A veces, cuando alguien fallece, los parientes llevan al Museo Rural de la escuela 85 de Altos del Perdido, departamento de Soriano, ciertos objetos que el difunto guardaba en la mesa de luz. Es una manera de homenajearlo y también de conservar pertenencias o costumbres queridas. Tal vez es el origen de un libro de salmos (tehilim, en hebreo) poco más grande que un dedo pulgar. Claro que esa no es la esencia del museo, que convive con la escuela y a esta altura tiene más de 2.000 piezas inventariadas, donadas por particulares e instituciones. La esencia está en la gente que lo ha ido construyendo de a poco.
Entre los miles de objetos hay un vestido de novia, perlado y blanquísimo, rescatado de la basura por funcionarios del municipio de la cercana ciudad de Cardona. El vestido acompaña al museo desde los inicios y luce sobre el cuerpo estilizado de un maniquí, a la espera de que su dueña, el novio o un pariente lo reconozcan (aunque ya han pasado unos cuantos años), o que alguien aclare qué sentimiento tan punzante llevó a dejar un símbolo de la boda junto a cáscaras de papas y botellas de plástico.
Parece absurdo esperar que alguien se acerque a contar la historia del vestido; sin embargo, puede ocurrir. Y por ahí también pasa la esencia del museo, porque lo que se conserva en la escuela de Altos del Perdido, además de objetos del siglo XIX y XX, en particular de la escuela rural, es el entusiasmo colectivo para llevar adelante un proyecto pedagógico que se inició en 2004 y ocupa a escolares, docentes, vecinos, y muy especialmente a la maestra Mariángeles Bugani, su creadora, hoy directora de una escuela de Cardona, apasionada por la docencia y la historia. En definitiva, la comunidad alienta este museo en medio del campo que al contar una historia local termina relatando la del país y más también, por aquello de “pinta tu aldea y pintarás el mundo”.
El museo se aloja en un edificio donado por The River Plate Company en tiempos de la segunda presidencia de José Batlle y Ordóñez. Es una construcción inglesa que recuerda las estaciones de ferrocarril, aunque fue diseñado como escuela desde el inicio. Se pensaba que recibiría un centenar de niños o más; nunca superó los 60. Hoy sólo asisten cinco alumnos.
En la galería, bajo el alero, hace más de un siglo que se reúnen las familias y los niños de la zona los días de fiesta. Ha habido exposiciones, bailes, quermeses y recreos al resguardo de la lluvia. Si alguien se sienta en ese corredor donde hoy se exponen escudos nacionales de varias escuelas rurales ya cerradas, le invade la sensación de que podría subirse al próximo tren, por más que las vías no estén marcadas.
De la tribu al convento
Otros relatos que surgen del lugar darían materia prima para varias novelas. Uno de ellos es el de Aboiré, la adolescente indígena que fue entregada supuestamente por su padre, cacique de una tribu, al portugués Cayetano de Oliveira allá por 1800. De Oliveira, a quien se considera el fundador de la estancia Los Altos, envió a Aboiré a un convento en Buenos Aires. Luego de un tiempo, la joven regresó “cristiana”, convertida en señora y con el nombre de Silveria López. Dice la leyenda que un día Cayetano y Silveria quisieron visitar la aldea indígena de la que ella había salido, pero el lugar estaba vacío.
Ingleses y compañía
Por el museo se pasean la vida y la muerte. Una de las salas está dedicada casi exclusivamente a los inmigrantes ingleses, escoceses y alemanes que invirtieron o trabajaron más que nada en el negocio de los frigoríficos. Como ocurre a menudo, las búsquedas de finanzas se enlazaron con otras menos contables, y de esta trama surgen parentescos no confesados, infinidad de historias y algunas leyendas.
