Hace unos pocos días, el expresidente José Mujica dijo a un informativo de televisión, no recuerdo con relación a qué, que nuestros antepasados indígenas eran mucho más vivos que nosotros, ya que no se estresaban trabajando y vivían plácidamente aprovechando la naturaleza que los rodeaba.

La crítica a la vida moderna en el sistema capitalista, más aún cuando se discute cómo pagarles la jubilación a quienes se pasaron la vida trabajando, puede llegar a apreciarse. El asunto es que otra vez el cántaro va a la fuente: al intentar poner en perspectiva algunos de los sinsentidos o problemas de la vida actual, se recurre a ideas que nuevamente no dejan muy bien parados a los pueblos originarios de estas tierras. Claro que vivir con menos estrés es algo a destacar... pero no si ese menor estrés riega el prejuicio de que era gente poco dispuesta al trabajo o de una vida simple, tosca, con pocos conocimientos y de cultura poco desarrollada.

Es posible que regar los prejuicios impartidos durante décadas en los textos de estudio escolares y liceales, reflejo de un país joven ansioso de inventarse y contarse una historia que lo identificara y que llegó a definirse como “un país sin indios”, no fuera la intención del exmandatario. Pero, por alguna razón, su comentario fue lo primero que me vino a la cabeza al dar con el artículo titulado algo así como Movilidad y adquisición de materias primas por parte del pueblo Cola de Pescado en Uruguay: evaluación del transporte de silcreta a largas distancias entre campamentos y afloramientos durante el Pleistoceno tardío (cerca de entre 12.900 y 12.250 años calibrados Antes del Presente). ¿Por qué? Porque nos habla de que los pueblos originarios de estas tierras, en concreto los que sabemos que habitaron zonas del extremo norte de donde hoy es Artigas, hace entre 12.900 y 12.200 años –el trabajo aborda materiales líticos, es decir, de piedra, encontrados en los sitios Pay Paso 1, Arroyo del Tigre y Los Pinos/Laguna Canosa–, recorrían al menos 179 km para buscar un tipo de roca particular con la que preferían hacer sus puntas de proyectiles conocidas como Cola de Pescado por la forma que tienen (aunque para uno, más que cola parezcan directamente un pez entero).

Estos grupos de Artigas que formaban parte del pueblo Cola de Pescado –en el artículo, en inglés, hablan de Fishtail people, que podría traducirse como pueblos Cola de Pescado, en una tradición arqueológica que asigna nombres a distintas culturas de acuerdo a los artefactos líticos diagnósticos que realizaban– confeccionaban otros artefactos como raspadores, cuchillos con otras rocas que tenían más cerca de sus campamentos, en concreto con areniscas silicificadas. Pero, por alguna razón, a la hora de hacer las armas Cola de Pescado, tanto las puntas que se ataban a palos que luego eran arrojados para cazar animales o los cuchillos, esas areniscas próximas no daban con la talla. Preferían recurrir a las calizas silicificadas, también conocidas técnicamente como silcretas (hay un nombre más coloquial que les calza a la perfección y que veremos más adelante).

El asunto es que los afloramientos donde se ubicaban esas silcretas no quedaban nada cerca de los campamentos residenciales de Artigas. Su preferencia por esta materia prima implicaba entonces desplazarse durante varias jornadas. Eso implica esfuerzo. Y quién sabe, capaz que también estrés.

Más aún, esta preferencia no estaba basada en una necesidad tecnológica: las cercanas areniscas silicificadas perfectamente podían haberse empleado para tallar armas Cola de Pescado. Pero como reporta este reciente trabajo firmado por Rafael Suárez, del Departamento de Arqueología de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (FHCE) de la Universidad de la República, y Flavia Barceló, de esa misma universidad, ambos miembros del Programa de Investigación sobre Prehistoria Temprana en Uruguay, 53,7% de las 97 armas Cola de Pescado de Uruguay estudiadas estaban hechas con silcretas, mientras que apenas 4,1% estaban hechas con las areniscas silicificadas. Había entonces alguna otra razón para esta obsesión por tallarlas en silcreta.

