Uno de los destinos turísticos recomendados cuando alguien visita Gales es Beddgelert, un poblado que no ofrece mucho castillo o cuestiones de relevancia histórica, como para tomarse el tiempo de parar y conocerlo. Sin embargo, esta “docena de casas grises apiñadas en el paisaje majestuoso de la montaña”, como fue descrito, le debe su fama a Gelert, un perro cuyo tenedor era Llywelyn el Grande, príncipe del reino de Gwynedd, en el norte de Gales, allá por el siglo XIII.

Por aquel entonces el pueblo, o mejor dicho, la zona que circundaba al pueblo, era el lugar elegido por el príncipe para descansar y realizar prácticas de caza, una de sus actividades preferidas. Tal es así, que contaba con un vasto plantel de perros destinados para acompañar y cooperar en las jornadas, para algunos, deportivas.

Entre ellos estaba Gelert, un galgo irlandés que habría llegado a las manos del príncipe como un obsequio del mismísimo rey Juan I, cuando Llywelyn se unió en matrimonio con Juana, hija ilegítima del monarca de Inglaterra. Por si fuera poco, este perro, además de estar apadrinado por el rey, era el más bravo y efectivo de toda la manada a la hora de salir a cazar.

Una mañana al príncipe le gustó para salir de cacería, y utilizando una especie de cuerno a modo de corneta, llamó a los perros de caza uno a uno para que se agruparan, y así, salir todos juntos. Pero esta vez Gelert faltó a la convocatoria, y tras unos minutos de espera decidieron partir sin el mejor cazador del grupo.

Al regresar, Gelert se abalanzó entre saltos y ladridos sobre su responsable demostrando la alegría que le provocaba su retorno, como cualquier perro hijo de vecino actúa ante el arribo de cualquier integrante de la familia al hogar. Salvo por un detalle: el perro tenía manchas de sangre en su hocico, patas y cuello.

Sin saber los motivos, el recién llegado cazador decidió investigar lo sucedido y, entre otras cosas, fue a corroborar si su hijo, un bebé que aún no llegaba al año de vida, gozaba de buena salud dentro del castillo, donde lo había dejado antes de partir.

Al entrar, la escena no era nada alentadora. El cuarto parecía zona de guerra, las paredes estaban manchadas de trazos de sangre, la cuna reposaba sobre el piso y no había rastros del bebé. Para Llywelyn la explicación era simple: su perro, el perro del rey, el más querido, el más efectivo, pero también el más temido por todos, había matado al heredero al trono.

Sin pensarlo demasiado y espada en mano, se dispuso entonces a sentenciar al supuesto culpable de tal atrocidad. Convencido de haber hecho justicia, esta no duro más que unos segundos: mientras el animal agonizaba, comenzó a escucharse un leve sonido similar al de un llanto que provenía de un rincón de la habitación, lejos de la cuna. Tras inspeccionar todo el recinto, el recientemente justiciero constató que ese llanto no era otro que el de su hijo en excelente estado de salud, pero a su lado yacía el cuerpo sin vida de un lobo salvaje que, claramente, no había ingresado con buenas intenciones, y Gelert se había encargado de él.

El príncipe había asesinado nada más ni nada menos que al perro que evitó la muerte de su hijo y, según cuentan, nunca más volvió a sonreír. Fue el inicio de una vida llena de remordimiento y culpa que, según relatan, lo llevó casi a la locura, ya que nunca dejó de escuchar los gemidos de su perro después de la estocada final.

Devastado por lo sucedido, procedió a realizar una ceremonia para enterrar al animal con los mismos honores que recibiera cualquier héroe humano del reino. En la tumba hoy hay dos lápidas, donde se puede leer: “En el siglo XIII, Llywelyn, príncipe de Gales del Norte, tenía un palacio en Beddgelert. Un día fue de caza sin Gelert, ‘el perro fiel’, que faltó a la cita sin que fuera su responsabilidad. Al regreso de Llywelyn, manchado de sangre, se alegró al encontrarse con su amo. El príncipe, alarmado, se apresuró en encontrar a su hijo, y vio la cuna del niño vacía, y la ropa de cama y el piso cubiertos de sangre. El padre tomó la espada y apuñaló al perro, pensando que había matado a su heredero. Al grito de muerte del perro le respondió el grito de un niño. Llywelyn buscó y descubrió a su niño sin heridas, cerca del cuerpo de un poderoso lobo al que Gelert había matado. Se dice que el príncipe, lleno de remordimiento, nunca volvió a sonreír. Enterró a Gelert aquí. El lugar se llama Beddgelert”.

A la fecha, dicha tumba es visitada por miles de turistas y la ciudad, cuyo nombre es Beddgelert, en galés significa “la tumba de Gelert”.

Si bien muchos historiadores creen que la leyenda fue creada en base a cuentos y recopilaciones anacrónicas de datos con el fin de atraer turistas a la zona, lo cierto es que la historia logró su cometido e incluso le dio nombre a uno de los poblados más visitados de Gales.