Hay que monitorear bien el estado de las poblaciones y controlar que las disposiciones se cumplan”, insiste Ignacio.
Ponerse de acuerdo y colaborar entre los países para lograr estos objetivos no es sencillo, pero la comunidad científica le está demostrando a las autoridades cómo se hace: 16 expertos de Uruguay, Argentina y Brasil cooperaron armoniosamente para elaborar una primera guía que abre la puerta para entender de qué forma nuestras especies y nuestra economía se verán afectadas por un fenómeno global como el cambio climático.
Es una base que puede ampliarse, mejorarse y adaptarse para otros estudios, no necesariamente centrados en los impactos sobre la industria pesquera o nuestra economía. Estas especies no son sólo recursos ni habitan las aguas para satisfacer nuestras necesidades; el cambio climático impulsado por las actividades humanas amenaza también su supervivencia y pone en jaque sus largos periplos en el planeta, a veces de decenas de millones de años.
“Estamos en un momento crítico a nivel de la humanidad y la ciencia tiene también que reaccionar a esa necesidad de dar respuestas. Hay que escuchar dónde se necesita ciencia y dónde los científicos podemos generar algún cambio”, reflexiona Ignacio. Producir información sobre lo que está ocurriendo en nuestras aguas y cuál puede ser el impacto en nuestras sociedades y en los animales es un buen comienzo. Dar los pasos hacia el cambio debería venir inmediatamente después.
Artículo: Sensitivity of fishery resources to climate change in the warm-temperate Southwest Atlantic Ocean
Publicación: Regional Environmental Change (marzo 2023)
Autores: Ignacio Gianelli, Luis Orlando, Luis Cardoso, Alvar Carranza, Eleonora Celentano, Patricia Correa, Andrés de la Rosa, Florencia Doño, Manuel Haimovici, Sebastián Horta, Andrés Jaureguizar, Gabriela Jorge, Diego Lercari, Gastón Martínez, Inés Pereyra, Santiago Silveira, Rodolfo Vögler y Omar Defeo.