“Estos grupos humanos fueron los primeros geólogos de Uruguay: reconocían lo que nosotros hoy llamamos recursos líticos silicificados de una manera asombrosa y extraordinaria”, dice el arqueólogo experto en puntas antiguas Rafael Suárez ni bien comenzamos a hablar sobre el trabajo. Y así, una vez más, la investigación nos muestra que calificar a los pobladores originarios de estas tierras como primitivos, toscos, faltos de cultura, ignorantes, haraganes o buenos para nada, más que hablar de ellos, habla de quien lo dice.

Con ganas de saber más, nos vamos al sótano donde funciona el Laboratorio de Arqueología y Antropología de la FHCE para encontrarnos con Rafael y con Flavia Barceló, coautora de este maravilloso artículo que nace en el marco de su licenciatura de grado.

Estudiando para estudiar

Suárez ya venía trabajando en las puntas antiguas, en los sitios Pay Paso, Tigre y Los Pinos de Artigas. Allí, en sitios estratificados que permiten acceder a ocupaciones humanas en distintos períodos de tiempo, no sólo han encontrado artefactos de la tecnología Cola de Pescado, como ya vimos, de entre 12.900 y 12.200 años, sino de innovaciones que la sucedieron, como sería el caso de las puntas Tigre, que se desarrolló entre hace 12.000 y 11.300 años, y luego las puntas Pay Paso, que se confeccionaron entre 11.000 y 10.300 años antes del presente. Un cambio en la forma de tallar las puntas implicaba una nueva tecnología adaptada a nuevas necesidades.

En ocasiones previas Rafael ya nos había contado que las puntas, además de una tecnología, nos hablan de una cultura. Siempre ha sostenido, y no es el único dentro del campo de la arqueología, que los artefactos líticos también implican una dimensión simbólica, que los materiales, sus características y tecnologías asociadas tenían que ver con cuestiones identitarias y de pertenencia para quienes los fabricaban. Por ejemplo, Rafael ya había reflexionado acerca de que algunas armas se hacían con determinados tipos de rocas y con otras no, incluso cuando las descartadas podrían ser tanto o mejores para confeccionarlas. Y en parte el presente trabajo se desprende de eso.

“Este trabajo surge de una visión más integral de lo que es la ocupación temprana de Uruguay. Nosotros no nos concentramos en trabajar en un solo sitio, como podrían ser el sitio Pay Paso o el sitio de Arroyo del Tigre, donde tenemos bases cronológicas y estratigráficas muy sólidas, con más de 50 dataciones radiocarbónicas, sino que también tratamos de investigar otro tipo de sitios, como son las canteras y los sitios en cuevas y aleros”, señala. Es que además de las puntas, hay algo más grande aún: “Estos grupos humanos estaban ocupando el paisaje, y como decimos en el artículo, conformaban un paisaje social”. Y aquí entonces analizan esa relación y dominio del paisaje en relación con el conocimiento necesario y los desplazamientos involucrados para acceder a la materia prima.

“En los sitios de Artigas encontramos desechos de talla de esta materia prima en muy bajos porcentajes. Son sitios que están ubicados en el extremo más norte de Uruguay, sobre el río Cuareim, en el límite con Brasil, y a entre 15 y 60 km de Bella Unión. Y estas silcretas no están ni en Artigas ni en Salto, sino que recién aparecen un poquito al norte del río Queguay. Luego se distribuyen hacia el centro y suroeste de Uruguay, abarcando partes de los departamentos de Paysandú, Río Negro, Soriano, Flores y Florida”, cuenta Rafael, que apunta que es hacia estos lugares que estos grupos debían desplazarse. Y entonces el aporte de Flavia a la investigación se volvió sumamente relevante: “Flavia enriqueció el trabajo al incorporar datos del Sistema de Información Geográfica, y en base a eso tratar de establecer las principales rutas para acceder a estos materiales”.

