Todo empezó con un adolescente de Solís de Mataojo luchando contra la luz. Tan desigual fue la pelea, se cuenta, que de tanto en tanto tenía que salir del enceguecedor cuadrilátero para mirar su obra con ojos menos enceguecidos. Esa “fe de bautismo” de Manuel Espínola Gómez, Circo al mediodía (1938), se puede ver en la muestra monográfica que inunda el piso superior del Museo Nacional de Artes Visuales.
Como en sus trabajos más experimentales, no hay un único centro en la personalidad octogonal de este pintor centenario (1921-2003).
Está la provocación: en los años 50 del siglo pasado envió el óleo de un inodoro al Salón Nacional de Pintura (Sifón, 1954). Está la capacidad de sintetizar en potentes isotipos su compromiso político sesentista, como en los logos de la central obrera y del Frente Amplio. Está la valentía de camuflar sin demasiado camuflaje su opinión sobre la dictadura en una enorme tarántula que parece un tanque de guerra de una raza alienígena (Arena asombrada, parábola silvestre, 1975). Está la rebeldía: renunció a su puesto de asesor municipal en la segunda mitad de los 80 en apoyo a un joven plástico censurado (Oscar Larroca, hoy curador de esta muestra).
El quinto lado del octágono es la experimentación. En la muestra del museo del Parque Rodó se puede ver la serie de los polifocales. Deudos de un entierro y gallos retozando entre los campos son la excusa de esos intentos de contestar de una manera propia una pregunta sin respuesta: cómo miran los que miran. El ensayo dio por resultado, como era de esperar, una respuesta fallida. En el arte, si es de verdad, sólo existe el fracaso. Pero esa derrota dejó un par de triunfos colaterales. Por una parte, Sinfonía IX, cuadros de otra exposición (2000-2001), de León Biriotti, quien se inspiró en esos artefactos para actualizar lo que un siglo antes hiciera el ruso Modest Músorgski. Y por otra, el poemario Entrada libre (2003), con textos de Juan Carlos Macedo a propósito de los ocho polifocales de Espínola Gómez.
Si la sexta arista de este creador octogonal es la música (al vínculo tardío con Biriotti se suman el padrinazgo temprano de Eduardo Fabini y la permanente frecuentación del tango y el jazz), la séptima es la deriva. De aquel compromiso intenso de los años 60, Espínola Gómez derivó hacia una amistad con el hoy dos veces presidente de la República Julio María Sanguinetti que no muchos comprendieron. El viejo vínculo entre arte y poder, quizá, enredando mecenazgos arcaicos con la pequeñez de las revanchas y la sinceridad del hartazgo. O la simple afinidad humana. De esa relación queda la polémica y audaz intervención en el interior de la vieja casa de gobierno, y “no queda” el prometido museo monográfico.
La octava es la bohemia. Cierto desaliño personal, su carácter intempestivo, las tertulias. Pero sobre todo los cafés, de los que era asiduo habitante, como lo testimonia la serie crepuscular de las “boligrafías”. En ese sentido, en esos ocho sentidos, El mirador cavante –así se titula la muestra– no es sólo una inmersión en un artista excepcional. Es también una ventana a un mundo (en parte) ya extinguido.