Cuesta un poco entenderlo, pero es algo que está en la raíz tanto de la teoría de la evolución como de la ecología: todas las formas de vida del planeta están conectadas entre sí. Lo diminuto y lo inmenso, las bacterias de fracciones de milímetro y las ballenas de decenas de metros, la despampanante flor y la detallada probóscide de una mariposa, un microscópico gen antiguo y los macroscópicos cuerpos que aún sigue construyendo.
Esto vuelve a quedar de manifiesto cuando uno hojea –o escrolea– dos libros de edición reciente que tienen varios puntos en común. Cada uno de ellos está firmado por investigadores de la Facultad de Ciencias, en coautoría con otros autores. Uno aborda la historia del reino de las plantas, organismos que si bien pueden llegar a ser gigantescos, también presentan formas modestas, tanto que las pisoteamos sin pestañear. El otro nos cuenta qué se sabe de los dinosaurios que vivieron en donde hoy es Uruguay, donde hubo colosos de decenas de metros pero también algunos pequeñajos. Los dos nos hablan de nacimientos, auges, caídas y extinciones. Y los dos fascinan, aportan información y entretienen.
Evolución verde
En Una breve historia de la larga vida de las plantas, la paleontóloga experta en polen –paleopalinóloga– Ángeles Beri, del Instituto de Ciencias Geológicas de la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República, une fuerzas con el diseñador gráfico, fotógrafo y embajador del reino de los hongos, Alejandro Sequeira, para contarnos un cuento que, si se quiere, viene a reparar una deuda histórica. Porque resulta que casi siempre que se habla de la evolución se termina hablando de animales, como si las plantas no estuvieran sujetas a los mismos procesos selectivos que operan sobre cambios genéticos que confieren o no determinadas ventajas a la hora de adaptarse a un ambiente cambiante. O peor aún: como si todas las plantas fueran la misma cosa.
Leyendo este atrapante libro queda claro que entre una conífera, como un pino de esos exóticos que pululan por los balnearios uruguayos o en las forestales, un helecho o una pitanga de sabrosos frutos, hay tanta o más diferencia como entre un pejerrey, un lagarto overo y un oso hormiguero. Así como estos animales pertenecen a grupos que desarrollaron estrategias diferentes para proliferar y pasar sus genes (por eso y por otras cosas uno es un pez, otro un reptil y el otro un mamífero), el helecho, el pino y la pitanga también son fruto de distintas estrategias reproductivas, que trajeron innovaciones como la semilla, la flor y el fruto.
“Hace tiempo está dando vueltas en mi cabeza la idea de escribir algunas líneas con la esperanza de enmendar, de alguna forma, lo que considero una injusticia” arranca diciendo en la introducción del libro Ángeles Bari, explicando que no cree que sea justo “que las plantas no se valoren como merecen”. Claro que vivimos en un país agrícola, casi asfixiado de monocultivos de soja, eucaliptos y pinos, en el que las plantas son parte importante de nuestra balanza comercial. Claro que hay Facultad de Agronomía, claro que tenemos plantas en nuestras casas, claro que entendemos que hacen la fotosíntesis y que, sin ella, no sólo se complicaría para tener oxígeno para respirar sino que tampoco tendríamos alimento, ya que ellas son las productoras primarias de este planeta. Lo que queda claro que le parece injusto a Bari a lo largo del libro es que, pese a que las plantas hacen todo eso y las usamos a más no poder, parecieran no ser un objeto de fascinación tan interesante como los animales. O en el caso de ella, que estudia polen fósil, que granos de polen de millones de años no cautiven tanto como un fragmento de hueso de un dinosaurio.
