Cocinar es como divertirse con un juego de química, con el plus de que uno se come los resultados de los experimentos. De hecho, recurrimos a recetas o a lo que observamos viendo cocinar a otros, porque al igual que en la ciencia, la cocina se para en hombros de gigantes. Gracias a ensayos y errores de quienes nos precedieron, sabemos que combinando harina, sal, agua, alguna levadura y calor, podemos hacer algo tan delicioso y simple como un pan. Sin embargo, lo que sucede al juntar todas esas cosas no es tan simple. Y la ciencia, al poner la lupa en todo eso que sucede, puede aumentar aún más la experiencia placentera no sólo para mejorarla, sino por el simple hecho de sumar al placer sensorial de la boca el que trae el entender qué sucede.
De todo eso hablan los libros Manual básico de gastronomía científica. Los ingredientes y Manual aplicado de gastronomía científica. Los procesos de la bioquímica argentina Mariana Koppmann, editados por Siglo Veintiuno en la recomendable colección Ciencia que Ladra. Allí tanto quienes disfrutan de la gastronomía como quienes disfrutan de la ciencia encontrarán cosas maravillosas sobre huevos, harinas, carnes, vegetales, azúcares y demás ingredientes, así como sobre espumas, emulsiones, masas, frituras y demás cosas que suceden en la cocina. Pero claro, no toda la magia está allí, hay ciencia en la propia boca del comensal. ¡Y hay cultura, sensaciones, sentimientos! Todo eso forma parte del menú de la gastronomía científica que Mariana Koppmann, pionera del asunto en el Río de la Plata, nos propone. Así que aprovechando su reciente visita para presentar sus dos manuales –el de los procesos acaba de ser editado en nuestro país– en la Feria Internacional del Libro de Montevideo, conversamos con ella de saborear la ciencia y la cocina al mismo tiempo.
¿Cuándo la bioquímica se te empezó a cruzar con la gastronomía?
Me recibí de bioquímica, hice investigación un par de años en el Conicet, pero no era lo mío. Como me gustaba todo lo de mirar al microscopio, me fui a un hospital, a la parte de hematología. En un momento puse mi propio laboratorio, en el que hacía lo habitual de los bioquímicos, análisis clínicos. De casualidad, unos clientes del estudio de mis padres que tenían una fábrica de quesos me trajeron un análisis de un camembert que les habían decomisado en un supermercado. Les empecé a explicar de dónde venían los microorganismos, qué podían hacer y entonces me preguntaron si podía ir a la planta para ayudarlos. Mi primera reacción fue decirme “¿eh?, ¿queso?”. Yo estaba acostumbrada a los humanos, no a los alimentos.
La persona que en ese momento trabajaba conmigo en la parte de microbiología me dice que vayamos, que va a ser divertido. Así que nos fuimos a unos 100 kilómetros de Buenos Aires y ahí ocurrió ese primer momento de transformación. Lo que vi fue maravilloso. Era un mundo nuevo totalmente de la microbiología, con los mismos microorganismos pero analizados de manera distinta.
Así que empecé a estudiar un montón sobre cómo hacer los análisis, de las cosas que había que hacer, de cuáles eran los valores normales que había en ese momento en el código alimentario de Argentina y en el internacional. Gracias a ese camembert totalmente contaminado, llegué a ver que estaba buenísimo hacer microbiología de alimentos, pero aplicada al asesoramiento de plantas o restaurantes.
La ciencia, a pesar de que es una, está muy compartimentada. Lo que decís parece un área más para gente de ingeniería en alimentos que para una bioquímica. ¿Tuviste algún roce por eso?
Cuando empecé con eso, que fue hace mucho, tanto los ingenieros en alimentos como los nutricionistas estaban muy abocados a los comedores industriales, comedores de plantas enormes con 3.000 empleados, hospitales, o a grandes fábricas de alimentos. Pero yo me interesé en la gastronomía, y en la gastronomía no había nadie. También te voy a ser sincera: lo que se cobra por hacer un análisis de sangre no tiene nada que ver con lo que se cobra por hacer un análisis de alimentos. El análisis de sangre está regulado por las prepagas, las obras sociales. El análisis de alimentos lo cobrás lo que el mercado te quiera pagar. Eso también influyó. Y por otro lado, el contacto que vos tenés con los dueños, el personal, los gerentes del departamento de compras, implica una cosa social mucho más importante. El trabajo de laboratorio es súper solitario, y yo soy muy sociable. ¿Qué contacto tenés en el laboratorio con un paciente mientras estás sacando sangre o recibís una muestra? Le entregás el informe y no sabés más nada. Todo este intercambio sobre cómo resolver problemas lo sentí como una cosa más adecuada para mí, que además siempre me gustó cocinar. Primero fui desde el lado de la parte bromatológica, desde la inocuidad del alimento. Cuando empecé, creo que fui de las primeras en trabajar eso para restaurantes, pero al poco tiempo empezó a haber más gente.
