“Vivir en la naturaleza da un laburo chino”, confiesa Isabel Paravís, que hace dos años que no pisa Montevideo, dedicada a un proyecto familiar de permacultura que va creciendo al ritmo de las estaciones y el trabajo colectivo. Domo Tortuga queda en las sierras, sobre la ruta 109, a 23 kilómetros de Rocha y 38 de Aiguá.

Lo primero fue soltar la capital. Al principio se instaló en El Pinar junto a su pareja, el artesano Miguel Fernández, y allí nació su hija. Se dio una fusión de intereses, entre los cuadros y la construcción de juegos en troncos que Miguel desarrollaba en su taller Tatú, y el domo de madera que Isabel, que es psicóloga, levantó para atender a sus pacientes, sostener un espacio de meditación y abrirlo a otros terapeutas. Al tiempo, decidieron mudarse a la Quebrada del Yerbal, un terreno comprado colectivamente, y después se interesaron por la comunidad lindera, a media cuadra de caminata, para poder tener un emprendimiento productivo. Ahí se desarrolla Domo Tortuga, que definen como una escuela de vida, ya que colabora con su transición productiva y a la vez crece con las propuestas que comparten.

Cuando hacía rato se habían tirado al agua, presentaron un proyecto a Eccosur (Espacios de Coordinación de las Convenciones de Río) sobre “Agrofloresta y buenas prácticas regenerativas”. “Instalamos un monte comestible y compartimos jornadas de experimentación y aprendizaje por estación. Generamos un programa de permacultura aplicada: estamos recibiendo voluntarios, ofreciendo talleres y en breve, con el buen clima, abriremos camping”. Para eso se asociaron con una amiga permacultora y hay voluntarios dispuestos a aprender juntos, que se quedan a vivir por temporadas. Si bien la inversión en el lugar y en infraestructura fue de este núcleo familiar, “el funcionamiento se sigue dando en instancias colectivas, de gente que viene, que colabora”, explica Paravís. El 7 de noviembre tienen programado un taller de bambú y después van a propiciar un encuentro de redes de montes comestibles.

La visión que marca el trabajo “es el recuerdo de lo permanente de lo más básico, llámese vínculo con la tierra o recuperar formas de producción, de convivencia, de una manera en la que no dejemos basura. En este lugar tenés la chance de conocer tecnologías alternativas, diferentes diseños, y esto engloba también la relación humana, cubre otros aspectos del ser, desde lo espiritual a lo cotidiano, porque es una forma de vivir lo más simple posible con la naturaleza”.

Cada encuentro fomenta la circularidad y la integración, tratando de que no haya daño para el entorno. “La forma de vida que llevamos te exige que tengas una observación del clima, del sol; tus acciones están determinadas por todo eso. No te vas a dar una ducha de media hora; lo mismo para lavar los platos, te manejás con tres latones. Tenemos formas creativas para poder fluir en el lugar”, señala Paravís.

A raíz del apoyo que obtuvieron de Eccosur se comprometieron a ofrecer actividades gratuitas, que continuarán durante unos meses más. “Desde un principio, la observación del lugar, las zanjas de infiltración, las curvas de nivel, la limpieza del terreno, todas fueron experiencias compartidas”, detalla. La idea era hacerlo en módulos de cuatro días con unos 12 voluntarios cada vez. “Cuando vino la pandemia, había muchas preguntas pero nosotros no podíamos parar: la tierra y las estaciones no esperan. Entonces, en otoño hicimos actividades por el día, al aire libre. Se arrimaron familias de la vuelta y cambió la franja etaria, porque los de verano eran, sobre todo, personas jóvenes y mucho extranjero. Estuvo buenísimo; además vino el colectivo Guardia Vieja y nos enseñaron a hacer bocashi, que es como un alimento que le ponés a la tierra”, cuenta.

En paralelo, no dejan de pensar en la posibilidad, el próximo verano, de recibir visitantes, hacerles una recorrida, y eventualmente ofrecerles la opción de acampar. Por lo pronto, ya cuentan con una cocina-comedor y Miguel instaló unas chozas de barro insertas en el bosque.

Mientras tanto, la tortuga se va completando. La cabeza es un quincho donde se refugian los voluntarios. En un futuro, seguramente allí sea la recepción. La caparazón es un invernáculo de 15 metros de diámetro: allí está la huerta y en el centro hay un reservorio de agua. Una pata es la cocina, construida rodeando un coronilla. Cuando “crezca” la otra va a estar destinada a los dormitorios. En la pata de atrás se adivina la estructura del futuro salón y el domo que la acompaña alberga los árboles más chicos. Lo que sería la cola del animal es dibujada por un tajamar, el filtro de agua y los baños.

¿Qué cultivaron? Hay tanto árboles nativos como unos 200 frutales y yerba mate, unas 15 plantas a las que les dieron diferentes espacios para ver, de paso, cómo se comportan. Para esa maniobra llamaron a un colectivo con experiencia en la materia, lo mismo cuando encararon los árboles, con asesoría de Canto Rodado. Desde hacer pozos chicos o plantar en sitios inadecuados, con ayuda de los que vinieron antes, han ido aprendiendo. “De acuerdo a la estación del año en la que llegues a Domo Tortuga vas a tener un abanico para vivenciar. Lo que estamos proponiendo ahora es el contacto con la tierra y el monte comestible. Pero queremos cerrar un salón y el día que lo hagamos voy a estar haciendo trabajos de desarrollo personal, que también va a estar ligado con la naturaleza. Vamos a ir profundizando en la medida en que pasemos por los ciclos”, promete Paravís, incansable.

Por datos de voluntariado o información actualizada sobre talleres, consultar la página web o comunicarse con Isabel Paravís al 098800024.