“Era un docente de pies a cabeza”, resume Pedro García Lanza sobre las estrategias que el artista plástico Dumas Oroño (Tacuarembó, 1921- Montevideo, 2005) desplegaba en el aula. “Tenía un dicho: ‘Cuando el docente entra a la clase, para el alumno tiene que salir el sol’. Es decir, por más que estés mal, vos tenés que entrar con fuerza. En el taller de niños teníamos una mesa baja: él se sentaba en la cabecera y ahí empezaba, con mucha parsimonia y paciencia, a modificar, a hacer notar cosas, a proponer intercambios. Por ejemplo, hay niños que generan expresiones estereotipadas, repiten siempre la misma cosa. Entonces, en algún momento Dumas podía preguntar: ‘A Fulanito, que se pasa haciendo gaviotas y se contenta con eso, ¿cómo lo sacamos para que contemple otra cosa?’. Y le decía: ‘Te cambio un caballito tuyo por uno mío’. Le dibujaba un caballito con cuatro rayas y motivaba al niño. Era como un juego, como cambiar figuritas”.

Con los adultos era exigente, “pero no esa cosa del docente tiránico”, subraya su discípulo. “La expresión verbal de Dumas era muy meditada. Era parco, sí, pero eso no significa que no dijera muy bien las cosas. Cuando te iba a hacer una anotación sobre cómo estabas pintando al óleo, por ejemplo, te miraba, miraba el cuadro, se tomaba unos segundos, lo masticaba y después largaba una parrafada muy concreta”.

García Lanza comenzó como alumno en 1975, con 21 años, y cinco años más tarde ya estaba ayudando a su maestro con las clases de expresión plástica infantil, que continuó junto con su hija Elena Oroño hasta el retiro de esta. “Dumas fue uno de los pioneros en llevar adelante la práctica de la educación por el arte, en introducir a los niños en las artes plásticas, a propósito de las ideas de Jesualdo, de Herbert Read, y de un par de maestras argentinas. Empezó allá en San José, en Pueblo Rodríguez, y después acá en el Prado”, relata. “Cuando ya estaba jubilado, aparecía por el taller y nos asesoraba. Fue así hasta que falleció y continuamos hasta el año siguiente, cuando se vendió la casa. En ese momento, con Liliana Testa D’Ángelo, que es psicóloga, ceramista y fue alumna de Dumas, decidimos continuar con el taller en Belvedere, donde yo tenía mi casa, en Linterna 265. Arreglamos un espacio y continuamos con Barcos y Banderas ahí desde 2007”.

Con motivo del centenario de Oroño, el año pasado las muestras y retrospectivas se multiplicaron. Los hijos del pintor promovieron una exposición en el Centro Cultural Pareja de Las Piedras, se montó otra en el Museo Blanes, una más en el Gurvich, y hubo también una instancia en una sala del Banco Central, “porque Dumas además de docente, profesor del Instituto de Profesores Artigas y pintor fue muralista, realizó varios murales en Montevideo, en Punta del Este y en Asunción del Paraguay; uno de ellos está en un jardín del Banco Central”, aclara García Lanza.

Él integra un grupo de exalumnos de Dumas Oroño que, como parte de los homenajes, organizó actividades. Estaban entre ellos la profesora y pintora María de los Ángeles Martínez, quien reside en Francia, el artista plástico y escritor Marcos Ibarra, Alberto Gutiérrez y Diego López. Desde la feria Ideas+ lo recordaron mediante charlas y nombraron además las calles del predio como sus obras. “Nos quedaba hacer algo en el barrio”, dice el docente. Por eso eligieron el cruce de la calle Enrique Guarnero con Baltasar Ojeda, en la rambla del Miguelete, para dejar una señal en la comunidad. “Nuestro taller está en Belvedere, bastante cerca de donde estaba el taller del Prado, que está cruzando el Miguelete, para el lado del Botánico”, remarca García Lanza. Siguiendo la tradición de “realizar murales con los chiquilines a fin de año”, y con la convicción de sacar el arte a la calle y de hacer partícipes a los niños, pensaron en una acción de reconocimiento del barrio. “Desde el punto de vista pedagógico y plástico, va por ahí”, agrega. “Nos pareció que la mejor manera de homenajearlo era en su barrio. Estos muros que pintamos están a escasos metros de su taller”.