Decías que te dedicaste a la gastronomía, un nicho que no estaba ocupado ni por los ingenieros en alimentos ni por los nutricionistas. Eso es algo que atraviesa todo tu libro: tu ciencia y el conocimiento que divulgás están al servicio del placer o lo cultural de la alimentación.
Exactamente. Muchos me preguntan cómo van a poder comer mejor. Y lo que yo digo es que si es rico y lo disfrutás, vas a comer mejor, pero de salud yo no sé, no soy ni médico ni nutricionista. Justamente en el Congreso Internacional de Ciencia y Cocina de 2019, en Barcelona, donde definimos qué nombre le poníamos a este diálogo entre ciencia y cocina, dejamos de lado algunos como “cocina molecular”, que está muy vapuleado, y llegamos a este nuevo nombre de “gastronomía científica”, que recojo en mis libros. La gastronomía científica interrelaciona la ciencia con la gastronomía, ya sea las ciencias duras como las ciencias más blandas, porque también tiene que ver lo cultural.
Un queso podrido te abrió todo un nuevo campo de acción, pero ¿cuándo fue que pasaste de cruzar gastronomía y ciencia a la divulgación?
Eso fue otro clic que surgió medio de casualidad. Yo estaba dando clases de Seguridad, Higiene y Alimentos en el Instituto Argentino de Gastronomía, y el director, Ariel Rodríguez, me dijo que tenía que preparar la materia Química Culinaria porque a él le parecía importantísimo que los cocineros que iban a hacer un postítulo supieran eso. Yo no tenía ni idea, le dije que estaba loco y que no lo iba a hacer... Por supuesto, lo hice y me fasciné. Así que en 2001 empecé a dar este curso de Química Culinaria en el IAG que todavía sigo dando.
En 2004, una alumna de la que me hice muy amiga, Silvia Grünbaum, que era biotecnóloga y estaba finalizando la carrera de gastronomía, encontró un congreso en Murcia, que se llamaba “¿Qué le puede enseñar la ciencia en la cocina?”. Logramos ir y ahí vimos una exposición de cocineros y científicos mostrando el trabajo que estaban haciendo. Quedamos fascinadas y nos dijimos que eso lo teníamos que hacer en Buenos Aires, que teníamos que divulgar que existe un diálogo entre ciencia y gastronomía, que era posible. Así fundamos la Asociación de Gastronomía Molecular, que funcionó desde 2004 hasta 2016, y empezamos a hacer encuentros quincenales, durante esos diez años, para divulgar ciencia y gastronomía. Muchos querían saber sobre las cosas modernas, como el nitrógeno líquido, pero también abordamos la papa, el pan, el huevo o la molecularidad del arroz. Hacíamos talleres con una parte teórica y otra de experimentación, y teníamos un montón de socios. Y así empezamos a divulgar la ciencia en relación con la gastronomía.
Calculo que con eso a las espaldas, el libro parecía un paso lógico.
Teníamos relación con Diego Golombeck [editor de la colección Ciencia que Ladra en la editorial Siglo XXI] y un día, en una reunión que teníamos para otra cosa, Diego nos propuso a Juan Pablo Lugo, a Silvia y a mí que escribiéramos un libro sobre lo que veníamos haciendo. ¡Justo nosotros le íbamos a proponer eso mismo en esa reunión! Silvia al final no pudo, Juan Pablo tampoco, así que terminé escribiendo sola el libro, que se publicó en 2009. Pero como que todo comenzó en España con ese congreso que nos voló la cabeza.
Para el congreso de Barcelona de 2019 el tema ya estaba más extendido e incluso ya había un aval internacional de que la ciencia aplicada a la gastronomía podía ser una herramienta muy importante. Ese aval lo da el curso de física Science & Cooking: From Haute Cuisine to Soft Matter Science de la Universidad de Harvard. Si lo da Harvard, este cruce entre ciencia y gastronomía queda legitimado para gente que tal vez tenía sus dudas.
Hablando de la ciencia que hay detrás, diría que las disciplinas científicas que más involucradas están en tus libros serían la microbiología –fundamental para cualquier proceso que tenga que ver con los alimentos–, la química –cocinar es un juego de química en el que te comés los experimentos– y la física –sin energía y partículas, en el universo y en la cocina no pasa nada–.