“Durante los cursos de Rafael de Prehistoria Americana, empezamos a ver trabajos de otras partes en donde se utilizaba este tipo de metodologías que recurren a información geográfica”, cuenta Flavia. ¿Qué hizo entonces? Estudiar para seguir estudiando: “Me anoté en el curso de Sistemas de Información Geográfica de la Facultad de Ciencias y me puse a ver cómo podía adecuar eso a lo que nosotros hacemos”.

“Con mi cabeza de arqueóloga pensaba que tenemos una gran base de datos que Rafael fue construyendo en sus 20 años de trabajo. Cada puntito donde se han encontrado materiales líticos o sitios con materias primas es un geodato. Entonces, si pudiera meter todos esos datos de sitios residenciales y de afloramientos de determinadas rocas en un programa, y cruzarlos con la topografía, con la hidrografía, podría llegar a cosas interesantes”, dice Flavia.

Mientras Flavia habla, uno no puede dejar de pensar que de alguna manera el trabajo que hoy nos convoca empezó a tomar forma en 2017, cuando decidió anotarse en ese curso de formación permanente del Departamento de Geografía de la Facultad de Ciencias. La ciencia lleva tiempo: cinco años después, Rafael y Flavia publican su primer trabajo que emplea los sistemas de información geográfica. Si habrá que tener paciencia, constancia y meter horas y energía para poder afirmar algo con cierto grado de confianza. Pero el curso de la Facultad de Ciencias no fue todo.

“En 2017 empezamos también con el trabajo de relevar las canteras de afloramientos en Paysandú”, señala Flavia. “Sabíamos, por la información bibliográfica y geológica, que estas silcretas estaban en las formaciones Queguay, Mercedes y Asencio. Empezamos a hacer una investigación profunda en Paysandú, donde descubrimos no sólo estas canteras, sino también una yapa, porque encontramos un sistema de cuevas que no estaban referenciadas y no eran conocidas ni por los propios geólogos”, señala Rafael. De hecho, esa no fue la única yapa, pero como la ciencia y la divulgación científica requieren precaución y trabajo, seguro hablaremos en futuras notas de varios hallazgos sorprendentes que hicieron al buscar silcretas en tierras sanduceras. Concentrémonos en la materia prima.

“En esos relevamientos empezamos a encontrar cerros que tienen 40 metros de potencia de desarrollo vertical de esta roca, casi cerros enteros de esta caliza silicificada. Después que identificamos uno y vimos a qué altura estaban estas rocas, luego íbamos a otro similar y ahí aparecían”, dice Rafael con entusiasmo. “Entonces pudimos tener esa visión más integral del paisaje, que era lo mismo que estos grupos humanos hacían, ya que tenían la misma capacidad intelectual que nosotros. Por eso es que decimos que configuraban un paisaje social, o sea, un paisaje conocido por estos grupos humanos en el que tenían una oferta de recursos muy importante”, dispara.

Obsesionados por una roca que parece carne

Rafael ya nos había señalado que para él, estos grupos humanos que poblaron el país hace casi unos 13.000 años “fueron los primeros geólogos de Uruguay”. Ahora lo fundamenta. “Estos pueblos reconocían cuáles eran los materiales para hacer determinado tipo de artefactos. No cualquier roca sirve para hacer una punta, sino que tiene que tener un alto contenido de sílice y al romperse hacer una fractura concoidal, entre otras características. Y estos grupos no sólo veían eso, sino que iban un paso más allá, ya que como proponemos en el artículo, les daban a los materiales un cierto valor social y simbólico. Ellos tenían una obsesión por este tipo de rocas a la hora de hacer puntas de proyectil”, sostiene.