La intervención implicó un par de jornadas y la participación de una veintena de alumnos de Barcos y Banderas, más los padres que decidieron sumarse; se acercaron otros de las cuadras cercanas, de puro curiosos, y en algún caso también adultos. En una fábrica de Colón compraron 20 litros de pintura blanca y unos cinco más de distintos colores. Un viernes, a fines de octubre del año pasado, allá fueron los discípulos de Dumas Oroño y un par de vecinos a blanquear los muros. El sábado siguiente colocaron mesas de trabajo y toldos para protegerse del sol. Primero se marca con tiza, luego con una línea negra y recién después de todo eso se aplica el color. Eso sí, los docentes se hicieron cargo de preparar las mezclas en las cantidades precisas, dosificando el material. “Si no, se generan unos experimentos que terminamos pintando todo gris”, dice García Lanza.

Al mediodía hubo una comida compartida entre la troupe de pintores, y los organizadores dieron una breve charla para explicar de qué se trataba todo eso, por si algún desprevenido desconocía el motivo. Para difundir quién fue Dumas Oroño ese sábado repartieron una tarjeta con una reseña biográfica y una reproducción. Pese a que no le dieron gran difusión, García Lanza recuerda que de la mañana a la tarde fueron a saludar tanto exalumnos como gente del lugar. Entre chicos y grandes eran medio centenar. “Para nosotros fue muy interesante porque se acercó Delma Cola, una gran amiga de Dumas, tapicista y esposa del ceramista Orlando Firpo, compadre de Dumas en la mayoría de los murales de cerámica que realizó”.

De la hoja a la pared

El mural del barrio Solís se compone de dos tramos. Unos ocho metros por dos y medio de alto, en un rincón de esa suerte de plaza, estuvieron a cargo de niños en edad escolar que suelen ir a clase en el taller de García Lanza los sábados de mañana. Por supuesto que los padres ayudaron en la tarea. “Los chiquilines tampoco están tres horas pintando: pintan un rato y salen a jugar”, describe el docente antes de explicar que incluso contrataron a una recreadora para organizar la previsible dispersión de los artistas. El segundo tramo de mural mide unos 15 metros de largo por tres de alto y fue asignado a un grupo de adolescentes.

“Quizás ese sea uno de los valores más importantes: que la pintura mural es un trabajo colectivo en el que mi trabajo importa tanto como el del otro”. Pedro García Lanza, docente

En el primer caso la propuesta fue libre aunque bien enmarcada, con una dinámica que fue poniendo en clima a los pintores: “Todos los murales que hemos hecho con niños los trabajamos antes. No se trata de pararse frente al muro, darle un pincel al niño y que haga lo que se le cante. La idea es explicar primero cuál es el lugar, qué proporciones tiene, hablarles de lo que significan, hacer una maqueta a escala del tamaño del muro, para que tengan una idea de cómo distribuir en el espacio, porque no es sencillo para el niño relacionar un dibujo hecho en una hoja A4 con un mural donde la figura tiene que tener metro y medio. Generalmente, cuando van al muro siguen con la proporción de la hoja. Sacarlos de esa impronta lleva un proceso de por lo menos dos o tres talleres. A veces les proponemos un tema, a veces ya vienen con una propuesta expresiva determinada, que puede tener que ver con lo que les gusta –dinosaurios, peces–, entonces tomamos algo de eso y tratamos de que se pueda adaptar al resto del equipo”, subraya para explicar una experiencia fundamentalmente grupal. “Quizás ese sea uno de los valores más importantes: que la pintura mural es un trabajo colectivo en el que mi trabajo importa tanto como el del otro y yo no me puedo agrandar tanto como para tapar a otro ni tampoco achicar tanto. Generar esa idea y que el resultado tenga cierta unidad plástica y estética también es importante. De hecho, la tiene porque son dibujos infantiles y ahí hay una manera particular de expresión”.

En base a un boceto primario, individual al principio y colectivo después, van recortando y agregando figuras que disponen en papeles en el piso. En el traslado al muro cada niño, armado de una tiza, logra que los dibujos vuelvan a acomodarse. “No importa si lo modifica, porque ya hay una seguridad. No vamos a improvisar un mural”, apunta el pintor. El manejo de las herramientas es otro paso fundamental para no errarle, porque si el dibujo final es muy chico, quizás el pincel resulta muy grueso para pintarle un ojo a un pájaro, pongamos por caso.