Con la intención de reparar esa injusticia –y entendiendo también que como animales tenemos cierto sesgo hacia los que se nos parecen– Ángeles Beri desarrolla la primera parte del libro en la que, justamente, se cuenta de forma breve la larga historia de las plantas, que comenzaron a conquistar los ambientes terrestres hace poco menos de 500 millones de años. Al llegar a tierra, comenzaron las especializaciones, las adaptaciones a nuevos ambientes –además el clima cambiaba cambiando el terreno– y por tanto, el surgimiento de nuevos organismos, nuevas especies, nuevos géneros. Las primeras plantas, semejantes a musgos, dieron lugar a las plantas vasculares, es decir con tejidos que transportan el agua por todo el organismo (algo esencial si un exorganismo acuático quiere vivir fuera de ella conservando buena parte de la maquinaria antigua). Pero hubo más cambios.
Una de las principales innovaciones que se mantiene hasta el día de hoy, se remonta también a aquellos lejanísimos días: para aumentar la capacidad de hacer fotosíntesis, las plantas se llenaron de hojas. Con nuevos trucos, las plantas conquistaron nuevos horizontes. Y hace unos 350 millones de años surgieron los primeros árboles, que captaron tanto carbono de la atmósfera que el período en el que vivieron se denomina Carbonífero (parte de los restos de aquellos árboles de hace entre 300 y 350 millones de años formaron parte de los yacimientos de carbón que fogonearon la Revolución Industrial).
Las plantas siguieron su historia de vida. Y como toda historia larga, tuvieron ramificaciones –valga el juego de palabras– y caminos que se bifurcan. Algunos de los nuevos inventos quedaron por el camino, dejando ramas truncas. Otros fueron puestos a prueba por agentes externos, como el meteorito que zarandeó a la vida en la Tierra hacia finales del Pérmico hace unos 250 millones de años.
Vinieron las plantas con semillas pero sin frutos –las gimnospermas– que reinaron durante el Jurásico pero que cedieron terreno cuando un nuevo tipo de plantas comenzó a propagarse: las angiospermas, o plantas con flores que luego generan frutos en los que las semillas están protegidas, golpearon con fuerza en el Cretácico y siguen perfumándonos la existencia desde entonces. Los cambios se siguieron dando. Las garmíneas, dentro de las que están los pastos que hoy definen nuestro paisaje, son unas recién llegadas: si bien aparecieron antes, recién comenzaron a extenderse con éxito hace unos 23 millones de años.
El viaje evolutivo de las plantas es coronado por una maravillosa doble página donde, gracias al magistral diseño gráfico de Alejandro Sequiera, se establece una línea de tiempo con todos estos grandes mojones en la vida de las plantas de los que venimos hablando. Uno ha visto líneas de tiempo similares para la evolución de los más diversos organismos, pero ver uno así, con las plantas de protagonistas, es cautivante.
Luego de la línea de tiempo, el libro se transforma y pasa a manos de Sequeira, que despliega su abecedario botánico, donde además de un glosario de términos relacionados con las plantas, se citan pasajes en que novelistas, poetas, cuentistas, científicos y naturalistas tratan de las plantas.
Con un diseño ágil y que atrapa a los ojos –obra de Sequeira– Una breve historia de la larga vida de las plantas es un libro que cautiva y acerca información con una perspectiva original. Recomendable para personas curiosas en general, el trabajo se vuelve además extremadamente valioso para educadores y educadoras, estudiantes y, por qué no, para futuros palinólogos y palinólogas que nos revelen nuevos y fascinantes secretos –muchos de alcoba, porque el polen vendría a ser como el esperma de las plantas– de la vida de las plantas y, a través de ella, de la vida en el planeta.
Uruguay se llenó de dinosaurios
En El Uruguay de los dinosaurios, el paleontólogo experto en dientes, por lo que aquí lo hemos apodado “el paleodentista”, Matías Soto, del Instituto de Ciencias Geológicas de la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República, une fuerzas con el paleontólogo argentino Sebastián Apesteguía, quien ya ha editado libros sobre dinosaurios de la Argentina, para acercar un material tan valioso como necesario sobre estos animales.
