Toda revolución en el arte es una revolución fallida y triunfante a la vez. Es tanta, siempre, su promesa, que inevitablemente es más lo que deja por el camino que lo que alcanza. Ahí está el arte académico, acá la fuerza revulsiva de la vanguardia. Ahí está el canon, acá los parricidas. El problema, quizás, resida en la coma. En que la separación del “ahí” respecto del “acá” es tan delgada, tan de un instante, que después del fogonazo del sol sobre el acero de la guillotina suele quedar la costra de la sangre seca. La vanguardia es fagocitada por la academia. Los parricidas se inventan un canon nuevo.
Se afirma que Ludwig van Beethoven fue un revolucionario de la música. Se lo dice con la facilidad con que se dice que Pablo Picasso cambió las artes visuales y James Joyce la literatura. Pero mientras el cubismo se desnuda delante del ojo con la elocuencia de Las señoritas de Avignon, mientras Joyce justifica su fama apenas el lector se sumerge en ese hermetismo transparente que es a la vez el cólico y la morfina, Beethoven exige más perspectiva.
Autor clave del Romanticismo, de ese combate de los sentimientos contra lo clásico, del espíritu contra el protocolo, es el equivalente siglo XIX al grito desacralizador del punk. Beethoven no es The Beatles, Beethoven es The Pistols. “¿Qué le ha pasado recientemente a este hombre? Su última sinfonía demuestra que padece algún tipo de demencia. La obra es una mezcla de ideas trágicas, cómicas, serias y triviales que confluyen en explosiones sonoras innecesarias y conducen al oyente a un abismo de barbarie”, escribió un crítico al momento del estreno vienés de la séptima, el 8 de diciembre de 1813. Sí, aunque su escenario no sea un garaje de Berlín Este sino una sala de conciertos, Beethoven es Nina Hagen.
Se podría decir que es lógico, entonces, que sea otro rebelde, Erich Kleiber, quien esté asociado entre nosotros al compositor de Bonn. Estrella fulgurante de la escena musical alemana cuando sólo tenía 33 años, Kleiber renunció en protesta contra el nazismo por un imperativo ético y se instaló en Buenos Aires. Ya había dirigido antes en el teatro Colón, por lo que no le costó adaptarse a la que sería su patria adoptiva.
Fue Kleiber quien condujo a la Orquesta Sinfónica del SODRE en el primer ciclo completo de las nueve sinfonías de Beethoven realizado en Uruguay. Ahora, 80 años después de ese acontecimiento –hay una placa que lo recuerda a la entrada de la sala Hugo Balzo–, la orquesta repite los nueve platos en cinco conciertos que comienzan el sábado y culminan el domingo 25 de este mes. Salvo el final, reservado a la novena, en cada ocasión se interpretarán dos sinfonías.
Una revolución se hace contra todo lo viejo y contra todo lo injusto. También en el arte. Lo que deja esa promesa una vez que se logra concretar, aunque sea en esa minúscula porción que siempre se concreta, vale más que la imposibilidad que la anida. Entonces, en el escenario suena la “Sinfonía número 1” y el fantasma vuelve a recorrer el mundo.