Un grupo de amigos decide hacer una excursión para escalar un cerro. El mal tiempo los obliga a pasar la noche en el pequeño poblado de Canoa. Jóvenes, sin dinero, universitarios. Estamos en pleno 1968, una época en la que los estudiantes eran presentados por el discurso oficial mexicano como enemigos del orden y las buenas costumbres. Así que los excursionistas, aunque no tengan ninguna vinculación con la política, son candidatos a que se les calce fácilmente el cartel de sospechosos. Resultan, para una mirada superficial y prejuiciosa, “el otro”. No es difícil que los anticuerpos empiecen a crecer. Más aún si se los estimula convenientemente. Para eso está la derecha local, política y religiosa. El rechazo se desborda en forma de turba y los jóvenes son linchados.
Ese episodio, que todavía aparece señalado con resaltador en la larga lista de atrocidades de la historia moderna de México, es el centro de la película Canoa (1975), de Felipe Cazals.
Sería injusto decir que la muerte de Cazals, ocurrida este 16 de octubre a los 84 años, revitalizó su figura. La generación de Guillermo del Toro y Alfonso Cuarón, nombres centrales del renacer del romance del gran público internacional con el cine mexicano, se había encargado, al menos en la última década, de dejar en claro la deuda con Cazals.
Su importancia radica en que actuó como bisagra y quiebre a la vez. Rompió con el cine de la época de oro –que era indudablemente masivo– y apuntó su búsqueda hacia la construcción de un cine independiente de temas incómodos, cercano, en ese sentido, al Cinema Novo brasileño, aunque sin el espesor artístico de un Glauber Rocha. Ese fue el quiebre. La bisagra fue su capacidad de conectar desde esa independencia con la tradición, a pesar de que esa tradición era, en los hechos, cuestionada por el cine de Cazals.
Hoy está disponible en Youtube parte de su filmografía. Un atractivo en esa plataforma es El año de la peste (1978). Aunque el tema, una epidemia, y tener como adaptador a Gabriel García Márquez, puede ser un buen anzuelo, resístase a morderlo como primer bocado de una filmografía. O si lo hace, sepa que no está mirando el mejor Cazals. El punto más alto de Cazals debería ser Canoa, si tomamos en cuenta que le valió el Oso de Plata en el Festival de Berlín, aunque ese lugar puede serle disputado por Las Poquianchis (1976).
Los 70 son años importantes para el cine mexicano. En 1973 se estrenó Reed México insurgente, de Paul Leduc (quien murió hace exactamente un año, el 20 de octubre de 2020), y en 1978 es el momento de El lugar sin límites, esa gran película de Arturo Ripstein. Pero, en cierta forma, Leduc y Ripstein son voces autorales, más cercanas al “rebote” del cine chileno en el México de esos tiempos (como Actas de Marusia, 1976, de Miguel Littin). En cambio, Cazals es más terrenal. Más imperfecto. Más alcanzable. Más factible como espejo.
Ahora que ya no empaña ese vidrio con su aliento, lo que queda es el reflejo de su cine. Un reflejo real, aunque a veces muestre, cronista cruel, lo peor de lo que somos.