“Un viaje particular, único. Revelador. Un viaje como el de Harvey Keitel en la película de Theo Angelopoulos La mirada de Ulises, referida y reinventada en la escena. Un camino dificultoso, pleno de obstáculos, y un retorno heroico”, consignaba el dramaturgo Santiago Sanguinetti sobre Pogled (2011). Desde entonces, e incluso antes, desde Comunismo Cromagnon (2009), Iván Solarich viene trabajando en obras que rescatan recuerdos personales y que concilian o espejan lo intergeneracional, pero su desembarco en la autoficción no fue adrede. “Digamos que llega a mi vida por estricta necesidad, y sin siquiera saber que estaría transitando el procedimiento dramatúrgico de la autoficción. La necesidad de narrar ciertas zonas de experiencias lindantes al dolor y simultáneamente la esperanza me dieron la autosuficiencia para encarar la labor de escritor. Y siempre digo en broma y también en serio que como me premiaron rápidamente, entonces me creí dramaturgo. Pero tengo claro que soy un actor que escribe. Que hasta ahora, además, escribe para sí mismo”.
En ese camino se inscribe también No hay flores en Estambul, que continúa por pocos viernes más a las 23.00 en Tractatus (Ituzaingó 1583), un escenario en el que se funden el actor Brad Davis junto al guionista Oliver Stone y el propio actor que escribe para recordar su peripecia personal. El encuentro ficticio se da en Estambul con el pretexto común de la película Expreso de medianoche (Alan Parker, 1978). A la superposición de niveles ficcionales –Stone toma un caso real de encarcelamiento; Solarich, su identificación con esos aspectos– se suma otro factor de cercanía: quien dirige esta pieza es su hijo, Mariano Solarich. “Casi no creo en los límites entre lo público y lo privado. Salvo en muy contados aspectos que a nadie interesarían. Diría que el mandato ético público (y la actuación para mí lo es, y mucho más en el territorio autoficcional) no admite demasiada privacidad. Me gusta saber del otro en todos los aspectos. No concibo la doble contabilidad. Por lo menos al exponerme, hago el enorme esfuerzo para que no exista. Y si bien no le doy consejos a nadie, confieso que a mí me hace vivir una enorme libertad personal”, afirma el autor e intérprete.
Las coordenadas espaciales y temporales del film citado y de la obra, en consecuencia, resuenan en la opresión que se vivía en Uruguay. “Cuando vi el estreno de la película en el cine Trocadero me fundí en ella emocionalmente. Por aquel entonces mi sociedad era también una durísima cárcel, aunque yo no estaba en Estambul. Lo que no podía saber en aquel momento era que 40 años después seguiría soldado a Expreso de medianoche, al seguirme viendo atrapado por aquella construcción maravillosa como cine, pero ahora ante el dilema ético planteado por Oliver Stone al repasar y repensar su propia creación. La paradoja de aquello de que porque vivís es que podés hacer teatro; pero haciendo teatro, él mismo te reta a duelo todos los días de tu vida. Un bello y amoroso duelo, por supuesto, que uno debe saber cómo aprovechar”.
Al estreno local le precedieron funciones en República Dominicana, Portugal y Cuba, donde obtuvo una recepción atenta, coronada por los premios Chamaco y el Villanueva de la crítica al mejor espectáculo extranjero 2017. “Este es el segundo espectáculo que estreno en el Festival de La Habana; el anterior fue El vuelo, en 2013, dirigido por María Dodera. El público cubano está muy entrenado en el teatro, y las 17 ediciones que llevan de su festival, más el Mayo Teatral que organiza Casa de las Américas, le ha permitido en casi cuatro décadas toparse con el teatro del mundo. No hay flores en Estambul fue preciosamente acompañada por tres funciones a sala llena. Pienso que los temas centrales que plantea, por un lado la libertad en el sentido más absoluto, y por el otro el desafío ético que toda creación artística implica; para mí, en este caso, como dramaturgo, y para Oliver Stone –lo tomo como personaje–, que hizo el guion de la película Expreso de medianoche (y por la cual mucho tiempo después entendió que debía pedir disculpas), lo acercan temáticamente a desafíos muy serios que viven los cubanos como fruto de sus nuevas realidades sociopolíticas: acercamiento al universo norteamericano, integración lenta pero paulatina al mundo real, recambios en el ejercicio del poder, etcétera. Plantean enormes dilemas éticos que los cubanos deben ir resolviendo para adentrarse en los nuevos tiempos. Sin embargo, en nada de esto pensé al escribirla. Pero el teatro tiene eso de maravilloso: al ponerse en rodaje, adquiere previsibles pero también insospechadas lecturas y derivaciones. Y esto siempre vinculado a los públicos concretos que atraviesa. Porque no existe el público, un público”.