En el trabajo, en el que analizan de qué materiales están hechas 97 puntas Cola de Pescado recolectadas en todo el país –en gran parte por coleccionistas particulares a los que Rafael y Flavia les están agradecidos–, esa obsesión es puesta en número. La mayoría de las puntas están hechas de silcretas (53,7%). Lejos, les siguen las hechas con chert, que representan apenas el 10,3%. Las de jaspe llegan al 9,3%, mientras que materiales como la riolita o las ágatas constituyen un escaso 1%.

Flavia Barceló y Rafael Suárez.

Flavia Barceló y Rafael Suárez.

Foto: Camilo dos Santos

“Estos porcentaje de 53% de puntas Cola de Pescado hechas con silcretas, mientras que en el 46% restante ningún otro tipo de roca supera al 10%, están marcando una clara y absoluta preferencia por hacer estas puntas con en este tipo de roca”, afirma Rafael. Lo estético tampoco se escapa: “Es una roca que también tiene su belleza. Al mirarla tiene un brillo y una sedosidad, por decirlo de alguna manera, extraordinarias”, agrega.

“Lo curioso es que estos grupos de estos sitios que tenemos excavados, como Tigre o Pay Paso, para hacer otro tipo de artefactos, como raspadores o raederas, usaban mayormente las rocas locales. Por ejemplo, 83% del material arqueológico que tenemos en Pay Paso y en Arroyo del Tigre es de rocas locales, fundamentalmente areniscas silicificadas. Pero el conjunto de puntas de estos grupos están hechas mayormente con esas silcretas. Por ello marcamos la importancia social, simbólica y también quizás económica que les daban”, dice Rafael. Y sobre el simbolismo, algo hay que tiene que ver con la forma más coloquial de referirse a estas silcretas.

“El simbolismo también creo que está ligado al color de estas rocas, que en algunas es el color de la carne”, dice Rafael. Justamente, a este tipo de roca con la que estaban confeccionadas las puntas antiguas, varios investigadores a mitad del siglo pasado, como Antonio Taddei y Jorge Chebataroff, o antes Karl Walther, las deominaban carneolitas (ya en 1691, de visita por nuestro terrotiorio, Anotnio Sepp había señalado su parecido con la carne). Viendo algunas de las puntas, de rojo opaco y cruzadas por algunas franjas blancas, es imposible no pensar en el músculo de un animal y su grasa. El nombre no podría ser mejor.

Este parecido entre la punta y la carne suma un punto más al valor simbólico que Rafael les asigna. “La punta del proyectil iba a atravesar el cuero y a clavarse en el músculo de los animales. El músculo es de color rojo, y el color de muchas de estas puntas Cola de Pescado es exactamente igual al color de la carne de las presas”, sostiene. Flavia lo secunda: “A muchas puntas de América del Norte los grupos las pintaban con ocre rojo”, dice. “Estos grupos de Uruguay ni siquiera precisaban pintarlas porque la punta ya venía roja y era como carne”, dice Rafael.

¿Pensarían que una punta que es similar a la carne que debe atravesar lo haría más fácilmente o mejor que una que fuera de un color o apariencia distinta? ¿Sería parte de un ritual o alguna forma de respeto hacia la presa que debían cazar para sobrevivir? ¿El proyectil que parece carne trazaría un puente entre lo humano y lo animal, entre la presa y el cazador? Vaya uno a saber. Pero dado que el ser humano es un animal simbólico, seguro se trata de algo más que de una mera coincidencia.

“Una cosa importante que hemos aprendido a través de los años es que dentro de estas silcretas hay distintas calidades. Tenemos desde las que son excelentemente buenas, como la roja que parece carne, o la translúcida, que son de las preferidas por estos grupos, hasta otras que tienen muchas imperfecciones, impurezas y fisuras que estos grupos también reconocían”, dice Rafael envidiando de cierta manera el buen ojo de geólogos de los pueblos Cola de Pescado. “A partir de eso, fuimos valorando las distintas canteras y los distintos lugares de aprovisionamiento de estos grupos, y Flavia fue incorporando toda esa información en un mapa, mezclando la bibliografía y los datos que nosotros relevamos en el campo de todas estas canteras, y de ahí pudo armar las posibles rutas de acceso a estas materias primas”.

