El único continente que no cuenta con población nativa originaria, o al menos eso se cree, es la Antártida, y por ende su historia con los humanos tiene fecha de inicio recién en el siglo XIX. Mas allá de algunas expediciones anteriores, como la de Gabriel de Castilla en 1603 y la de James Cook en 1772, entre otros, que se aproximaron y registraron algún apunte que otro del nuevo continente, su descubrimiento oficial en los años 1820-1821 se lo disputan un científico ruso, un cazador de focas yanqui y un mercader británico.
Más de 100 años después, en el año “Geofísico Internacional”, entre 1957 y 1958, el mundo decidió enviar al continente helado a más de 30.000 científicos de 66 nacionalidades diferentes con el fin de cooperar en el estudio de la actividad solar, rayos cósmicos, auroras boreales, geomagnetismo y física ionosférica, entre otros estudios. Y en este contexto partió la expedición polar japonesa, que se estableció en la estación Syowa.
El equipo de la isla asiática estaba conformado por 11 investigadores y un grupo de 15 perros de la raza husky de Sajalín (conocida en Japón como karafuto-ken), que serían fundamentales para el traslado mediante trineos.
Usar trineos en el gélido continente no era nuevo. Ya en 1897 el explorador noruego Roald Amundsen había utilizado perros tipo husky debido al éxito que estos tenían en el Polo Norte. También se utilizaron perros tipo samoyedos en los años 1898-1900, durante la “Expedición de la Cruz del Sur”, pero estos estaban acostumbrados a trabajar en la nieve y no en hielo, donde las temperaturas son mucho más duras, y no resistieron demasiado. Tras exitosos y frustrados intentos de utilizar trineos tirados por distintas razas caninas, en 1992 los perros fueron prohibidos por el protocolo sobre protección ambiental del Tratado Antártico, ya que se constató que estos podrían transmitir enfermedades infecciosas a la población autóctona de focas.
Volviendo a los científicos y los perros japoneses que arribaron a la base Syowa, estos debían cumplir su misión por al menos un año entero y luego, ser reemplazados por otro equipo. Por desgracia, una tormenta hizo que el rompehielos que venía con tales propósitos a la base quedase atrapado entre los hielos lejos de la estación nipona, sin lograr su cometido. Sin embargo, los 11 científicos fueron rescatados por el rompehielos de la guardia costera de Estados Unidos, pero no así los 15 perros que, por cuestiones de prioridades, no tuvieron la suerte de salir de allí.
Los perros quedaron exactamente iguales a como estaban previo al rescate, atados con cadenas y con alimento disponible para no más de dos o tres días. Tras el regreso a Japón, la comitiva fue duramente criticada por la decisión tomada respecto de los perros, aunque se argumentó que el riesgo de rescatarlos era demasiado elevado.
Lo increíble sucedió un año después, el 14 de enero de 1959, cuando otra expedición japonesa regresó a la base Syowa para seguir con los objetivos planteados por el proyecto científico inicial y al arribar encontraron evidencias de lo sucedido con los perros dejados encadenados un año antes. Siete de los 15 animales se encontraban muertos tal y como se los había dejado, atados a sus respectivas cadenas.
De los ocho restantes, seis nunca fueron encontrados, salvo Taro y Jiro, dos perros hermanos de tres años que todavía estaban vivos y lo más curioso: seguían viviendo cerca de la base abandonada. Tras recibir a los nuevos científicos que arribaron a la zona como cualquier perro doméstico lo hubiera hecho, los investigadores intentaron explicar cómo había sido posible que dos perros sobrevivieran un año bajo condiciones climáticas extremas y sin alimento, o supuestamente sin él.
La primera y única hipótesis era que los perros sobrevivieron gracias a los cuerpos sin vida de los compañeros caninos que habían perecido atados; sin embargo, estos fueron encontrados intactos, sin signo alguno de canibalismo. Tras descartar que el sustento nutricional de los hermanos se debía a la ingestión de sus propios compañeros de trineo, la única posibilidad era que los perros hubieran aprendido a cazar pingüinos y focas casi de manera autodidacta y no innata, lo cual es un comportamiento difícil de reproducir en la naturaleza sin la observación y el aprendizaje de otros congéneres del grupo más experimentados en el tema. Lo cierto es que así, lograron sobrevivir un año sin el apoyo humano.
Luego de semejante proeza, los hermanos se convirtieron en héroes nacionales de Japón y su raza se convirtió en el perro más popular del país hasta los años 90. Hoy en día la raza se considera casi extinta, al punto tal de que en 2011 sólo había dos miembros de la raza pura en todo Japón.
El destino de los hermanos luego del rescate siguió por caminos separados. Jiro siguió desempeñando tareas en la estación de Syowa y murió en 1960 por causas naturales. Tras morir, su cuerpo fue devuelto al país natal para ser embalsamado y exhibido en el Museo Nacional de Ciencias del distrito de Ueno, en Tokio.
Taro, sin embargo, dejó de laburar en la Antártida y volvió a Sapporo, su ciudad natal, y vivió en la Universidad de Hokkaido hasta su muerte, en 1970; tras ser embalsamado, al igual que su hermano, su cuerpo pasó a exhibirse en el Museo de Tesoros Nacionales, en el Jardín Botánico de la Universidad de Hokkaido.
A su vez, en varias ciudades japonesas existen monumentos que conmemoran el sacrificio del grupo de perros que murió en la base y también a Taro y Jiro, los únicos sobrevivientes. Uno de los más conocidos se encuentra al pie de la torre de Tokio, creada en 1959 por la Sociedad Japonesa para la Prevención de la Crueldad contra los Animales y diseñada por el escultor Takeshi Ando, mismo artista que diseñó la estatua del famoso perro Hachikō.