Al bajar del ómnibus en la terminal de Mercedes el pasajero tiene un retrogusto de paisaje ya visto. No importa que se haya recorrido desde Montevideo un camino de cuatro horas de penillanura. Ese lugar puede ser cualquier lugar. Un centro de compras moderno con la misma arquitectura, la misma iluminación y casi los mismos locales con las mismas marcas de cualquier centro de compras moderno.

Al salir por suerte hay una ciudad. Está el mural que recuerda el festival de jazz. Está el café de la plaza con asientos de cuero algo gastado. Está la iglesia mordiendo, para defenderse, un edificio que se le vino encima. Está, sobre todo, el cine.

El nombre es poco imaginativo –Mercedes Digital–, pero la sala tiene cómodas butacas y la proyección es impecable. Es uno de los poquísimos que sobreviven fuera de Montevideo. Se calcula que son una decena, si no se cuenta el puñado de opciones adosadas a centros comerciales. Ahora, los protocolos derivados de la pandemia ponen en duda que muchos puedan seguir con las puertas abiertas.

Un cine puede llegar a ser algo parecido al alma de una ciudad. Los que persisten y los fenecidos. El Doré de Minas, con ese aire de Broadway provinciano; el añoso superviviente de Florida; el art déco del melense que tanto llamó la atención de los arquitectos; el tugurizado Concorde con su forma curva, como un coliseo cortado a motosierra, y su pariente cercano, el también cerrado Ocean, ambos en Punta del Este.

El 16 de julio de hace 70 años, Uruguay jugaba contra Brasil en Maracaná. Era la final del mundo y casi nadie creía que tuviera la más mínima chance. Así que ese grupo de amigos prefirió pasar la tarde en el cine. Al menor lo mandaban cada tanto a preguntar cómo iba el marcador del partido.

–Gana Brasil 1 a 0 –dijo, y esa primera noticia no fue ni noticia de tan obvia.

–Empate 1 a 1 –comentó después, y ahí ya hubo algunas voces que creían y otras que no.

–¡Gana Uruguay 2 a 1!

–Andá, no seas mentiroso.

–Sí, en serio.

–No jodás.

–Si es mentira me revuelco en el charco de barro que hay a la entrada del cine –juró.

Al rato no se aguantaron más y salieron. Ahí vieron que sí, que era verdad, que Uruguay había ganado 2 a 1 con gol de Ghiggia. Mientras todos saltaban y festejaban, mi padre, ese niño de diez años que después sería mi padre, se revolcaba igual en el barro del charco. Porque sí. Porque desde que hizo la promesa comprendió que era al revés, que no se iba a tirar como penitencia si le estaba mintiendo a sus amigos –eso no se hace en circunstancias tan serias–, sino que se ofrecería a sí mismo en holocausto para que se mantuviera ese resultado que parecía ser mentira hasta para él, que lo había escuchado de los mayores, que escuchaban, a su vez, a Carlos Solé en la radio de la boletería del Ocean. Si era así, si no cambiaba, se tiraba ahí en el charco. Para agradar a los dioses. Para estirar lo imposible. Para hacer algo extraordinario en medio de esa extraordinaria imposibilidad que se estaba volviendo real, como de película.

También por eso importa tener cines (de verdad) en todas partes.