Las costas de Juan Lacaze se caracterizaban por dos olores. Uno de ellos provenía de la producción de celulosa en la planta industrial de Fanapel, cerrada hace cinco años. El otro se sentía más fuerte cuando se rumbeaba a la playa de los pescadores: el olor a sábalo. Si bien los niveles de pesca bajaron en los últimos años, sigue siendo un aroma bastante común en las costas de Colonia.
Al este del barrio sabalero de Villa Pancha, cerca del viejo tránsito pesado y frente a un campo, vive Eduardo Telleri, pescador “de nacimiento”, según cuenta. “Acá siempre tengo que tener limpio porque viene gente a comprar filet”, comentó a la diaria, mientras manguerea la caja de su camioneta y unas bandejas de plástico en las que cargan el sábalo cuando lo sacan del río. “Es bravo sacar el olor a pescado”, aseguró.
Telleri nació en Juan Lacaze, como sus tres hermanas y Miguel, su hermano, que también es pescador. El abuelo materno fue el primero que dedicó su vida a la pesca.
El porteño Telleri llegó desde Argentina y se instaló en la zona, y luego dejó el legado y el conocimiento de las pesquerías al resto de su familia.
“Con mi abuelo, cuando era gurí, pasábamos la red de arrastre y vendíamos la yunta de sábalos. Ahí en la esquina viven mis tíos, que también se dedican a esto”, señala Telleri.
A los botes
Telleri trabaja con su hijo Alejandro, de 29 años, y con otro empleado. Su barco tiene 7.20 metros de largo y está habilitado para cuatro personas, pero esa cantidad de tripulantes la cubren solo cuando hay mucha pesca. Se mueve por la Zona D, autorizada por la Dirección Nacional de Recursos Acuáticos (Dinara), que comprende desde el paralelo de Punta Gorda, donde confluyen los ríos Uruguay, Paraná y de la Plata, hasta el margen oeste del río Santa Lucía, incluyendo los afluentes de todo el tramo.
“Tenemos varias millas para recorrer, pero siempre salimos en esta zona”, manifestó Telleri. Su base está ubicada en la Boca del Rosario, junto a la de su hermano y su sobrino. El ingreso al lugar es privado y necesita ese permiso para pasar las dos porteras que separan al camino vecinal del agua. “El permiso para poder salir desde allí lo conseguí yo. Siempre tratamos de dejar todo limpio y ordenado, porque en el campo hay ganado y tenemos que ser cuidadosos”, explicó.
El ingreso autorizado por Dinara que tiene la empresa de Telleri es hasta diez millas, unos 16 kilómetros. “Tenemos dos horas muertas de viaje entre el ingreso y la salida”, expresó. Otro punto: en épocas de mucho calor, como estos días, tienen que salir temprano del agua, porque “podemos perjudicar la mercadería”, debido al efecto del sol. Eduardo y su equipo comienzan la jornada temprano: “A las 4.30 debemos estar saliendo hacia el canal”.
Los trabajos del pescador de río son variados y tienen sus piques. Telleri tiene en el agua diez paños de 45 metros de largo por 3.20 metros de alto, en una profundidad que no alcanza los ocho metros. El trasmallo está marcado en cada punta por una boya y una bandera que contiene el nombre de la empresa, el número de la embarcación y el permiso de la Dinara.
“Debemos dejar todo claro por las dudas que Dinara o Prefectura recorran la zona”, aclaró Telleri. Revisar los trasmallos es una tarea dura y muy pesada. “Utilizamos red de malla N° 15 para no pescar piezas chicas. Si nosotros hacemos matanza de pescados, nos estamos pegando un tiro en el pie. El pescador que vive todo el año de la pesca tiene códigos”, aludió.
Cuando se empieza a levantar la red, aparecen “las lomudas”. Luego empieza la limpieza y los pescados se empiezan a acomodar en la embarcación. “El pescado se lava adentro. Debemos ser prolijos, limpios, serios y ordenados. Es nuestro trabajo”, dijo.
La captura del sábalo tiene un gasto fijo: el combustible. Telleri guarda todas las boletas de combustible en una caja para presentar ante Dinara, ya que hace 13 años está operativo un convenio de exoneración de impuestos de combustibles para buques a pequeña escala o artesanales. “Yo gasto unos 4.000 pesos cada dos días. Por este tema también es que nos manejamos en la zona y no nos movemos demasiado lejos”, explicó.