El poncho, el sombrero y el retrato de Barry Thomas, un personaje con destaque en la primera sala, ayudan a imaginarlo en los días de esplendor de los capitales ingleses. Thomas administró algunas de las estancias que The River Plate Company tuvo en Uruguay; entre otras, Miguelete, San Pedro, en Colonia, la actual La Estanzuela y Los Altos (que da nombre al paraje Altos del Perdido). Este inglés admiraba el campo natural de Uruguay y escribió un artículo en 1895 que se podría leer en clave moderna, pensando en el surgimiento de la enfermedad de la “vaca loca” en Inglaterra casi un siglo después: “[...] es un error la creencia de que es más adelantado o civilizado criar o engordar animales a pesebre; y muchos tienen esa idea falsa, sin ocuparse de la razón de esta costumbre en Europa. Allá no tienen los campos, ni clima ni pastos naturales para engordarlos de otro modo, pero aquí, Dios ha dado a este país el soberbio clima, las garantías engordadoras y las extensiones de campos”, decía entonces.
Thomas estaba formalmente casado cuando conoció en Uruguay a María Antonia Steiner, ama de llaves de la estancia Los Altos y descendiente de austrohúngaros. Con ella tuvo al menos un hijo que no legitimó con su apellido. Le dio apoyo económico para la crianza del niño y transmitió a su hijo algunas costumbres británicas. Por ejemplo, le encomendó que escribiera un diario tal como lo hacían sus compatriotas (la primera parte fue donada al museo, aunque no se expone por el delicado estado del papel, con rastros de haber sido mordisqueado por los ratones).
Cuenta la maestra Bugani que en 1907 Thomas regresó a Inglaterra junto con sus dos hijas legítimas. Ese día, el hijo anotó en el diario: “Hoy papá se fue a Inglaterra”. Años más tarde, remataría la frase de la siguiente manera: “Hoy papá se fue a Inglaterra prometiendo volver y nunca más volvió. Sus cartas llegaron hasta 1923”.
De María Antonia se guardan unos cuantos objetos, entre otros, un abanico con pájaros azules y un frasco de perfume. Fue la “viuda” de un hombre vivo que eligió marcharse a vivir al otro lado del mundo. Antes de irse, le dejó resguardos económicos y cuenta Bugani que le llevó otro niño del que no hay mayores datos sobre el nacimiento.
María Antonia recibía cada tanto una postal hasta que un día el cartero no trajo más correspondencia de parte de Thomas. Ya fuera por amor o por despecho, a ella se le ocurrió unir un retrato del amante perdido al suyo, algo así como un “photoshop” de la época. La falsa imagen de la pareja unida puede verse dentro de un solemne marco oval y dorado. Lo curioso es que los dos retratos ensamblados por algún fotógrafo experto fueron tomados en momentos distintos, y en la imagen final ella se ve envejecida, mientras que él se conserva más joven. Lo contrario a lo que ocurría en la realidad.
Una británica en el interior profundo
En 2021 la embajadora británica Faye O’Connor visitó Altos del Perdido. Según Bugani, fue la primera autoridad inglesa en conocer el local donado por The River Plate Company.
Había llovido los días anteriores, pero O’Connor mantuvo su agenda sin cambios. Después de recorrer el museo, la embajadora dejó por escrito en el libro de visitas: “Me encantó ver tantas antigüedades británicas y locales. ¡Un orgullo tremendo! Y un honor estar aquí”.
Ya de regreso, el auto resbaló en el barro (a unos 100 metros de la escuela) y se deslizó hacia la zanja. No había manera de sacarlo, y fue necesario que vecinos y personal de la escuela ayudaran en el rescate con los pies metidos en el lodo. Finalmente, un tractor sacó el auto y la embajadora siguió rumbo a Montevideo.
El episodio no pasó desapercibido porque O’Connor publicó en Twitter un video de ese momento en el que se toma a broma la aventura y comenta que es un rescate en el interior profundo. “Es posible que regresemos un poquito tarde a Montevideo hoy. ¡No me digan que la gente de Altos del Perdido no es lo mejor!”, escribió en su cuenta, en un posteo del 2 de setiembre del año pasado.
