Para alguien con ideas mínimamente izquierdistas, El juicio de los 7 de Chicago es como un partido importante bien ganado por la celeste, contra un adversario poderoso que juega sucio y con un árbitro odioso tirando en contra. Todo está armado para que se nos retuerzan las tripas de indignación contra los artificios tramposos con que el sistema conservador se otorga visos de legitimidad, contra la violencia policial, el racismo, la guerra de Vietnam, Nixon y sus seguidores, los jóvenes fachos patriotas y el machismo, y para que luego saltemos de alegría con cada una de las contundentes victorias morales de sus opositores, nuestros héroes.

Dentro de ese marco de izquierda, no se esperen reflexiones novedosas o una actitud cuestionadora. Tampoco radicalidad. Pero todo el talento de Hollywood que se pueda imaginar está puesto al servicio de esas emociones, y hay que ser muy esnob para privarse de disfrutarlo. El guion es de Aaron Sorkin, el mismo de Red social (2010, dirigida por David Fincher), un especialista en películas que, aunque tienen mucho más diálogos que acción física, probaron ser tremendamente entretenidas, ágiles, bien hechas e inteligentes. Originalmente, a El juicio... la iba a dirigir Steven Spielberg, quien participó en el desarrollo del guion, aunque no lo firma. Problemas de agenda lo dejaron relegado al papel de productor y el propio Sorkin asumió la dirección, con el mismo talento que ya había mostrado en su ópera prima Apuesta maestra (2017). En general, cada persona que aparece en la pantalla es una cara conocida del cine. Quizá no reconozcas el nombre de John Carroll Lynch, pero sí reconocerás su rostro. Y probablemente, sí te sonarán Sacha Baron Cohen, Eddie Redmayne, Joseph Gordon-Levitt, Mark Rylance, Michael Keaton. El juez sorete, que es el villano principal, está interpretado por el gran Frank Langella, que aparte de sumar otro rostro famoso al reparto, agrega la carga de haberse consagrado en roles como Drácula (1979) y el mismísimo Richard Nixon (2008). Y si sos ávido de las series, entonces hay muchos más rostros conocidos.

Esta película relata hechos históricos: durante la Convención Nacional Demócrata ocurrida en Chicago en 1968, se realizaron protestas contra la guerra de Vietnam que movilizaron a decenas de miles de personas, que fueron violentamente reprimidas por la Policía. Aunque las primeras investigaciones señalaron abuso policial ante protestas pacíficas, cuando Nixon asumió como presidente hubo disposiciones reservadas tendientes a un juicio ejemplar contra un seleccionado de manifestantes. Ocho “conspiradores” (esta fue la acusación) fueron llevados a un juicio que se condujo de la manera más trucha que se pueda concebir. La parcialidad del juez Julius Hoffman fue tan alevosa que, aunque logró la condena de la mayoría de los acusados, la Corte de Apelaciones los eximió rápidamente de cumplirlas.

El juicio... está armado de manera ingeniosa, con una introducción algo jocosa, basada en un montaje ágil, que nos presenta a los futuros reos, mientras preparan las manifestaciones. De ahí salta a la preparación del juicio, seis meses después. En el correr del proceso, se irá develando qué ocurrió entretanto a partir de lo que los personajes dicen y, cada vez más, en flashbacks interpolados.

Rumbo al cambio

Quizá el aspecto más rico de la película sea la confrontación de posiciones entre, por un lado, los yippies (o “groucho-marxistas”) Jack Rubin y Abbie Hoffman, escépticos respecto del sistema y favorables a una revolución operada, sobre todo, a nivel cultural; y, por otro lado, el líder estudiantil Tom Hayden, que asume que todos los caminos para el progreso deben pasar por el sistema electoral. Por fuera de ese eje paradigmático se definen también el pacifista David Dellinger y el pantera negra Bob Seale (su juicio fue declarado nulo, y por eso los “ocho” quedaron consagrados como “siete”). El momento en que se produce una conciliación entre los yippies y Hayden es el momento en que, muy a la Hollywood, todo se arma para el clímax de la película.

El placer victorioso que trasmite el film es aún más grande porque no parece falsear sustancialmente lo ocurrido. Algunas de las cosas que parecen más fantasiosas, más “de película”, son reales. Efectivamente, en una ocasión, Jack Rubin y Abbie Hoffman se presentaron ante el tribunal con togas negras de juez, y Hoffman, jugando con que compartía el mismo apellido que el juez, hizo el chiste irreverente de llamarlo “papá”. Pasaron muchas más cosas coloridas, pero hubieran requerido una miniserie completa. Por una vez, en lugar de dramatizar en forma sensacionalista los hechos históricos para volverlos más “cinematográficos”, lo que se hizo fue lo contrario. El Julius Hoffman real lucía mucho más ridículo que en su caracterización por Langella. Él efectivamente mandó encadenar y amordazar a Bob Seale, tal como se muestra, dejándolo así en el banco de los reos, una imagen indignante que recordó en forma agresiva situaciones de tortura y esclavitud. En realidad lo tuvo así durante días, algo que la película simplifica (atenúa) a unos pocos minutos, quizá por motivos de timing dramático.

Foco en el presente

La película viene siendo comentada como una de las preferidas en la carrera hacia los Oscar, y en múltiples categorías. Uno de los motivos para el entusiasmo es su “relevancia para los días que corren”, un eufemismo para la inminente contienda electoral en la que Donald Trump podrá ser reelegido o no. Por supuesto, no nos imaginamos que vaya a reconvertir una cantidad significativa de conservadores, pero tal vez pueda tener alguna incidencia en motivar a los no conservadores indolentes a comparecer a las urnas y hacer la diferencia.

Quizá ese propósito haya justificado otras de las suavizaciones de esta película, que omite, por ejemplo, el hecho de que el abogado defensor puso una bandera del Viet Cong en su mesa del tribunal. Haber incluido ese toque hubiera podido herir las sensibilidades de quienes necesitan creer que los soldados estadounidenses murieron “por algo” y no fueron meros operadores de una acción criminal masiva comandada por el gobierno, y además hubiera desviado el foco de cierto orgullo nacionalista que sigue estando en el trasfondo de casi todo el cine progresista hollywoodense, la perspectiva épica sobre cómo “pudimos / podremos” superar escollos para construir un país caracterizado por la justicia, la democracia y la libertad.

Esa intención propagandística puede haber sugerido también uno de los toques más ricos del film, que es el fiscal de corte Richard Schulz, mostrado como un joven adepto al Partido Republicano, con ideas conservadoras, pero siempre dentro de un marco honesto, democrático y justo. Él cumple su rol con toda eficacia —porque es lo que corresponde, en el sistema de justicia en el que cree—, pese a que, en lo íntimo, está convencido de la inocencia de los reos e indignado con la forma podrida en que el juicio se está manejando.

Puede ser incluso que los realizadores hayan previsto que, de haber agregado más de las disposiciones ridículas de Julius Hoffman y más de las frases y actitudes increíbles de los reos y de algunos testigos que ni aparecen, una cantidad sustantiva de espectadores hubiera empezado a poner en cuestión su verosimilitud. A veces la historia es demasiado parcial para lucir imparcial en el cine sin un poco de maquillaje.

El juicio de los 7 de Chicago. Dirigida por Aaron Sorkin. Con Eddie Redmayne, Sacha Baron Cohen, Mark Rylance. Estados Unidos, 2020. En Netflix.