A fines de la década de 1920 tomó notoriedad, incluso a nivel internacional, la penitenciaría de Eastern State, en Filadelfia. Allí pasó unos meses el capo mafioso Al Capone, por posesión ilegal de un arma, en una pequeña pero lujosa celda hecha a su medida. Sin embargo, la cárcel había sido ya muy conocida, al menos a nivel local, por haber alojado a un perro condenado a cadena perpetua, sin posibilidad de libertad condicional, por el asesinato de un gato. Es que no era cualquier gato: era la mascota de Cornela, la esposa de Gifford Pinchot, gobernador del estado de Pensilvania.

Según información que circuló en la época, Pep, el debutante prisionero canino, ingresó a la cárcel en agosto de 1924 mediante los mismos procesos policiales que se realizaban con los delincuentes humanos; hasta le hicieron la clásica foto de frente y perfil con un cartel debajo con el número y la serie: C- 2529.

En la edición del 26 de diciembre de 1925 del Boston Daily Globe un artículo se hacía eco de la inusual sentencia y publicó una foto del acusado junto a dos oficiales que lo sujetaban bajo el título “El perro del gobernador es sentenciado por el asesinato de un gato, según un comunicado de la penitenciaria”. La nota básicamente contaba lo sucedido, pero también le ponía un poco de color al afirmar que Pep no sólo era culpable, sino que no había mostrado ningún tipo de remordimiento por su crimen. Quizá no lo había hecho explícito, ya que era un perro y no una persona, pero para el periódico eso era un dato menor.

Según relataría tiempo después el hijo del gobernador, tras la publicación, miles de cartas llegaron a su casa. La ciudadanía intentaba que el jerarca reviera la acusación y el castigo severo que había recibido Pep que, para entonces, se había convertido en el perro más temido del país. Tal es así que tuvo que salir Cornelia a contar la verdad de los hechos en el mismísimo The New York Times. Allí revelaba que nada de lo publicado anteriormente era cierto y que el perro había llegado a la penitenciaria no por un crimen, sino porque no podían soportar más que destrozara los almohadones de todo tipo de sillón que tuviese frente a él, lo que colmó la paciencia de la familia, sobre todo de ella misma. Según la tenedora, Pep había llegado a su casa como regalo de un sobrino y era considerado parte del clan. Con el tiempo, el cachorro fue creciendo y desarrollando un comportamiento destructivo hacia cualquier mueble que había en la casa y, desbordada, antes de abandonarlo, le sugirió a su esposo buscar una solución alternativa.

En uno de sus viajes a Maine, la pareja había notado que se utilizaban perros a modo de acompañamiento terapéutico para los presos en las distintas cárceles locales, ya que su presencia mejoraba el ánimo y las condiciones de convivencia de los pobres condenados. Con los altos contactos que tenía el gobernador, convenció al director de la penitenciaría de Eastern State y así Pep fue tras las rejas no como preso, sino como mascota para reclusos.

Al parecer la foto del perro emulando la de un prisionero real había sido una broma de los funcionarios y el bicho nunca había sido tratado como un condenado. Luego de esa declaración, todos apuntaron al diario que había publicado la nota con la foto y el relato del nuevo reo canino y el medio intentó explicar lo sucedido: dijo que la historia surgió de un periodista que buscaba un poco más de visibilidad.

Por una cosa o por otra, al final Pep efectivamente pasó el resto de su vida en la cárcel y se ganó el cariño tanto del personal como de los presos. Cuando se inauguró la prisión de Graterford, a unos 80 kilómetros de distancia, el animal viajó junto a un equipo de trabajo para alentar con su ejemplo la presencia de perros en la rehabilitación de los presos.

A comienzos de la década de 1930 el falso criminal murió por causas naturales y fue enterrado en algún lugar de la cárcel. Hoy la prisión fue sustituida por un museo que aún se adjudica el dudoso honor de haber sido la primera cárcel en albergar a un presidiario canino.

Pep fue uno de los perros pioneros en convivir en las prisiones y ayudar a sus residentes obligados. Hoy en día existen trabajos que corroboran los beneficios psicológicos y sociales que trae la interacción entre perros y reclusos, lo que mejora la calidad de vida de estos últimos.