Buscando el camino

Bien. Tenemos puntos en el mapa, en el norte de Artigas, donde hay evidencia arqueológica de sitios residenciales de la gente Cola de Pescado en los que se han encontrado puntas y materiales de descarte –lascas– que hablan de trabajo de mantenimiento y rejuvenecimiento de las puntas de carneolita. Luego tenemos distintos puntos, a partir de unos 20 km al norte del Queguay Chico y hacia el sur y el suroeste, en los que se ubican cerros que podrían ser posibles canteras de carneolita. ¿Alcanza con trazar una línea recta entre un punto y otro? Claro que no. Para los grupos Cola de Pescado, al igual que para nosotros, no daba lo mismo si el terreno era empinado o en bajada, si había que atravesar zonas que dificultaban la marcha o ríos que no daban paso.

“Realizando mapas con información de las pendientes y elevaciones, mejores puntos para cruzar ríos y otros accidentes geográficos, tratamos de ver las rutas de acceso a estas materias primas. No es lo mismo trazar una línea recta entre el punto de partida y el de destino”, señala Flavia. “Eso era lo que yo hacía antes. Medía la distancia en línea recta en Google Maps para hacerme una idea, por eso obtenía distancias menores que iban de 150 a 350 km. Ahora Flavia mejoró eso y lo llevó a lo que puede ser más real”, reconoce Rafael.

En el artículo señalan que “para realizar estos análisis espaciales se descargaron y crearon mapas base” a partir del “Modelo Digital del Terreno de Uruguay proporcionado por la Dirección General de Recursos Naturales Renovables del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca”. Para calcular las distancias y los costos en tiempo de hacer estos recorridos, emplearon el programa ArcMap. Todas cosas en las que Flavia se sentía como pez en el agua, ya que no sólo hizo el curso del que hablamos de Sistemas de Información Geográfica, sino que confiesa que le fascina trabajar con tecnología y computadoras.

“En el programa primero se incorporan los puntos, el de inicio y el de llegada. Luego se calcula en distancia cuánto implica ir del campamento residencial hasta el afloramiento con la carneolita, y después se calcula la vuelta. En cada paso hay que tener en cuenta los mapas de fricciones y de la hidrología. Después de tener esos dos cálculos, se hace un cálculo de cuál sería la ruta de conexión de menor costo, es decir, la que implicaría menor esfuerzo. No es lo mismo caminar una pendiente muy inclinada en subida que una en bajada”, sostiene Flavia.

De esta manera, el Modelo Predictivo de Vías de Tránsito que crearon “con el propósito de explorar las conexiones hipotéticas, distancias y tiempos” arrojó que entre el sitio Tigre y los afloramientos de carneolita las rutas generadas “presentaron valores que oscilan entre 179 km para los afloramientos más cercanos y 425 km para los más lejanos”. En el caso del sitio Pay Paso, “las rutas de conexión generadas” arrojaron distancias de entre 220 km hacia el afloramiento más cercano hasta 475 km al más lejano. Finalmente, desde el sitio residencias de Laguna Canosa/Los Pinos a los afloramientos de carneolita el modelo arrojó una ruta mínima de 227 km y una máxima de 482 km.

Les pregunto si podemos pensar que había gente que se especializaba en esto de ir a buscar la carneolita o si era algo que hacía todo el grupo. “Seguramente no se trasladaba todo el grupo. En eso nos ayuda la etnoarqueología, el estudio de grupos actuales que viven de forma parecida a estos cazadores recolectores, como los yanomami, o los !kung del desierto de Kalahari. Estos envían exploradores para conocer un nuevo lugar y ver qué recursos hay. Cuando conocen los recursos, van determinadas personas a obtenerlos”, conjetura de forma informada Rafael.

