La adrenalina y la admiración del seguidor se encuentran en las cafeterías de los teatros, en los alrededores de los estadios, en la periferia del espectáculo. Se entiende claramente de qué hablan cuando hablan de segmentación al revisar las ofertas de viaje para ver museos, partidos de fútbol, conciertos, circuitos gastronómicos o funciones de ballet. Lucía Chilibroste lo hace desde la especialización y el fanatismo, es decir, con obsesión de seguidora incansable pero con sustento teórico. Esta historiadora y magíster en Estudios Latinoamericanos (su tesis fue sobre la historia de la Escuela Nacional de Danza) hace tiempo que investiga la historia del ballet, ha dado conferencias con el Ballet Nacional del SODRE, escribe en medios locales y extranjeros, y prepara una biografía sobre María Noel Riccetto que publicará a fin de año. “Hace tiempo que les comentaba a mis amigos que sería una muy buena idea poder viajar a ver las temporadas de ballet, algo de lo que obviamente todos se reían”. Pero además de dar clases, dejó de hacer reír a su entorno con su gran idea, el sueño de la piba, y puso manos a la obra. Las ciudades visitadas se organizan en función de su oferta cultural, el orden se invierte. Ya no es conocer Nueva York, es ir con un objetivo. “Yo vivo en Mercedes, y sabía que mucha gente que iba a los cursos, que estaba en mi micromundo, estaba expectante, que podía ser una opción. Entonces, cuando lo anuncié, el año pasado se llenó el cupo”, cuenta. Fueron ocho días en la última quincena de mayo. Es una buena época “porque coincide con el final de la temporada del American Ballet, la compañía donde estuvieron Julio Bocca, María Riccetto, y con el inicio en el New York City, el teatro de al lado. Coincide el final de una temporada con el principio de otra, pero es diferente de como se organiza acá. Está pensado para que una persona pueda irse una semana y ver tres ballets distintos”.
El que va por su cuenta se enfrenta a la logística y los paquetes, mientras que el que viaja en equipo puede delegar todo en la organizadora. “Encargué las entradas cuando se pusieron a la venta, porque además soy una maniática de los lugares, y si voy a Nueva York a ver ballet, que sea en un buen lugar”, admite Chilibroste. “Pero como vale para cualquier grupo, si quiere comprar, tiene que estar al alpiste. Salieron en noviembre, y por ser un grupo conseguimos dos visitas guiadas en el detrás de escena del New York City Ballet; una se llama Meet a dancer, y el guía es un bailarín de la compañía, un integrante que te recibe y te lleva entre bambalinas”, cuenta. En cuanto a backstage, consiguen que un vestuarista del New York City los lleve al lugar donde guardan los vestuarios, un depósito gigantesco, y les explique su confección y su mantenimiento.
Público objetivo
La composición del grupo de viajeros ha variado. “Hay mucha mujer, principalmente”, cuenta Chilibroste, lo que coincide con las mediciones del público que asiste al ballet en Montevideo. La mayoría tiene de 50 años hacia arriba, aunque también se anotaron más jóvenes y aprovechan para tomar clases, que es otra tendencia. “Hay treintañeras que de repente deciden tomar clases junto a sus madres, por ejemplo. En Nueva York hay muchísimas academias en las cuales pagando entre 15 y 25 dólares, se pueden tomar clases, y no tenés que ser gran bailarín”. Son muchos los lugares míticos donde conviven figuras y debutantes. “Es una novelería, como ir al estadio del Barcelona y jugar un partidito; algo simbólico. También contratamos una visita guiada por Lincoln Center, todo el predio, que tiene seis hectáreas. Nosotros vamos al ballet casi todos los días, pero también está el teatro de la Filarmónica, la escuela del American Ballet, la escuela de actuación y de música de Julliard, hay una biblioteca con piezas únicas, y tomás la real dimensión de lo que es ese espacio”, relata.
Más allá de un souvenir típico, un imán o una remera, en la puerta los artistas salen a saludar y firmar autógrafos, y en ese contacto directo los viajeros se topan, por ejemplo, con Hernán Cornejo, el argentino, o Roberto Bolle, el primer bailarín italiano, o se organizan para ir hasta el centro de artes de Mijaíl Baryshnikov, en Manhattan –esa “megaestrella, un personaje que devuelve a la sociedad, dando becas y residencias”–, o dan una vuelta por los estudios de Alvin Ailey, una de las primeras compañías afroestadounidenses, creada en la década de 1950. Trabajan con zapatillas de punta pero tienen una expresividad y una forma de mover el torso, los brazos y la musculatura que es diferente. Es una mezcla. Otra cosa bien balletómana que hicimos fue ir a la compañía de Martha Graham, otra de las madres de la danza”.
La intención, a fin de cuentas, es consumir todo el ballet posible en pocos días, y si el cuerpo acompaña, asistir a algunas clases. un poco como armar un festival privado. “Mi papel es organizar el viaje”, resume Chilibroste. “Soy la que decide a dónde vamos, qué hacemos. Ahora estamos organizando para ir a Londres en octubre o noviembre, dependiendo de la temporada que largue el Royal Ballet”. La idea es que sean viajes cortos, de siete u ocho días, en una ciudad, vivida intensamente. París, San Petersburgo y Moscú, Roma, podrían ser otras paradas. Es un viaje al que se puede sumar un balletómano solo, que encuentre eco en un grupo, pero cada cual decide qué casillero quiere tachar.
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