La conquista de la luz eléctrica
En 1997 Bugani llegó a la escuela Altos del Perdido por primera vez. Acababa de recibirse y de elegir un cargo interino en lo que sería su primer trabajo docente. Al entrar quiso prender la luz, pero no tuvo suerte. “¿Hay corte?”, preguntó con cierta alarma a la auxiliar que estaba en ese entonces, y así fue como se enteró de que no había energía eléctrica. Las lamparitas y los interruptores se usaban en ocasiones especiales, cuando se ponía en funcionamiento el generador de energía.
A fin de 2004, en parte motivada por el deseo de valorar la cultura local, armó una muestra con una maqueta del edificio, objetos escolares antiguos que estaban en la propia escuela y otros que trajeron los vecinos. Desde el inicio el proyecto tuvo una finalidad pedagógica y se llamó “Sembrando la semilla de la inquietud”, pero en el fondo uno de los objetivos era hacer visible la falta de electricidad. Esa exposición nunca se levantó y con el correr de los años se convirtió en el primer Museo Rural Escolar. Actualmente hay otros en el país.
La luz eléctrica tardaría mucho. Primero vinieron unos paneles solares que permitían prender tres lamparitas, y luego otros más potentes. La electricidad llegó en 2011.
Extraña reliquia
Entre los objetos más raros, se destaca un lavarropa que funciona dándole manija al tambor, a mano. Debajo, hay una bandeja para poner un colchón de brasas y calentar el agua. No está previsto el centrifugado.
El aparato llegó hace unos meses. Según sus dueños, estuvo en funcionamiento hasta cinco años atrás. Sobre el metal de la lavadora, con letra imprenta y mayúscula, los dueños escribieron: “Fabricada por un alemán en 1843. Ingresa a Uruguay en 1850 por don Felipe Gerónimo Oten. Hoy su tataranieto Pedro Oten y hermanos la exponen como reliquia familiar”.
El infinito en un punto
En el museo se preserva desde un fósil hallado en la zona hasta un par de caravanas. Cada cosa tiene su ficha y en esta tarea participan los escolares. Hay boleadoras y morteros, artefactos de otras épocas para bañarse, escribir, arar, podar, cocinar, una de las primeras ceibalitas de estuche verde, más vestidos de novia con sus tocados (aunque es un problema mantenerlos limpios), cuadernos del siglo pasado con letra infantil, montones de libros y revistas, bancos escolares con agujeros para colocar el tintero, una pelela de porcelana (que servía como recipiente para dar de comer a un perro y se cambió por un balde), monedas de distintas épocas, postales navideñas de 1903, un diccionario de la RAE de varios kilos de peso, un lavarropa que funcionó a tracción humana...
Entrar en esas salas es como meterse en el cuento “El Aleph”, de Jorge Luis Borges, en la esfera donde todo confluye y se refleja a la vez, aunque siempre se puede asomar la cabeza por una de las ventanas para ver el campo —donde pastan tres caballos briosos, uno de ellos muy blanco— y el horizonte lejano. El viento entra desde el sur, del lado del camino que lleva al puentecito recién hecho y a la tapera de la estancia Los Altos. Ese viento balancea la cuerda con ropa tendida, probablemente de la maestra, y agita una pelota de trapo que los niños dejaron al descuido muy cerca de la entrada del salón de clase. La escena final está afuera del museo, es el presente que viene acompañado con ruidos y olores propios, como el de una motosierra en el monte o el polvo que levanta una camioneta en el camino.
Una colección en medio del campo. El Museo Escolar Rural Altos del Perdido depende de la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP) y de la asociación civil local. Fue creado en 2004 como un proyecto de pedagogía museística. En su acervo hay colecciones vinculadas a la actividad rural, los pobladores indígenas, inmigrantes que vivieron en la zona y educación rural, entre otras. “La semilla de la inquietud” es la consigna del museo, cuyo objetivo consiste en promover la investigación y educar en la conservación del patrimonio. Recibe visitas con agenda previa (si es en horario escolar, los alumnos y la actual maestra se encargan de guiar y explicar la muestra). Para coordinar: [email protected] o 4530 6154. Más datos en twitter.com/escolarmuseo, instagram.com/museoescolar, facebook.com/museoescolar.rural.5.