La XVI Bienal de arte de Estambul estuvo atravesada por la creación de mundos artificiales. Un intento de comprender, en la confluencia de la ficción y el registro, la acción humana sobre un planeta que se derrite y agota.
Si se mira hacia el oeste, donde estuvo el corazón de la vieja Bizancio, la imagen dominante es el hilo de mar que divide la ciudad como un hachazo del Mediterráneo partiendo el cuello de Asia. La terraza del futuro Museo de Estambul de pintura y escultura es una buena base para otear los cuatro puntos cardinales, aunque sólo se vean tres. En la dirección opuesta al casco histórico bizantino, una mezquita del siglo XIX parece tejida en croché con hebras de piedra. Al norte está el enorme pozo de una obra en construcción, parpadeo de fealdad entre los dos segmentos de belleza. La cuarta perspectiva está interrumpida por una pared y dos prolijos tarros para separar los desechos orgánicos de los inorgánicos.
Los comensales cumplen la sugerencia de la cafetería del museo y reciclan aplicados los restos de sus bandejas. No es para menos: los cuatro pisos que acaban de recorrerse despliegan toda la elocuencia del arte contemporáneo para concientizar sobre la gran masa de basura que flota en el océano. Por algo la Bienal de Estambul de este año, que se extendió desde el 14 de setiembre hasta el 10 de noviembre, recibió el título de “El séptimo continente”, como se conoce esa isla artificial de desperdicios.
El museo, que recién en marzo de 2020 abrirá como tal, fue habilitado de apuro para esta ocasión. ¿El motivo? La sede estrella de la bienal tuvo que descartarse a último momento por la presencia de asbesto, un elemento cancerígeno que era habitual en la industria de la construcción y que está prohibido en la Unión Europea. Una señal involuntaria acorde al eje del evento.
Entre los salvajes
El curador convocó varios proyectos que unen el arte con la ciencia y que, desde esa confluencia, intentan analizar cómo las grandes obras de infraestructura afectan el ambiente. Es el caso del “Atlas salvaje”, en el que un centenar de expertos en ambos campos invierten la ecuación. Lo salvaje ya no es la naturaleza que debe ser “domada”, sino los métodos y la propia intención del domador. Nada es nuevo, parecen decir cuando presentan cómo las vías férreas británicas del siglo XIX –ese símbolo de progreso– hirieron casi de muerte al delta de Bengala, en la India.
Aunque impecable desde el punto de vista del proceso, quizás el “Atlas salvaje” pierde potencia debido al exceso de información y al predominio de lo didáctico. En ese sentido, la instalación “Monocromo”, situada tres salas más adelante, impacta con mayor fuerza. No proviene de un gran equipo multidisciplinario, sino de un único artista, el turco Ozan Atalan. En el centro de la habitación sólo hay una pieza: un esqueleto real de búfalo de agua. Una vez que se logra apartar la vista de tamaña elocuencia, se percibe que en una esquina del pequeño cuarto hay dos pantallas, no demasiado grandes, en las que se proyectan videos en blanco y negro. Son imágenes simples. En uno de los monitores hay una obra en construcción, en la otra aparecen búfalos en su hábitat. El texto curatorial explica que ambas filmaciones son del mismo sitio en momentos diferentes. Levantar el nuevo aeropuerto, considerado el más grande del mundo, y la ruta que lo une con la ciudad implicó desplazar a los animales de su ecosistema. El visitante, que un día antes aterrizó en esa misma terminal y transitó esa misma carretera, comprende que no es un testigo inocente.
Tortugas en Pera
A siete minutos en taxi o 40 de caminata –ascenso de una empinada y eterna colina urbana incluido– está la segunda sede de la bienal. Es ahí donde predominan los mundos imaginarios. Ocupa tres pisos en el barrio más europeo de Estambul, a pocos metros del Pera Palace, el hotel donde Agatha Christie escribió Asesinato en el Expreso de Oriente (1934). Al llegar, se puede tomar el estrecho ascensor para ir directamente a la propuesta de los artistas contemporáneos, o detenerse antes en los exquisitos retratos de Osman Hamdi Bey, figura fundacional de la pintura otomana del siglo XIX. Si se elige este rodeo, el visitante quedará maravillado con el enorme cuadro Domador de tortugas y comprenderá algunas cosas sobre la inutilidad de las urgencias y sobre la independencia que la obra –cuando es buena– adquiere respecto de las intenciones del artista. Cuando fue pintada, en 1909, era una crítica política a la lentitud de las reformas del imperio agonizante; hoy, desatada de aquella contingencia, expele una brisa metafísica que la rejuvenece. Bien hubiera hecho el curador, Nicolas Bourriaud, en haberla puesto como punto de partida del recorrido.
Liberados del poder hipnótico de Osman Hamdi Bey, lo mejor es desembarcar en la sala mayor del cuarto piso. Ahí, las pinturas del polaco Piotr Uklánski tienden alambres –no son puentes– entre dos abismos, Occidente y Oriente, para narrar el equilibrio vacilante de la identidad de Polonia. Sus tártaros tienen un eco figurativo de los óleos otomanos que integran los fondos permanentes del Museo de Pera y son, a la vez, otra cosa. Evítese pasar cerca de la sala contigua (donde están los atlas maravillosos del alemán Ernst Haeckel) o nunca se podrá volver a percibir la biología con ojos científicos; tal es la filigrana de sus estrellas de mar y sus ejemplares botánicos.
