Si uno llega por vía terrestre a los accesos de la ciudad de Resistencia, en la provincia del Chaco (Argentina), puede toparse con un cartel que saluda a los visitantes: “Bienvenido a Resistencia, ciudad de Fernando”. Lo curioso es que la ciudad, declarada en 2006 Capital Nacional de las Esculturas por el Congreso de la Nación Argentina, no hace alarde de eso a la hora de recibir al viajero, pero se saca lustre con Fernando, un perro vagabundo.

Además, esta misteriosa estrella chaqueña fue musa de “Callejero”, del cantautor argentino Alberto Cortez, más adelante versionada por el grupo Ataque 77. Y no olvidemos que tiene dos monumentos que le rinden homenaje: uno en su tumba y otro, de bronce, frente a la casa de gobierno provincial.

Los motivos por los cuales este perro cosechó admiradores no responden a proezas o asuntos ligados a la fidelidad de una mascota. Fernando se ganó a la gente por su peculiar gusto por la bohemia y debido a su conocimiento musical. Tras aparecer en medio de una tormenta en la Nochebuena de 1951 en un bar de Resistencia, el asustadizo perro se refugió a los pies de Fernando Ortiz, un cantante de boleros que estaba de gira y que, casualmente, decidió asentarse en la ciudad. Así, se convirtió en la mascota del músico y comenzó a asistir no sólo a sus conciertos, sino a otros que se realizaban en la vuelta.

Su peculiar rutina hizo que este peludo blanco de a poco dejara de pertenecer a Ortiz y que iniciara por su cuenta una vida cultural asistiendo a los bares que músicos, artistas y políticos locales solían frecuentar. Con el tiempo, todo evento social o artístico contaba con la presencia del perro que, de manera silenciosa, conseguía un lugar junto a la orquesta, dando a entender su gusto por las propuestas que la noche chaqueña le ofrecía.

Y de tanto escuchar música, parece que Fernando se convirtió en un excelso crítico. Después de escuchar al artista de turno el perro, cual emperador romano, aprobaba moviendo la cola si era de su agrado o bajaba las orejas, gruñía y hasta aullaba cuando la cosa no le gustaba.

Su oído y sensibilidad fueron corroborados por artistas locales e internacionales. Una noche, un polaco brindó un concierto en la ciudad y, como era de esperar, Fernando fue. Tras un error musical, bajó sus orejas y le gruñó al artista no una, sino dos veces. Al notar su descontento, el pianista dejó de tocar y, tras el silencio de los espectadores, se dirigió a Fernando diciendo: “Tiene razón, me equivoqué dos veces”.

Era tal la fama y el respeto que se había ganado el perro, que incluso las reseñas que aparecían en los periódicos al día siguiente eran influenciadas por las reacciones que había tenido el animal durante el concierto. Tanto Clarín como La Nación y Crónica se hicieron eco de tan inusual mascota, así como la BBC y The New York Times. Con el tiempo, Fernando se convirtió en una referencia. Tenía pase libre a todo concierto, conferencia, boda, cine o cualquier evento social de la ciudad. Era una estrella popular como pocas. Su agenda era de lo más variopinta. Todos sabían que dormía en la recepción del hotel Colón, de ahí se iba a desayunar medialunas con café al despacho del gerente del banco Nación, hacía un parate en la peluquería que quedaba pegada al bar Japonés, después almorzaba en el restaurante El Madrileño o en el Sorocabana, metía una siesta en la casa del doctor Reggiardo y, por último, cenaba en La Estrella, luego de correr gatos en la plaza principal.

La mañana del 28 de mayo de 1963 encontraron a Fernando malherido en la puerta del banco Español. Lo había atropellado un automóvil. La noticia rápidamente inundó el país entero. Personalidades locales, estudiantes, vecinos, delegados municipales y culturales llevaron los restos de Fernando hasta su lugar de descanso final, próximo al espacio cultural Fogón de los Arrieros. Allí puede leerse una especie de epitafio que reza: “A Fernando, un perrito blanco que, errando por las calles de la ciudad, despertó en infinidad de corazones un hermoso sentimiento”. Se dice que su entierro fue el más concurrido en la historia de la ciudad y no es para menos: era un vagabundo por derecho propio, pero un callejero que “fue de todos”.