“Con Bruce Bradley, este gran maestro de talla con quien venimos trabajando desde hace tiempo, pensamos que quizás iban jóvenes y se aprovisionaban de estas rocas y se las llevaban a los maestros talladores. En estos grupos, una persona de 40, 50 años ya era una persona bastante veterana”, sostiene Rafael.

Pongamos el ejemplo del fútbol actual: finalizando la tercera década, la mayoría de los jugadores no están para los trotes que demanda el deporte. Tal vez pasara lo mismo con quienes hacían estos más de 170 km para buscar la carneolita. “El joven, que tiene mejores piernas, va a aguantar más el camino”, apoya Flavia.

“Podría ser entonces que los jóvenes fueran a busca la materia prima y se la llevaran, tal vez ya con algún trabajo de preforma, es decir, no la punta en sí misma sino en un estadio previo, así no tenían que cargar bloques de 20 kilos de carneolita. Llevarían en su bolsito 15 o 20 preformas, que pesando entre 100 y 150 gramos cada una, implicaría cargar unos dos kilos de material, y las entregarían a los talladores expertos, quienes terminarían los artefactos en los campamentos o en otros lugares”, dice Rafael, aclarando que “son suposiciones, no tenemos evidencia de esto, pero pensamos que se podría hacer de esta forma”.

Volviendo a las rutas, Flavia aclara que se trata “de modelos predictivos, es algo tentativo, no es la realidad ni establece exactamente las rutas por las que estos grupos transitaban para obtener sus materiales. Pero aun así, este tipo de abordaje nos da por lo menos una aproximación de lo que podrían haber sido estos recorridos”.

¿Cuánto tiempo implicaba recorrer estas rutas?

Tenemos rangos que van desde los 179 a los 482 km entre los campamentos residenciales de Tigre, Pay Paso y Los Pinos/Laguna Canosa y los distintos sitios con afloramientos de carneolita de calidades adecuadas. El trabajo aborda cuánto les llevaría hacer estos recorridos.

“Utilizamos el índice de senderismo de Tobler, que lo que hizo fue calcular la velocidad de una persona a pie, en una determinada pendiente de unos pocos grados en descenso”, explica Flavia. “Según este índice, en esa situación la velocidad de una persona en caminata normal es de seis km por hora. Entonces hicimos el cálculo, de acuerdo a las distintas pendientes de las rutas, de cuál sería la velocidad, y de esa manera obtenemos el tiempo que llevaría hacerlas”, cuenta.

El campamento Tigre estaba a un mínimo de 179 km y un máximo de 435 km de los afloramientos. En el artículo reportan entonces que “el tiempo necesario para acceder a los recursos presenta un mínimo de 30 horas, un máximo de 74 horas y una media de alrededor de 50 horas” de marcha. Asumiendo que caminarían como máximo 12 horas –hay que hacer otras cosas, como dormir, comer, descansar, socializar–, eso implicaría entre dos días y medio de caminata y poco más de cuatro.

Para el asentamiento en Pay Paso, con distancias hasta la carneolita de entre 220 y 475 km, el tiempo necesario debido al terreno implicaría un “viaje de 34 horas para el recurso más cercano y de 78 horas para la fuente más alejada del origen”, poco más de día y medio y de seis días y medio respectivamente, asumiendo las caminatas de 12 horas. Finalmente, para el campamento de Laguna Canosa/Los Pinos, estos tiempos iban de “un mínimo de 38 horas y un máximo de 80”, es decir, casi tres días y seis y medio, respectivamente.

“Sabemos que estos grupos tenían una organización social muy compleja, y tenían sitios en distintos puntos del paisaje, por lo que estos desplazamientos se pueden haber dado en movilidades o circuitos de varios meses, o incluso anuales”, comenta Rafael. “Podían venir de un lado, ir a un sitio, estar cuatro o cinco semanas en un lugar, luego ir a otro, ir a aprovisionarse de la roca, ir luego al río Negro medio, donde estas puntas aparecen en gran cantidad”, amplía.

