“Es tonto, ¿no? / Cuando un cohete espacial explota y todos siguen queriendo ser astronautas”.
Al comienzo de esta pandemia recuerdo haber leído a una escritora argentina confesar algo así como que no podía regresar a ninguna novela de su biblioteca porque no soportaba que sus personajes actuasen como si nada sucediese, como si nuestro día a día fuese como entonces, y no como la vida que estábamos teniendo. Pensé entonces que con la música no pasaba lo mismo, o por lo menos no me pasaba eso a mí. Porque –como no hago más que descubrir y escribir una y otra vez– las canciones lo saben siempre todo antes que nosotros. A esta altura, a mis clásicos no les puedo esconder nada: me acompañan desde hace tanto tiempo que me conocen más que mis mejores amigos. Desde que empezaron estos días extraños, cada vez que regreso a mis discos de siempre, los que he escuchado mil veces, en toda clase de circunstancias, personales o generales, siempre hablan de exactamente esto que está sucediendo, ahora mismo, acá.
Todo esto viene a cuento por los versos con los que arrancan estas líneas, del tema que bautiza un álbum que acaba de reeditarse en versión extendida y se puede volver a escuchar online donde sea que uno busque. Estoy hablando de Sign O’ The Times, aquel doble que en la segunda mitad de la década del 80 fue como una trompada en la cara a todos los que entonces escuchaban música y habían tenido el tupé de ignorar a un petiso ególatra, sexópata, virtuoso y genial llamado Prince. Y para sus fans también. Porque en un mundo que empezaba a despertarse de aquella primera burbuja neocon pero que paradójicamente se estaba acelerando –“En septiembre mi primo probó un porro por primera vez. / Ahora está usando heroína, es junio”–, todo estaba señalando el signo de los tiempos. Como ahora: primero, burbuja otra vez; acelerador a fondo después.
Cuenta la leyenda que por entonces –como siempre, en realidad– Prince no paraba de tocar, grabar y producir, y llevaba completados varios discos, pero su sello, Warner, le dejó en claro que no iba a editar todos. Cuando los músicos de The Revolution –el grupo que lo venía acompañando– amagaron con algún tipo de revuelta, nuestro hombre cortó por lo sano: les dio salida e hizo una selección musical que resumía sus proyectos pendientes en función de dejar afuera todo lo referente al grupo. En la foto de tapa que puso en la portada del producto final es el único que aparece, fuera de foco y parcialmente. Se alcanza a ver claramente todos los instrumentos descansando sobre un escenario vacío, luego de la fiesta. La revolución soy yo, dejaba Prince en claro.
Ese fascinante álbum doble que quedó entonces como resultado se amplía a ocho discos en la flamante reedición: uno de remixes y simples contemporáneos, dos con un show en vivo, y el resto conteniendo mucho de lo que entonces el morocho de Minneapolis dejó afuera, lo que permite constatar que no estuvo para nada errado en sus decisiones. Eso no quita que, en su momento, las reseñas –con el paladar acostumbrado a su sonido grupal– lo considerasen una obra despareja y con un sonido por momentos tan vacío que llegaron a quejarse de que sonaba como un demo. Para los oídos actuales, sin embargo, tal vez sean justamente esos momentos los mejores logros de un disco que definitivamente quedó en la historia. Confirmó el lugar de Prince dentro de la historia del rock anglosajón, dejó una huella a fuego en la conciencia de su época y también –ya que estamos– en el sonido del rock argentino de los 80, vía Charly García, Fito Páez y siguen firmas. Hay que decirlo: si culturalmente nos comportásemos como en esos pueblos en que se llevan presos a los padres por las cosas que hacen sus hijos antes de la mayoría de edad, tal vez Prince –como The Police antes y Red Hot Chili Peppers después– hubiese pasado el resto de su vida en prisión, condenado por algunas de las cosas que supieron hacer varios de los que siguieron sus pasos.
Más allá de la humorada, su genialidad es indudable, así como su creatividad y una sensibilidad que está escondida detrás de tanto glamour, despliegue y purpurina, pero que estalla en su música y sus letras. Sign O’ The Times tal vez suene hoy por momentos fuera de época, pero sólo porque lo que se escuchó entonces por primera vez ahí ya lo hemos escuchado tantas veces y de tantas maneras que no podemos rastrearlo emocionalmente hasta su génesis. Cuando da en la tecla, y no son pocas veces las que lo hace, suena decididamente como si se estuviese escribiendo ayer, hoy mismo, mañana por la mañana. O por la noche.
Lo que más me inquieta, lo confieso, es que se trata de la obra de un hombre adorado por multitudes, pero que murió solo en una casa enorme. Lo encontraron tirado en un ascensor, atiborrado de calmantes. Casi como la postal de una pandemia que aún no había sucedido. Ese futuro hacia el que corría. Este presente que nos está atropellando.
“El signo de los tiempos juega con tu cabeza. / Apurate antes de que sea tarde”. Eso. Apurémonos.