“Dumas consideraba que había que trabajar los murales con planos volumétricos o de color, en todo caso, y seguía la tradición torresgariana; fue alumno de Torres, aunque más del hijo mayor, Augusto Torres. Heredó toda una cuestión estética hasta cierto punto, pero él valoraba más la herencia ética, su firmeza en cuanto a los valores del arte”, subraya. En relación a los temas, “casi toda su obra tenía que ver con la gente, con la ciudad, con el paisaje montevideano, a veces rememorando nostálgicamente lo que fue su estadía –bastante larga– en San José, como profesor y viviendo allí, o su historia en Tacuarembó, pero mucha de su obra se apoya en el paisaje ciudadano, a veces más naturalista y otra dentro de la estética más pura del constructivismo, siempre con una manera propia”, apunta García Lanza, convencido de que los trabajos de Oroño se distinguen.

Con los adolescentes hubo preámbulos similares, aunque a ellos se les planteó un tema: “La pasión de Dumas por la ciudad, por el puerto, de representar la identidad de Montevideo: con el Palacio Salvo, con la Torre de las Telecomunicaciones, con el barco hundido en el medio de la bahía. Los gurises fueron apropiándose de eso. Trabajamos primero en el taller haciendo dibujitos, y después fuimos a la rambla de Capurro a sacar fotos, a mirar con binoculares los barcos”. Los adolescentes tomaron apuntes rápidos de formas y tonos. “No se trata de copiar la realidad, sino de recoger determinados elementos para después formar un todo colectivo”, remarca el profesor.

Esa mirada conjunta arrojó sorpresas, porque en el mural de los mayores están los barcos, pero en el de los chicos, por ejemplo, se coló un ratón Mickey: “No estaba previsto. Salió. Tiramos algunas líneas de trabajo, pero una adolescente hizo una pareja de dos chicas; salió de sus preocupaciones personales. En definitiva, todo esto significa generar un espacio de expresión”, admite el docente. “Si vos les das herramientas, en los chiquilines es innato. Hay que promoverlo, abrirles camino, explicarles alguna técnica, hay que enseñarles a cuidar los materiales para que esa expresión sea más amplia y que miren a su alrededor, que miren cómo crece un árbol, que las hojas no son todas del mismo verde, que el paisaje cambia cuando llueve. Tiene que ver con enseñar a ver”.

Al evocar a Oroño, este discípulo subraya que siempre estuvo muy preocupado sobre este aspecto: “De hecho, publicó dos libros, uno sobre el dibujo infantil y otro que era una especie de cuaderno didáctico para trabajar el tema en el liceo, pero relacionado con las artes decorativas, tomando ejemplos del arte de los pueblos primitivos, sobre todo de los indios del norte, de los navajos, y del arte culto, como Velázquez y Goya; y quedaron una serie de borradores inéditos que tienen que ver con el trabajo en la línea y con los colores”, relata el docente, quien en una senda de ida y vuelta utilizó imágenes de obras de Oroño a la hora de motivar a los adolescentes para intervenir el muro.


Remodelaron la casona Lussich en Maldonado

El viernes quedó inaugurada la remodelación de la casona Antonio Lussich. La inversión, informaron desde la Intendencia de Maldonado, supera los dos millones de dólares y se financió con fondos de la comuna por intermedio de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto.

Comprende el reacondicionamiento del museo, cafetería con espacio al aire libre en la terraza de la casona, tienda de recuerdos, librería y caminos accesibles.

La entrada al museo pasará a costar 150 pesos que se destinan a su mantenimiento. Por otra parte, seguirá siendo gratuito el acceso al parque y la planta alta de la casona, donde se encuentra ahora el café.

Semáforo solar

La Intendencia de Montevideo, por intermedio de su división Salud y en coordinación con la Sociedad Uruguaya de Dermatología, incorporó dos semáforos solares que miden la exposición directa en ese lugar y momento. Se encuentran sobre la rambla República Argentina, en el cruce hacia la pista de patinaje cercana a la sede del Mercosur; y en el cruce de acceso a la playa Buceo, a la altura de la avenida Francisco Solano López. Tienen dos caras opuestas: la superior, donde el sol habrá de incidir a lo largo de la primavera y el verano; y la inferior, donde incidirá durante el otoño y el invierno. Este dispositivo fue creado por el ingeniero industrial Eduardo Manuel Álvarez y patentado en el Ministerio de Industria, Energía y Minería.