Puestos a desconfiar, uno podría pensar que Aurélien Molas –creador de la serie que nos ocupa– estaba un buen día mirando Netflix, se maravilló con la originalidad, la magia, la chispa de la serie coreana Kingdom, y concluyó que qué buena idea sería desarrollar algo similar.

Dado que a los coreanos les había ido tan bien en eso de insertar zombis en su propia historia, particularmente en su contexto medieval, convenía buscar un marco histórico igual de útil y reconocible para hacer su propia versión. Con ese contexto en mente, las particularidades de la propia historia vendrían solas. Y así fue.

Molas tomó un poco del setting histórico –desarrollado con el mismo color, barro y sangre en películas poco memorables, como Pacto de lobos, de Christopher Gans, o en la serie belga (también por Netflix) Los ladrones del bosque– y generó alrededor de su historia sobrenatural un referente temporal tan reconocido como la Revolución francesa.

Le sumó una conspiración efectiva –se podrá opinar que poner a nobles a alimentarse del pueblo no es demasiado imaginativo, pero eso no le resta contundencia– y voilà, todo puesto en la mesa servida para diversión del respetable.

Como Abraham Lincoln, cazador de vampiros, pero bien hecha

No cabe duda de que Abraham Lincoln, cazador de vampiros era una berretada. Sin embargo, detrás de esa tontería, una idea muy poderosa servía de referente: los esclavistas sureños eran vampiros y sus esclavos, además de todo, ganado.

En La Revolución se esconde el mismísimo Luis XVI detrás de una malvada estrategia: repartir sangre azul especial entre sus nobles de confianza para generar una élite que literalmente se alimente del pueblo y consiga así mantener controlada la disconformidad que ya adivina entre su gente.

Pero claro, estos muertos vivientes –que son al mismo tiempo más y menos horribles que los tradicionales zombis, dado que son más humanos pero igual de monstruosos– no se controlan demasiado bien, y uno de ellos –el conde de Montargis– termina por encender él mismo la mecha revolucionaria, dada la cantidad de jovencitas que viene devorando de un tiempo a esta parte en su condado.

Es entonces que un nutrido elenco de personajes se irá uniendo en el frente en común que terminará por llevar adelante la rebelión y la propia narrativa de la serie, incluyendo al doctor Joseph (Amir el Kacem), el soldado Albert (recio Lionel Erdogan), la noble de ideas sociales avanzadas Elise (Marilou Aussilloux) y la revolucionaria Marianne (Gaia Weiss).

La serie es tan efectiva como poco sutil. Desde la obvia referencia al color de la sangre que simbólicamente distingue a la aristocracia, pasando porque dos de sus héroes se apellidan Guillotin (y que la única manera de parar a estos zombis sea decapitándolos) y terminando en algo tan histórico y literal como las espantosas condiciones de vida para el vulgo en el siglo XVIII, la serie avanza firme a lo largo de sus ocho episodios, consciente de su público objetivo: aquel que guste del horror de mediano voltaje (aunque el gore es generoso), quiera pasar un rato entretenido y no le molesten particularmente las casualidades oportunas que empujan la trama o las convenientes revelaciones telenovelescas.

Si se acepta el pacto, se disfruta mucho la excelente producción y ambientación histórica, así como lo contumaz de sus escenas de acción y la buena entrega de un elenco desconocido (por lo menos para mí), con particular efectividad en sus villanos (Julien Frison encabeza a estos zombis que parecen más vampiros de Anne Rice que otra cosa, y Laurent Lucas es el más temible, así sea entre sombras). 

Un relato sencillo pero cumplidor, que confirma que Netflix tiene una veta en los shows históricos, incluso en aquellos que no dudan en insertar las variables más fantásticas para generar una cronología por completo alternativa. Habrá que ver qué nos depara su segunda temporada, que si bien todavía no se ha confirmado, podría esperarse para el año próximo.