Punta Cola de Pescado confeccionada con carneolita o caliza silicificada.

Punta Cola de Pescado confeccionada con carneolita o caliza silicificada.

Foto: Camilo dos Santos

Hay otro dato no menor, que el software que emplearon no puede dilucidar, que podría implicar alteraciones de estas rutas o andar por algunas que no son las menos costosas. “En algunas ocasiones pensamos cómo sería la interacción social de distintos grupos. Si un grupo estaba explotando una cantera y llegaba otro grupo, ¿cómo sería esa interacción? ¿Sería pacífica o bélica?”, lanza Rafael. “Si hubiera territorialidad, tal vez por determinados lugares preferían no ir porque ya había otros grupos, y eso los obligaría a dar toda una vuelta”, completa Flavia.

“Si bien tendemos a pensar que estos grupos tenían la misma tecnología, la misma cultura y estaban relacionados por el parentesco, porque en este momento había muy poca gente circulando por este territorio, podría haber habido también un sentido de pertenencia, que tal cantera fuera considerada propia por determinado grupo y que no se compartiera o no se quisiera compartir con otros”, dice Rafael.

Nada haraganes

Las investigaciones científicas sobre nuestros antepasados han ido cambiado la percepción que tenía de los pobladores originarios de estas tierras, sobre todo con lo que me habían enseñado durante mi pasaje por el sistema educativo.

Entre los múltiples disparates xenófonos, supremacistas, invisibilizantes y negacionistas del talento y la humanidad del otro está el de que los pobladores de estas tierras eran haraganes, poco proclives al trabajo –lo decían quienes pretendían explotarlos como mano de obra esclava y los que los despojaban de las tierras y recursos con los que subsistían– y que vivían bajo una ley del mínimo esfuerzo tomando lo que la naturaleza les arrojaba al alcance de su mano. Pero los “primitivos” pobladores que fueron diezmados por los europeos practicaban la agricultura, aquí de zapallo y maíz, entre otras cosas, tenían conocimientos astronómicos, construyeron los primeros encierros para ganado basándose en los conocimientos que tenían del manejo de los ciervos que abundaron por aquí, modificaron el paisaje con las construcciones de los cerritos de indios e incluso fueron los primeros en practicar la forestación por estos lares, como evidenció un trabajo publicado el año pasado.

Rafael añade que fueron los primeros geólogos por su dominio de las rocas que podían obtener en distintos lugares para confeccionar sus herramientas. Y más aún: ir a buscar carneolita en un viaje que rondaba los 200 km y que llevaba varios días echa por tierra la idea de que eran poco proclives al trabajo, al esfuerzo o lo que se quiera decir para minimizar la cultura de la gente que ya había en este continente.

Para colmo, ese esfuerzo extra que hacían para obtener la carneolita no estaba guiado por la necesidad: tenían cerca otras rocas con las que perfectamente podrían haber tallado sus puntas Cola de Pescado, ya que las usaban para hacer otros artefactos. Nada de necesidad y de urgencia de vida o muerte: lo que los impulsaba era algo cultural. Por alguna razón, simbólica, religiosa, social, económica o cual fuere, las puntas Cola de Pescado realizadas con estas calizas silicificadas color carne o traslúcidas los llevaban a ir mucho más allá de su zona de confort.

“Hay quienes piensan que esta gente no tenía lenguaje, que vivían desesperados corriendo atrás de la fauna y que cazarla era su única actividad. Pero no. Sabemos, por la investigación que hemos hecho, que estos grupos se trasladaban y les daban valor, social, simbólico, quizás político también, a las rocas, a los objetos, a las piedras”, comenta Rafael.