La charla con Eduardo se hace amena y entretenida; desde la limpieza de la camioneta, hasta la explicación práctica de los tamaños de mallas de los diferentes trasmallos. Sin embargo, una de las preguntas le hace alzar la voz al moreno de ojos azules: “No, las redes que se ven de la costa no son de nosotros los pescadores. Esos paños no tienen habilitación de nada”.
Telleri se desmarca de los trasmallos que se ven desde las arenas de las playas de la zona sureste de Colonia. “Si nos juntamos todos los pescadores habilitados y hacemos la denuncia en Prefectura, esas redes deberían sacarlas a todas. Pero no realizamos este tipo de denuncias porque entendemos que la gente lo hace para comer, porque vive el día a día”, explicó. Sin embargo, reconoce cierto malestar: “El problema es que hacen las cosas mal. Pescan, limpian el pescado en la playa y dejan todo tirado”.
La oficina de los Telleri
A la mañana siguiente de conversar en su casa, nos encontramos en la Boca del Rosario, la base que utilizan los pescadores para el ingreso al río. “Pasá la portera de madera, caminá cien metros hasta llegar a una zimbra y volcate a la derecha. Enseguida vas a ver el movimiento”. Dicho y hecho.
En medio del calor sofocante y el olor a pescado, los muchachos entraban y salían del agua mientras ataban los botes, limpiaban las máquinas. Otros, que descansaban a la sombra, quedaron un poco sorprendidos por la presencia extraña. “¿Qué andás precisando?”, me preguntó un muchacho que comía una manzana mientras repartía frutas a los demás pescadores. “Le estoy haciendo un reportaje a Eduardo sobre la pesca y quedamos en que hoy venía por acá”. Pero Eduardo y su equipo ya se habían ido, rumbo al horizonte.
“Tenés que venir temprano para agarrar a Eduardo, es el primero que sale”, comentó uno, mientras sacaba su equipo de trabajo. “Ahora en un rato sale Miguel, el hermano. A él le gusta la cámara y el micrófono, te cuenta toda su vida en el agua”, dijo otro de los pescadores, entre risas. En las cajas hay cientos de sábalos que esperan por las bandejas y el camión del acopiador.
Precios de Oro
El acopiador que levanta los pescados es Julio Pacheco, que desde hace 11 años recorre kilómetros de costa, desde Cufré, en el límite con San José, hasta Puerto Platero, unos kilómetros al oeste del Balneario Santa Ana. Llega en un camión de caja chica con dos empleados y un montón de bandejas vacías.
Ahí comienza otro movimiento en la orilla del agua. Luego de algunas bromas, cada uno toma su rol en el equipo. Adrián y David llenan las bandejas con sábalos arriba del bote. Fernando y el Yiya levantan, pesan y cargan. Y otros dos empleados de Pacheco acomodan todo el material arriba del camión. Las bromas siguen pero más pausadas.
Unos metros más allá, en la sombra, Pacheco descansa un rato del insoportable calor. “El precio que se paga por la bandeja de 20 kilos es 650 pesos. Ha variado mucho y los pescadores deben aprovechar este momento”, dice. Ese precio, según Pacheco, es el más caro de los últimos años.
El acopiador, que cuenta con varios camiones y un depósito con cámara de frío, trabaja para Evamel SA, una empresa que industrializa y exporta pescado de agua dulce desde 2007. “Hay días que llegamos a levantar hasta 600 cajas de pescados. Hay muchos pescadores en la zona”, aseguró.
Evamel SA trabaja con más de 500 pescadores artesanales en todo el litoral del país, que abastecen, por intermedio de los acopiadores, diferentes pescados de agua dulce, entre ellos, sábalos, bogas, tarariras y dorados. En sus orígenes, la planta industrial estaba en Salto, pero desde hace dos años está en Solís de Mataojo, en el departamento de Lavalleja. La empresa exporta “pescado entero eviscerado congelado” a Brasil, Colombia y a algunos países europeos.
“En Colonia somos cinco acopiadores que recorremos todas las costas. No es fácil el trato con los diferentes pescadores, cada uno tiene sus costumbres y sus formas”, dijo Pacheco, que realiza el trabajo diario con un par de empleados y su hijo Guzmán, que “también pesca en la zona de Platero”.
“Nosotros no ganamos mucho por bandeja, pero en cantidades podemos hacer una diferencia”, aseguró. La tranquilidad del trabajo, según dijo, es que levantan mercadería “que ya está vendida”. “Pronto, Pacheco”, le gritan desde el camión. “Toca pagar”, dice el acopiador, despacito, mientras rumbea para donde están los pescadores.