Borges como sustrato
En el piso tres estaban las propuestas más radicalmente borgeanas de la bienal, aunque en ninguna parte se mencione al autor de El Aleph. En 2013, en la primera de sus clases magistrales televisadas, el escritor y crítico argentino Ricardo Piglia dijo que Jorge Luis Borges inventó algo que no existía en literatura. Piglia lo llamó ficción especulativa y lo definió como una ficción que produce un efecto en la realidad. Uno de los ejemplos más clásicos de ese procedimiento borgeano sería el cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, una suerte de enciclopedia de un mundo que no existe. Algo a mitad de camino entre el ensayo y la ficción, había dicho en la década de 1940 el gran aparcero de Borges, Adolfo Bioy Casares. O, para volver a Piglia, algo que también podría llamarse literatura conceptual.
El escocés Charles Avery lleva 14 años inventando su propio Tlön. En su caso no es un planeta, sino una isla llamada Onomatopoeia. En Estambul, el centro de su envío lo forma el mercado de la capital isleña. Animales marinos fabricados en vidrio color ámbar descansan en bandejas de plástico en espera de hipotéticos compradores. En las paredes, los dibujos ilustran otros elementos de ese paisaje imaginado. El centro de ese mundo tiene más que ver con las ideas que con las acciones, y en ese sentido su monstruo legendario Noumenon hace honor al origen kantiano de su nombre. Es “lo pensado”, es decir, esa parte que no tiene forma de ser tocada, olida o vista. Es un monstruo que está dentro de nosotros, no sólo como forma de miedo, sino como forma constitutiva de nuestra esencia. Hay un mundo ahí afuera y una destrucción que se está llevando adelante, el Noumenon que nos constituye lo aplasta cada día. La única esperanza está en la otredad, propone Avery, con su frágil instalación de lo inexistente. Nacido en 1911, Norman Daly empezó a crear su universo imaginario un año antes del nacimiento de Avery. En 1972 fue la primera exhibición de Lhuros, una civilización inventada que muchos compararon con los mundos creados por JRR Tolkien, el autor de la saga El señor de los anillos.
Es una de las exposiciones más extensas que la bienal de este año instaló en Pera. Se sigue como una muestra arqueológica de un pequeño museo de provincia. Separada por períodos, al estilo de los estudios sobre la Antigüedad, el recorrido va de su naciente momento arcaico al de su decadencia. En buena medida, tanto Daly como Avery, con sus artificios, permiten ver con más claridad los problemas de la acción humana sobre el ambiente y recuerdan la caducidad de lo que pensamos permanente.
La isla de los caballos de tiro
La tercera sede está ubicada en la isla donde se exiliaron los últimos restos de la aristocracia grecobizantina. Un aislamiento geográfico y político que se mantuvo a pesar del paso de los siglos, al punto de que ahí se encuentran, todavía, las ruinas de la casa en la que vivió León Trostky mientras escapaba de José Stalin. Para llegar se necesita una hora y media en ferry. Amplio, lento y pesado, es parte del sistema urbano de transporte, así que un viaje cuesta lo mismo que un boleto de metro. Desde cubierta se ve alejarse el perfil de la ciudad antigua, con los minaretes originales de la Mezquita Azul y los minaretes impuestos de la iglesia de Santa Sofía. Adentro, la cafetería del barco vende sándwiches de queso y té turco en vasos de vidrio. Vendedores ambulantes ofrecen pastas mágicas para quitar todo tipo de manchas y unos pelafrutas capaces de sacar, en un perfecto espiral recién lustrado, la cáscara entera de una manzana.
Cinco sitios de Buyukada (así se llama la isla) son los que se reservaron para la bienal. Las obras son las menos interesantes de toda la propuesta, pero permiten conocer algunas viejas casonas señoriales y esquivar los carros de caballos que llevan turistas a la velocidad de la exhalación. En los descuidados jardines del que alguna vez fuera el palacio del patriarca ortodoxo Sofronio III, está la instalación del turco Hale Tenger. Espejos circulares van reflejando, según el observador se mueve alrededor, fragmentos del entorno ruinoso. Nada nuevo bajo el sol. Sin embargo, de pronto aparece en escena un binomio inesperado. Los cascos de dos caballos sueltos, blancos y finos como una hojilla, golpean sobre el empedrado que lleva al palacio. Después se pierden, fantasmales, calle arriba. La isla no tiene autos, pero el transporte a tracción a sangre es la menos ecológica de las alternativas. Cada año, se informa en carteles y volantes de denuncia, mueren 300 animales de tiro por el maltrato. Al enterarse, algunos turistas se niegan a subir a esos taxis adornados con guirnaldas de flores. Otros, indiferentes, se hacen pasear en las calesas como sultanes domingueros. Entre ambas decisiones la isla se vuelve, por un momento, toda ella una pieza de la bienal.