Como ha pasado en las últimas décadas, cada vez que algo marxiano coincide con números redondos (recuerdo, por ejemplo, los 150 años del Manifiesto del Partido Comunista, en 1998), junto con las celebraciones empiezan a escucharse chifles estridentes, murmullos fastidiados, gritos en el cielo. ¿Cómo se van a festejar los dos siglos de alguien cuyos pensamientos, décadas después de haber sido concebidos, han sido interpretados y “puestos en práctica” causando dolor, desesperación y muerte de millones de personas? Para los silbadores la responsabilidad del filósofo es directa –la misma lógica tambalea, y no poco, huelga decirlo, si se aplica a las religiones y sus antiguos profetas, más de una vez manipulados a suficiencia como para justificar crímenes– y no se puede más erigir estatuas, tanto simbólicas como macizas, en honor al alemán. Tal vez se siga haciendo porque su espectro (esta brillante metáfora que luce, además de en el torpe título de mi nota, en lo que es quizá el mejor incipit de la “literatura” occidental del siglo XIX: ¡nunca olvidarse del Marx escritor!) no nos quiere abandonar, como nos advirtió otra melena impávida de la filosofía, Jacques Derrida: no hay cómo salir de la obsesión de y por Marx. Hay razones: en definitiva, la chispa para que los trabajadores de todo el mundo (cada vez menos unidos, obviamente) no sean tratados como esclavos (y a la esclavitud están volviendo) surgió de sus páginas y de esto alguien se acuerda. Y lo encomia. Sin olvidar que, pese a eventuales errores e incongruencias de su visión del mundo, el marxismo ha ocupado campos de estudios de todo tipo, no sólo económicos y políticos, cambiando el rostro de la cultura mundial durante, por lo menos, todo el siglo XX y que, a la postre, no hemos salido, como sociedad, de los básicos conflictos tan bien subrayados por el viejo Karl: la lucha de clases sigue (aunque las clases hayan permutado sus conciencias con el wifi, otra entidad espectral) y no se sale de modelos de explotación en lo remunerado (con la genial addenda de haberlos integrado incluso fuera del ámbito laboral).

Quizá por esto, entre otras cosas, el intendente de Tréveris, la ciudad natal de Marx, aceptó como regalo un colosal monumento del filósofo –casi seis metros de materialismo escultórico– inaugurado hace unos meses y punto álgido de una serie de manifestaciones locales que giran alrededor del pensador: convulsión en la ciudad, aparentemente cuna de un compacto conservadurismo, protestas locales y globales sobre todo por el donante: nada menos que China. Además del problema de homenajearlo en sí, perpetuando su imagen, el escándalo redobló porque la ahora moderada y metamoderna Alemania aceptaba el regalo, cargadísimo ideológicamente, de una nación comunista. Sirve para el debate, dijo el intendente, no es mera conmemoración. Y sirve quizá para algo más, considerando que hoy en día China ya no es simplemente una nación comunista, sino algo así como “comucapitalista”.

Empero, más allá de las cuestiones políticas –centralísimas en una Europa cada vez más deplorablemente encaminada hacia un fascismo 2.0–, ¿cómo se ha representado a Marx hasta ahora, con un arte siempre listo a devorar los mitos, figurándolos incesantemente, para bien y para mal? ¿Cómo ha sido tratado su ídolo? Llama, y mucho, la atención que a la historia del arte contemporáneo Marx se asome sólo de vez en cuando, tímidamente. Nada que ver si se lo compara con otras figuras históricas de semejante envergadura. Es cierto que proliferó su imagen (pero también la de Friedrich Engels) en pinturas social-realistas, parafernalia de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas y en un sinnúmero de monumentos soviéticos (prontamente erradicados luego de 1989), pero los artistas fuera de la cortina de hierro –incluso los que podían usarlo irónica o grotescamente– parece que no se han fijado demasiado en él. Ni siquiera Andy Warhol, que ha retratado a todos, me consta que lo haya hecho (sí lo hizo con Mao y con otros Marx, los célebres hermanos).

Menciono así sólo algunos casos; seguramente hay más, pero no de fácil ubicación. Fuera de los confines soviéticos, pasa lo que pasaba adentro: su gran barba domina las efigies de los pintores; tal vez la más famosa sea su aparición, junto a otros “héroes” comunistas, en el mural de Diego Rivera El hombre controlador del universo (1932). Cabe recordar también otro mural, en azulejos y memorioso de soluciones futuristas, que el genial fotomontador español Josep Renau armó en la Casa del Estudiante de Halle, en la República Democrática Alemana, a principios de la década de 1970. En Inglaterra, su segunda patria, su presencia se intensifica: Jack Hastings, vizconde, adorna en los años 30, casi obligatoriamente, la Marx Memorial Library de Londres con otro retrato “realista”. Siempre en la isla, Marx hizo una aparición –en realidad no deslumbrante, en el medio de tamaña multitud de celebrities– en 1967, cuando Jann Haworth y Peter Blake lo insertaron en la masa de fans que está atrás de The Beatles en la tapa del Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band. En 2009, concluyendo, otro británico, Alastair Mackinven, creó una interesante versión de Thomas Jefferson como Karl Marx, doblando un afiche de un retrato clásico del filósofo, deformándolo implacablemente, un poco como a menudo se han deformado sus ideas, mientras Ottmar Hörl diseminaba por las calles de Tréveris, en una acción redundantemente fútil, 500 estatuas de plástico de diferentes tonos de rojo que reproducían al pensador, como si fuesen enanos de jardín.

Finalmente, es en el campo puramente pop y comercial (gráfica, remeras, gadgets, etcétera) que su presencia se ve un poco más consistente, algo que constituye, claro, una especie de amarga paradoja. Al cantor y crítico de la alienación causada por la explotación de la mano de obra, el surgimiento de la producción masiva y el ahogo de la humanidad en un mar de mercadería inútil, verse protagonista de cuantiosos souvenirs-chatarra le causaría, seguramente, una plúmbea desazón. Justo en Tréveris, como fue ilustrado por The Washington Post, se han ubicado los más atroces: la champaña marxista; un semáforo portátil con Marx en posición cristológica; el patito de plástico –con barba y copia del Capital bajo el ala– para bañarse en la tina; el busto-alcancía, y el más inquietante y cáustico (se podría confundir con una alegre pieza de arte conceptual) de todos: un billete, con su más común retrato, que pese a declararse de “cero euro” se vendía a tres euros. Con coda: A los pocos días de su comercialización ya se había agotado el primer tiraje de 5.000, se hicieron 20.000 más y hoy, en eBay, su precio subió alrededor de 1.000%. ¿Les recuerda a algo?