Necesario porque en los últimos diez años Uruguay pasó de ser un país en el que había algunos fósiles (huesos, huevos y pisadas) de dinosaurios más o menos indeterminados (saurópodos, terópodos) a saber a ciencia cierta que aquí vivieron en el Jurásico dos géneros de dinosaurios carnívoros, Torvosaurus y Ceratosaurus más otro identificado a nivel de familia, el abelisáurido, así como un género de titanosaurio del Cretácico, el Aeolosaurus. Como si eso no fuera suficiente, desde el 2020 en adelante también se describió para nuestro país la presencia del celacanto jurásico Mawsonia gigas así como una nueva especie de pterosaurio, apodado Tacuadactylus luciae.
Con todos estos nuevos trabajos de la paleontología sobre la fauna que vivía por estas tierras durante el Jurásico y el Cretácico, un libro que reuniera toda esta nueva información y la sumara a la ya existente, sobre la que tampoco hay muchas publicaciones, sería un golazo. Y un golazo es el libro de Matías Soto y su colega argentino. El libro de hecho surge de la invitación de Sebastián Apesteguía a nuestro paleontólogo, uno supone que entusiasmado por la gran cantidad de información nueva al respecto. Esto es lo que explica que el libro, que en nuestro país por ahora se consigue sólo en formato digital de forma gratuita, fuera publicado por la Fundación de Historia Natural Félix de Azara de la hermana República Argentina.
El libro no se limita sólo a los dinosaurios y nos cuenta lo que el registro fósil de Uruguay nos dice un poco antes de que llegaran, comenzando hace unos 300 millones de años, en el Carbonífero, y también un poco después de que partieran tras la caída del meteorito, en el Cretácico, hace 66 millones de años.
Conocemos entonces un poco sobre la fauna fósil de cuando lo que hoy es Uruguay estuvo bajo hielo y por aquí el paisaje se veía un poco similar al de los fiordos escandinavos de la actualidad, entre ella restos de esponjas marinas, nautilos, amonitas, braquiópodos, peces y, para felicidad de Ángeles Bari, también esporas y polen de plantas. También viajamos por el Pérmico, donde además de semillas de helechos en el registro de Uruguay aparecen unos vertebrados interesantísimos con unos entre 285-300 millones de años de antigüedad. Se trata de los mesosaurios, que son de los vertebrados terrestres más antiguos encontrados en Sudamérica.
Llegamos entonces al Jurásico superior, hace entre 150-135 millones de años, cuando en lo que hoy es Sudamérica había un gran desierto, llamado Botucatú, cuyas arenas dieron lugar a las areniscas de formaciones geológicas que afloran en el norte de nuestro país, en los departamentos de Tacuarembó y Rivera. Pero en aquel desierto, además de ríos efímeros, había algunos ríos permanentes, como bien muestran los hallazgos de peces enormes como los ya mencionados celacantos. A ese sistema de ríos efímeros y permanentes, en el libro se lo unifica con el nombre de “paleo-río Batoví”. Allí se ha encontrado, en la década de 1990, el fósil de la almeja de agua dulce más grande del mundo conocida hasta ahora –Tacuaremboia caorsii– que llegaba a medir unos 35 centímetros de largo, así como restos de peces pulmonados, tiburones, tortugas y cocodrilos, el pterorsaurio ya mencionado, entre otros. ¿Y los dinosaurios? A continuación.
Los primeros reportes, cuenta el libro, de dientes de dinosaurios carnívoros que andaban en dos patas –los terópodos– se producen a principios de la década del 2000. Estudiando estos dientes, más otros que fueron encontrando los paleontólogos en la Formación Tacuarembó en un lugar cercano a la capital de ese departamento, fue que en años recientes se pudo determinar la presencia de dos cazadores gigantes, que antes en América se habían reportado sólo para Norteamérica, Torvosaurus y Ceratosaurus, que medían unos 12 y seis metros de largo respectivamente.
