Hacia 1903 se podía completar largas distancias dentro de Estados Unidos en un viaje en tren, a caballo o a pie. Las rutas sólo existían en los alrededores de las ciudades más importantes del país y eran pocas las que estaban pavimentadas. Es que eran escasos los automóviles que existían en plaza, salvo por algunos adinerados que podían acceder a tal lujo.
Hasta que Nelson Jackson, un médico con guita, apareció en escena luego de una acalorada charla fierrera en un bar: tras algunas copas, se animó a apostarle a su esposa que sería capaz de partir de San Francisco y llegar a Nueva York en 90 días. Eso teniendo en cuenta que debería guiarse por el curso de los ríos, atravesar desiertos y montañas sin carreteras a la vista y menos que menos estaciones de servicio para reponer combustible. Era un viaje transcontinental nunca antes realizado de aquella manera.
Tras ver el panorama que se avecinaba y tomando en cuenta que los 6.800 kilómetros que separaban las dos ciudades demandaban tres días y medio yendo en tren, Bertha, la mujer del doctor, aceptó la apuesta por 50 dólares. Inmediatamente comenzaron los preparativos para el viaje: el señor Jackson contrató a Sewall Crocker, un mecánico de 22 años, para asistirlo en los desperfectos que podía sufrir el vehículo (un Winton Vermont de 1903) y también para conducir mientras el ideólogo descansaba.
Partieron desde San Francisco hacia Oregón y desde allí hacia Idaho para luego adentrarse en el país rumbo al este. Sin embargo, al dúo le faltaba un copiloto. Jackson creía que integrar un perro al viaje no sólo ayudaría a que los conductores descansaran sin preocuparse, gracias al comportamiento territorial del animal, sino que además sería útil en los momentos más difíciles del viaje, al disipar tensiones a través del afecto, el juego y todas las bondades que tiene una mascota.
Los dos hombres partieron de Idaho sin lograr el cometido de conseguir uno, pero a los pocos kilómetros tuvieron que volver, ya que habían olvidado algunas pertenencias en el hotel donde habían pasado la noche. En ese momento les ofrecieron a Bud, un pitbull; Jackson pagó por él unos 15 dólares, completó el cupo del vehículo y siguieron la ruta.
Como el glamoroso pero precario auto no tenía techo y tampoco parabrisas, tanto los humanos como el perro estaban expuestos al polvo, las piedras y la arena del camino. Por eso, Jackson no dudó en colocarle a Bud unas gafas grandilocuentes pero muy útiles que fueron vitales para que los periódicos y las revistas de la época se hicieran eco de la aventura y publicaran fotos del acompañante con sus llamativos anteojos.
Durante el viaje, Bud se enfermó tras beber agua estancada, pero rápidamente zafó y los ayudó a retomar el rumbo luego de pasar 36 horas perdidos, al divisar a un pastor que caminaba próximo. Luego de recorrer 11 estados –California, Oregón, Idaho, Wyoming, Nebraska, Iowa, Illinois, Indiana, Ohio, Pensilvania y Nueva York– los aventureros llegaron a destino el 26 de julio de 1903, exactamente después de 63 días, 12 horas y 30 minutos. Miles de personas asistieron al cruce de meta en la Quinta Avenida: por primera vez un auto cruzaba Estados Unidos de costa a costa. Por tal proeza, los conductores y el perro fueron reconocidos como héroes nacionales y dieron el puntapié para convencer a los estadounidenses de que los viajes de larga distancia eran posibles en auto, una alternativa a los ferrocarriles.
Jackson definitivamente adoptó a Bud, que por aquel entonces era uno de los perros más famosos del país y salía en portadas de revistas. Con él volvió a su hogar en California, aunque no cobró los 50 dólares que ganó por su apuesta, quizás por los 8.000 dólares que gastó en el viaje, monto que su mujer no estaría muy contenta de aceptar.
En 1944 el médico donó el auto al Instituto Smithsoniano del Museo Nacional de Historia Estadounidense junto con las famosas gafas de Bud, que siguen expuestas al público.