Sí, pero además está la biología, está la botánica y está toda la ciencia sensorial. Porque una de las cosas súper interesantes que cambian al pasar de decir “estudio lo que pasa en la cocina” a decir “estudio lo que pasa en la gastronomía” es que en la gastronomía el comensal queda adentro. Y ese es un salto fundamental, porque no es solamente el producto que generes, cómo lo hagas, de dónde viene y todo lo que quieras, sino también qué le causa ese producto al comensal, cómo lo percibe y demás. Se empiezan a involucrar muchísimas otras áreas de la ciencia.
Ejemplo de esto que decís de poner al comensal en la ecuación, por ejemplo, es lo que contás en el Manual básico acerca de que qué tan jugosa percibimos una carne a veces no tiene que ver con el agua o el jugo que tenga la pieza, sino con la saliva que nos hace secretar al entrar a la boca de acuerdo con cómo quedan determinados elementos durante el proceso de cocción. Lo jugoso no es una propiedad de la carne, sino una experiencia.
Exactamente. Y además hay que tener en cuenta el ambiente en el que está esa persona comiendo, con quién, qué recuerdos le evoca lo que come, si culturalmente es aceptable lo que está consumiendo o no, y muchísimas otras cosas. Hay muchas cosas que uno comió en la infancia y de las que tiene un recuerdo maravilloso, que si las vuelve a probar le van a parecer maravillosas, pero si las probara hoy de cero, por ahí le parecerían una porquería. Si te lo daba tu mamá, si lo comías en el comedor del colegio donde la pasabas bárbaro, si era una merienda en lo de la abuela, por más que sea una porquería atómica, para vos puede ser lo más delicioso del mundo porque está enganchado con ese recuerdo. En la gastronomía, entonces, se enganchan muchísimas cosas.
Al leer tu libro no podía dejar de tener la sensación de que estaba ante un caso de ingeniería inversa. Por ejemplo, nuestros antepasados deben de haber comenzado a explorar las maravillas del huevo hace más de 10.000 años sin que supieran de proteínas ni nada de eso. Ustedes desde la ciencia dicen un montón de cosas que pasan con los huevos a tales y cuales temperaturas y en combinación con tales y cuales ingredientes, pero ven todo eso en cosas que ya funcionan desde hace cientos de años, como un flan, un huevo duro y demás.
Totalmente. Suponete que vos hacés una determinada cosa de tal manera que es como te gusta. Entonces elaborás una teoría de por qué funciona así y por qué queda así. Para probar una teoría un científico lo que hace es cambiar alguna variable que se supone que es fundamental, y hace una prueba. Pero muchas veces resulta que en la prueba no cambia nada. Y eso es porque los alimentos y los procesos son súper complejos. Entonces como que vos siempre seguís teniendo preguntas. Mientras uno mantenga un poco de curiosidad, te juro que hay un montón de procesos que siguen siendo desconocidos. Y eso es lo genial, porque no sólo no te aburrís, sino que todo el tiempo estás pensando cómo serán tales o cuales cosas, te podés seguir haciendo preguntas.
También otra cosa que pensaba al leer tus libros es aquella cuestión clásica de si la ciencia arruina la belleza del mundo o si, en cambio, al entender cómo es una flor, disfrutás más de lo que es una rosa. Aquí pasa algo similar: al placer del cocinar, al saber que, por ejemplo, se están desnaturalizando proteínas, se le agrega otra capa que permite disfrutar más lo que ya venías disfrutando.
Exactamente. Esa curiosidad por lo que está pasando a muchas personas nos agrega un plus de maravillarnos. Al cocinar el alimento se están desnaturalizando proteínas, se está perdiendo agua, el sabor se siente distinto porque cambió la textura y la textura influye un montón en la percepción. La gastronomía científica no pretende dar un método estandarizado para llegar a determinado producto, para nada. De hecho, hubo una tendencia en algún momento de aplicar muchas técnicas complicadas y de pasar a la cocina aditivos o ingredientes que se usan en la industria para hacer cosas novedosas. La búsqueda de algo novedoso me parece genial, pero para mí tiene que estar en función del placer gastronómico y no en función del lucimiento de la técnica. Hay gente que pinta espectacular, pero por ahí sus cuadros no son arte. O gente que baila perfecto, pero la ves bailar y le falta la expresión: pese a que su técnica es perfecta, te preguntás si está bailando, como que le falta esa cosa de comunicación que trasciende, que yo creo que es el arte. Entonces, si en esto uno hace algo para lucir la técnica pero se olvida de que la experiencia gastronómica es gastronómica, para mí ahí se cae el plato, se cae la experiencia, se cae todo.
La ciencia no es neutra. La física nos permite comprender el mundo, está en la base de muchas maravillas de la vida cotidiana, como poder hacernos una placa de rayos X o usar un celular, pero también está detrás de la bomba atómica. En tu libro no hablás, por ejemplo, de los ultraprocesados, o de toda una ciencia aplicada a los alimentos que no necesariamente está pensando en lo mejor para el que los come.
