Hace unos días se dio la fecha oficial de algo que ya se había confirmado a fines de 2012: la migración definitiva del servicio Windows Live Messenger (más comúnmente conocido por los uruguayos como MSN o Messenger) al más actual, rentable y versátil Skype. En la superficie no hay nada por lo que alterarse: el imperio de Bill Gates no va a derrumbarse de la noche a la mañana y los “escasos” más de 100 millones de usuarios que seguían utilizando el sistema van a poder, desde marzo, asociar su cuenta, casi de forma automática, con una de Skype.
Lanzado en 1999, el sistema de mensajes instantáneos pergeñado por Microsoft no tardó en adueñarse del campo. Tres años antes del MSN, el ICQ había sabido ocupar la función de comunicación instantánea entre personas de todas partes del mundo, pero al MSN no le tomó demasiado desplazarlo, pese a no brindar el excelente buscador de amigos que ofrecía su antecesor. Quizá con la única diferencia de poder enviar mensajes aun cuando el usuario estaba fuera de línea -opción que no tardó en incorporar ICQ-, Messenger se terminó colocando por encima, no sólo por estar unido a la megaplataforma de Windows, sino por entender una nueva necesidad, un marco simbólico no vislumbrado por los anteriores programas: mientras que ICQ apuntaba a presentar y conectar a nueva gente -lo que en cierto punto continuaba las ideas originales de los salones de chat-, el MSN era un programa principalmente para los ya conocidos, una estratificación dentro del vínculo humano ya establecido, una especie de santo y seña para integrar otra parte de la vida de alguien.
El MSN, de forma parasitaria, se convirtió en un escalón intermedio entre conocer una persona y pedirle su teléfono; detectó un tipo de vínculo social y trazó una Línea Maginot, una fiscalización de un terreno que por mucho tiempo había estado repleto de minas subterráneas y completos “vacíos legales”.
Que te pasaran el MSN era el comienzo de algo (que podía ser todo y nada), un terreno sobre el que se podía comenzar a construir una cosa nueva. Fue la ortopedia comunicativa de muchos que no se habrían atrevido a decir algo en persona, fue el extraño interregno en donde uno pudo empezar a ensayar ser alguien distinto aun siendo el mismo, un mundo en el que a contramano de publicidades, vaticinios y programas de enseñanza, la palabra empezaba a dominar las apariencias, creándose un propio idioma, pudiendo permitir a las personas googlear entre pregunta y respuesta y parecer más inteligentes, mordaces o instruidos de lo que de verdad eran. Fue un mundo de posibilidades y un centro de disciplinamiento. No nos enseñó qué querer, sino cómo querer y cómo demostrarlo. Marcó los posibles e imposibles, canonizó el stalkeo voyeurista, recortó nuestro idioma con la minuciosidad del jardinero cuidando un bonsái, marcó nuevas épicas, historias de encuentros y desencuentros que más de alguno contará orgullosamente a sus nietos como una historia de caballeros, princesas y palomas mensajeras.
El resto de la historia más o menos la conocemos: desde los confines abisales del ciberespacio emergió Facebook y como un gigantesco kraken devoró toda la usabilidad que podían ofrecer los anteriores servicios: la conjugación perfecta entre conectividad y exclusividad, búsqueda de nuevos amigos y explotación nostalgiosa de ex alumnos, utilidad y ocio, paranoia y neurosis, vanidad y cooperación, libertad y encadenamiento, política y gatitos.
En terrenos en los que lo virtual cada vez ocupa un lugar más importante en nuestras vidas, la apropiación de un medio por otro adquiere la dimensión del renombramiento de un país, la dinamitación de una estructura vigente, la demolición de un edificio público.
Entre tantas muertes, virtuales y verdaderas, el cierre de MSN se siente como el cierre de un bar al que ya se había dejado de ir, al que se prometía que alguna vez se iba a volver, pero siempre había otra cosa mejor o más importante que hacer. Hace un año se me había ocurrido volver a entrar a mi sesión del MSN y ver qué pasaba. A diferencia de la hilera de esqueletos grises que pensaba encontrarme, me topé con un pequeño caminito de fantasmas verdes, o quizá era la luz mala lo que me hacía verlos en la fosforescencia de sus huesos. Perdidos por ahí, una chica mexicana que conocí en un coloquio en Guadalajara y con quien mantuve una intensa relación epistolar; una chica de Minas con la que cavé zanjas en un campamento de trabajo en el Cerro Campanero; un metalero que una vez me pasó un bootleg en mp3 de Buenos Muchachos; una amiga de mis padres que siempre se sintió más tía mía de lo que efectivamente fue; un compañero de liceo que me sigue invitando a asados. Me gustó ver aquellos hombrecitos verdes, iluminando la pantalla como la luz de estrellas muertas, haciéndome creer que aún siguen vivas. Pensé que ellos posiblemente pensaron lo mismo al verme, pero descubrí que casi como por reflejo entré en formato invisible. Nos quedamos mirando, los cinco puntos y yo, como ensayando un adiós. Cerré la sesión sin pestañear, sabiendo que nunca más iba a volver.