“Siempre se piensa que los primeros grupos que llegaron a estas tierras eran los menos evolucionados, que tenían menos tecnología. Pero aquí esto se da vuelta. En lo que refiere a la confección de artefactos y de puntas de proyectil, los pueblos Cola de Pescado son los más sofisticados. Luego, a medida que nos acercamos al presente, esa sofisticación se va perdiendo”, sostiene Rafael. “Los constructores de cerritos, por ejemplo, usaban sólo las rocas locales, no recorrían grandes trayectos como estos grupos para abastecerse de determinadas rocas”, dice en referencia a estos grupos que comenzaron a construir montículos, algunos miles de años después de que se dejó de emplear la tecnología de talla para manufacturar puntas Cola de Pescado.

“Eso es importante porque nos está mostrando que estos grupos humanos tenían un conocimiento profundo del ambiente, se manejaban con circuitos de movilidad y de interacción con un paisaje que conocían como la palma de su mano. Y eso no está en línea con esa visión que nos daban en la escuela de que vivían haciendo nada. Tenían, dentro de su cultura, sus estrategias, y a eso es a lo que apenas podemos aproximarnos a través de las piedras”, agrega Rafael.

“En mis clases siempre digo que, aunque parezca un sinsentido, las piedras hablan, sólo tenemos que saber escucharlas. Lo que estamos tratando de hacer es que estas piedras nos digan y nos muestren cómo eran estas personas. Lo que queremos es ver a las personas que están detrás de los objetos y el esfuerzo que a esta gente les implicaban”, amplía.

“Capaz que hoy decimos que movernos 200 o 400 km para abastecernos de una roca es demasiado, pero para estos grupos eso era muy importante y esa importancia quizás esté relacionada con otras cosas que hoy no podemos manejar, con aspectos espirituales, simbólicos, cosas que vienen de generación en generación que estos grupos vienen trayendo. Ese es el sentido de nuestra investigación, tratar de darle otro enfoque y de darles voz a las cosas que parece que no la tienen”, agrega.

“Estos desplazamientos nos hablan también de conocimientos. No es que salían a recorrer 400 km a ver qué encontraban, sino que ya sabían dónde estaban las canteras para sus distintas necesidades. Eran grandes exploradores y grandes rastreadores. Nada más alejado a pasarse haciendo nada”, comenta Flavia.

“Esto también está relacionado con el reciclado y el reuso de estas puntas, que es otra cosa que venimos investigando desde hace tiempo. Muchas, cuando dejan de ser efectivas como armas de caza, se reciclan y pasan a ser artefactos cortantes”, agrega Rafael.

“Volando nuevamente un poco con la imaginación, eso me hace pensar en que tal vez un tío o una tía llevó a su sobrino o sobrina a la cantera, y entonces esos jóvenes le dan a esa pieza fabricada un valor social y emocional. Tal o cual punta la hicieron con el abuelo o con la abuela, con rocas de aquella cantera a la que los llevaron por primera vez hace muchos años, entonces cuando la punta se rompe no la tiran, sino que la reciclan, la reavivan y la conservan con cierto valor. Por eso es que hablamos del valor social que se les puede dar a las rocas y a los artefactos”, vuela Rafael.

“Ese uso sucesivo entre distintos miembros del grupo hace a lo que nosotros llamamos la biografía de los artefactos. El artefacto nace en un lado, tiene una niñez, una adultez, muere y termina en el sitio donde se descarta”, amplía.

Flavia me muestra uno de los anillos que lleva en su mano derecha. “Era de mi bisabuela, después fue de mi abuela, después de mi tía y ahora es mío. Cuando yo tenga hijas, va a ser de ellas. Con estas puntas podría pasar lo mismo”, conjetura con toda razón. Los seres humanos somos de hacer esas cosas. Los de ahora y los de Artigas de hace algo menos de 13.000 años.

Artículo: Mobility and raw material procurement by Fishtail people in Uruguay: Evaluation of silcrete long distance transport between campsites and outcrops during the late Pleistocene (ca. 12,900–12,250 cal BP)
Publicación: Journal of Archaeological Science: Reports (diciembre de 2023)
Autores: Rafael Suárez y Flavia Barceló.