A mí esa clasificación de ultraprocesados no me satisface, porque ahí entran muchos alimentos en la misma bolsa. Si me decís que ultraprocesado es el juguito que tiene edulcorante, porque es más barato que el azúcar, colorante y sabor, estoy de acuerdo. Pero dentro de los ultraprocesados entran un montón de cosas que me parece que están allí porque a algunos se les ha ido un poco la moto. La industria te va a tratar de vender todo lo que pueda lo más barato posible, y los gobiernos deberían ocuparse de que esos alimentos sean lo más saludables posibles. Yo no soy nutricionista, no soy médica, entonces lo mío es una opinión, no es palabra de científico, pero me parece que ahí hay algo que viene fallando en general. Gracias a toda esta industrialización hoy alcanzan y sobran los alimentos para alimentar a todo el mundo, pero hay gente que se muere de hambre igual. ¿La culpa es de la industria? Creo que no, la culpa es de que distribuimos mal los alimentos y otro montón de cosas. Para mí el tema pasa por otro lugar.
Más allá de que hayamos entrado en aguas borrascosas, de esto te mantenés al margen porque lo tuyo es la ciencia en la gastronomía, una ciencia en alimentos a escalas pequeñas y con énfasis en lo cultural, no en lo industrial.
Totalmente. Yo trabajo con la gastronomía, y aparte no tengo formación nutricional ni de médico. Sí tengo mi propia creencia de que una vida en la que gastes la energía que estás comiendo y en la que tengas una alimentación variada, incluyendo los alimentos que quieras, te va a llevar a un buen lugar.
Tampoco en tus libros la ciencia está al servicio de buscar sucedáneos o alternativas tecnológicas como, por ejemplo, la de la carne sintética.
Hay quienes dicen que va a ser la alimentación del futuro, pero yo no lo creo. Muchos hablan de las proteínas de los insectos. Me parece que yo y muchos otros culturalmente estamos muy lejos de eso. La carne sintética surge un poco en respuesta a la huella de carbono por la crianza de los animales, pero hoy se está viendo, al menos en Argentina, todo el tema de la ganadería regenerativa. No sé si la carne sintética es la única opción. Por ahí hay que mejorar los métodos de crianza. Me parece que es un tema inacabable... ¡pero yo me ocupo de lo que pasa en la cocina y del placer que va a pasar al comensal! Así que sobre todo esto tengo una opinión, nada más.
Ahora la maravilla de la que hay que hablar es la inteligencia artificial (IA). Hoy se está usando IA, por ejemplo, para encontrar moléculas que por su estructura puedan ser fármacos efectivos. ¿Ves que la IA también meta su cola en la gastronomía científica?
Ya se está usando en el diseño de alimentos basados en plantas, alimentos para veganos. Se le da a la IA la composición o la textura, por decir algo, del tipo de alimento que querés imitar, pero con la indicación de que no tenga alimentos de origen animal. La IA elabora a partir de toda una base de datos enorme de materias primas cómo lo podrías hacer. Por lo que me contaron, hay veces que lo que arrojan como resultado son cosas que un ingeniero en alimentos sabe que en la vida van a pasar, entonces la corrigen y siguen alimentando el modelo, y después sí se hacen las pruebas. Eso redujo un montón el tiempo de prueba y error y ya se está usando. Otros están usando IA para el food pairing, para el maridaje de qué va con qué. Es una herramienta más. Cuando yo iba a primer año de facultad no te dejaban usar la calculadora, pero lo importante, tanto entonces como ahora, es el razonamiento.
Tus libros funcionan tanto como una puerta de entrada a la ciencia para personas que disfrutan de la gastronomía como hacia la gastronomía para quienes ya están en la ciencia. ¿Cuál es el público que sentís que más se acerca?
Cuando comencé a escribir estos libros mi idea eran los cocineros o gente a la que le gustara cocinar y le generara interés la ciencia. La realidad es que ese no fue el único camino, no fue el único público que tuvieron. Por ejemplo, hoy el libro está como bibliografía en la carrera de Nutrición en Argentina para la materia Técnica Dietética, que es donde aprenden técnicas de cocina. En los cursos que doy de Química Culinaria, en el que pensé que iba a tener solamente algún cocinero y algunos pasteleros, en general hay mucha gente que es de otras áreas de la ciencia. En este momento el curso no es tan grande, pero creo que la mitad no son gastronómicos. Y eso pasaba también en la Asociación de Cocina Molecular. En las actividades que hacíamos había un miti miti de profesionales de áreas que no eran gastronómicas. Y creo que eso es porque la cocina atrae, porque es linda y es placentera... si lo que estás preparando te sale bien.