Uno de los elementos que hacían tan fascinante a Terminator 2: el juicio final (James Cameron, 1991) era que el mismo robot que había sido enviado a matar a Sarah Connor en la primera película ahora volvía para velar por su seguridad ante la llegada de un robot mucho más avanzado. En aquel film, el indestructible T1000 llegaba del futuro con el objetivo de acabar con la vida del hijo de Sarah antes de que en el futuro pudiera llegar a convertirse en el líder de la resistencia humana frente a la invasión de las máquinas. Esta idea de que un mismo modelo puede ser un enemigo en una película y, en otra, un aliado aborda la noción de identidad: cualquier ser termina siendo la misión a la que fue encomendado.

La Brasilia del brasileño Adirley Queirós parece salida de ese futuro distópico que se planteaba en Terminator. No son necesarios efectos digitales ni pantallas croma, el universo del extrarradio de la ciudad, con sus puentes, ascensores oxidados, rampas, trenes, coches deshuesados y containers parece los despojos de una antigua batalla, sobre los que crecieron los habitantes. Esta decadencia de Brasilia tiene un efecto devastador doble: es una ciudad sumergida en la decadencia (en la que se vieron ampliados los mecanismos de segregación social y racial), y un síntoma de un proyecto nacional trágicamente abortado.

La capital inaugurada por Juscelino Kubitschek en 1960 e ideada y modelada por Oscar Niemeyer con la extraña forma de un avión visto desde arriba (en donde se contemplaba la conexión entre diversas zonas urbanas para favorecer el contacto interclase y la integración) no era simplemente una relocalización del centro del país, también era un extraño laboratorio social en el que se pensaba trabajar, desde el urbanismo y varias políticas, el fomento de nuevas formas de igualdad social. Al proyecto inicial, en el que se premiaba lo que los obreros construían en la ciudad por medio de la reserva de un lugar en esta especie de avión-ciudad, se le fueron cayendo varias partes de su fuselaje, y no tardó en reproducir muchos de los esquemas que anteriormente imperaban, lo que terminó por convertir a la ciudad en esa especie de feísimo mutante, entre la proyección de vanguardia y la dejadez de su presente, con amplios cinturones urbanos muy lejanos de los centros de inclusión de la zona.

Así, Brasilia es una formación espectral del Brasil que aspiraba el gobierno de políticas progresistas de Kubitschek, algo que quedó a medio camino y que más tarde sería arrasado por la dictadura militar que vendría en 1964.

Dictadura e impeachment

En Érase una vez Brasilia, Queirós huele a lo lejos cierta similitud entre todo lo que arrasó la dictadura de este proyecto original y el impeachment contra Dilma Rousseff. Los líderes de procesos de contenido desarrollista, como Dilma y Kubitschek, terminaron por ser enjuiciados de diversas maneras, procesos que sirvieron para inaugurar períodos mucho más oscuros. Volviendo a la metáfora de Terminator, en Érase una vez Brasilia el protagonista, llamado WA4, viaja al pasado para asesinar a Kubitschek en la inauguración de la nueva capital norteña, pero su máquina se avería y lo termina por dejar en 2016, año del conocido proceso de destitución. Así, similar al personaje de Arnold Schwarzenegger, WA4 cambia de mando y se suma a un nuevo comando rebelde, que parece pretender rescatar a Brasil de este cambio de gobierno.

Dicho así parece una gran novela de ciencia ficción, pero más allá de lo conceptual, en su factura técnica la nueva película de Queirós (como todo su cine) dista de ser grandilocuente. Casi por lo contrario, toda la maquinaria u objetos futuristas son acentuados en su artificialidad y rusticidad; al lado de ellos, los vehículos y las armas de Mad Max parecen diseñados por un estudio de diseñadores suecos. En la brillante Branco Sai, Prieto Fica (2014), el director se mostraba seguro con esta economía de recursos: cuando hay un buen concepto y una historia poderosa, no es necesario más que un container y juegos de luces para hacerte creer que el personaje viaja en el tiempo.

En este nuevo film, el director se detiene en la realidad ficcionalizada de los viajeros, antes que en el material real en el que se inspira. Así, mientras Branco Sai, Prieto Fica tenía un acercamiento más documental, centrado en los testimonios de algunos personajes reales que habían sido víctimas de violencia racial a manos de las fuerzas policiales, Érase una vez Brasilia está mucho más centrada en la textura ficcional que rodea a ese fragmento de la realidad. Comparándolas, el efecto es un tanto paradójico: si Branco Sai, Prieto Fica era una gran metáfora social con una engañosa cobertura de ciencia ficción, Érase una vez Brasilia es un gran intento de ciencia ficción con una débil cobertura de metáfora social.

Así, todo lo que en el film anterior parecía ampliar lo interpretativo en este nuevo proyecto remite al embudo del impeachment de una forma vaga, displicente y, no pocas veces, literal.

Fuera de estos errores que le restan al film un montón en lo que refiere a imaginación y ritmo, sabe captar un estado de ánimo que traza un perfecto paralelismo psicocósmico con esa Brasilia llena de no-lugares ocupados por viajantes espaciales de un país sin memoria, junto a una noción paranoica de inminente represión policial. Pero este aire depresivo invade tanto que los mismos viajantes se muestran impotentes e inoperantes, algo muy similar a la ineficacia de defensa de diversos movimientos de izquierda en el último lustro de Latinoamérica.

El problema es que esta sensación de inoperancia se traslada de tal forma al film, con un montón de tiempos muertos que son menos contemplativos que inertes, que al final termina por ponerse en duda la pertinencia de la ciencia ficción en sí. Al final, sus líneas de acción son tan mínimas e ilusorias que se cae el velo ficcional y todos se ven como lo que son: tipos disfrazados que caminan por un baldío mientras escuchan de fondo discursos de los legisladores que votaron a favor de la destitución de Rousseff.

Hay algunas escenas potentes, como la de todos los viajantes largando un sonido terrorífico con esos “silbatos de la muerte” aztecas (los mismos que los guerreros de aquella civilización utilizaban al aproximarse al campo de batalla), o algunos recodos de esa Brasilia que no necesita ni una capa de pintura para parecer distópica. Esta anhedonia termina por dejar muy por detrás lo que sí lograba conjugar Branco Sai, Prieto Fica, un film que creía en el dispositivo como una forma de permitirles a los personajes recontar su historia y así, al menos, ser un poco más dueños de ella. Érase una vez Brasilia, por el contrario, tiene tras de sí un contexto tan devastador e ineludible que termina por tragarse al film entero. Todo termina siendo ese momento y ese lugar en la historia de Brasil, pero nunca logra ser más que eso.

Érase una vez Brasilia. De Adirley Queirós. Con Wellington Abreu, Andreia Vieira y Marquim do Tropa. Brasil, 2017. En Mubi.