También el libro nos cuenta sobre las huellas de dinosaurios estudiadas en Tacuarembó. Se trata de los rastros dejados en el Jurásico por dinosaurios saurópodos, esos de cuello y colas largas que andaban en cuatro patas y comían plantas. Narra el libro que según los estudios realizados sobre las huellas que dejaron –y que pronto podrán apreciarse en un museo a cielo abierto– uno de estos animales medía unos 13 metros de largo, mientras que el otro alcanzaría los 26. Sobre este último, de gran tamaño, en el libro se apunta a que podría tratarse de un diplodócido. También se encontraron allí huellas de un pequeño dinosaurio terópodo que se estima, habría corrido a unos 5,4 kilómetros por hora.
Uno podría pensar que Tacuarembó acapara el mundo de los dinosaurios de Uruguay. Pero el libro nos muestra que hay más. En la Formación Guichón, con sedimentos del Cretácico de entre 100-85 millones de años, el libro nos cuenta de huevos de dinosaurios, huesos de titanosaurios y dientes de ornitópodos que aún no se han podido identificar. En Quebracho, Paysandú, se encontraron en 2006 más de 60 vértebras de colas de tiranosaurios pertenecientes a varios individuos, además de huesos de patas y otros fósiles.
En el departamento de Florida, en la Formación Mercedes, del Cretácico Tardío (entre 85-70 millones de años) se han encontrado varias vértebras de dinosaurios. En Algorta y Palmitas, en Río Negro, han aparecido nidadas, es decir varios huevos de saurópodos y en ese mismo departamento, en Young, en la formación Asencio, del Cretácico tardío (70-66 millones de años) el fósil de una vértebra de cola encontrado en 1980 permitió, con investigaciones actuales, determinar que en nuestro país anduvo un titanosaurio de género Aeolosaurus. Tenía unos 14 metros de largo y pesaba unas seis toneladas.
El libro también nos habla de fósiles de dinosaurios que fueron extraídos de algunas partes del país pero sin detallar la procedencia, por lo que no se puede saber cuándo vivieron. Aun así, gracias a un húmero que fue donado a la colección de Facultad de Ciencias se puede estimar que el titanosaurio que lo portaba mediría unos 11 metros de largo, y un fragmento de fémur encontrado en Carlos Reyles, permitió estimar que habría pertenecido a un titanosaurio de unos 20 metros de largo.
Llegando al final aparece el famoso meteorito y sabemos que el cuento está llegando a su fin. Pero sucede todo lo contrario: tras leer El Uruguay de los dinosaurios la curiosidad se dispara, así como el convencimiento de que nuestra paleontología aún tiene fabulosos aportes para hacer. Es que la paleontología tiene la fantástica capacidad de hacer que un pasado finito siga dando novedades.
Con fabulosas ilustraciones del paleontólogo uruguayo Felipe Montenegro y del argentino Jorge González, el detallado pero siempre ameno texto de Sebastián Apesteguía y Matías Soto se realza. La ilustración que abre el trabajo a página doble y que reconstruye cómo sería el paleo-río Batoví, colocando allí toda la fauna del jurásico de Tacuareambó de la que el libro trata, es una maravilla que pide estra colgada en salones de clase y dormitorios de pequeños seres curiosos (aquí la pueden ver abriendo la nota). Si bien el libro no está pensado para niños, no habrá niño que no se lleve un premio en una rápida hojeada. Jóvenes y adultos tienen diversión e información asegurada. Como un fósil nuevo que arroja luz sobre un animal que ya conocíamos, El Uruguay de los dinosaurios llena un hueco que hasta hoy teníamos en las publicaciones sobre esta fauna jurásica y cretácica, al tiempo que nos da una base maravillosa para contextualizar los futuros hallazgos.
Libro: Una breve historia de la larga vida de las plantas
Editorial: Ediciones de la Plaza (2023)
Autores: Ángeles Beri y Alejandro Sequeira
Libro: El Uruguay de los dinosaurios
Editorial: Fundación de Historia Natural Félix de Azara (2023)
Autores: Sebastián Apesteguía y Matías Soto
Formato: PDF de descarga gratuita