A veces algunos discos merecen un grado mayor de paciencia que el que estamos dispuestos a otorgarles tras una primera audición. Y a partir de esa atención dedicada, de esa apertura espacial y espiritual, descubrimos que son obras mayores, profundas, cambiantes. Ese tiempo especial que les otorgamos para macerarlos y luego extraerles su sangre, su carne y su espíritu, nos permite interpretarlos y comprenderlos mejor. Sobre todo, cuando el disco se titula Carnage (carnicería, destrucción, masacre, lugar devastado…) y contiene solo ocho canciones con títulos como “Mano de Dios”, “Tiempo viejo” o “Elefante blanco”.
Con Nick Cave ‒un tipo serio‒ ese tiempo y espacio es aún más precioso y necesario. La de Cave nunca ha sido una música para escuchar con prisa y en modo multitask, haciendo tres cosas al mismo tiempo, incluso cuando él haya parido la poesía de ese disco ‒como ha declarado‒ en tan sólo dos días y la improvisación musical haya sido su hoja de ruta junto a Warren Ellis. Estas ocho nuevas canciones no se pueden escuchar correctamente de refilón, como un error de cálculo, como música de fondo que no necesite nuestra debida atención.
Así que hagan un alto en el camino ‒donde estén, y más si están en algún camino o buscándolo‒, y prepárense mental y físicamente para un viaje con el que recorrerán paisajes variados, superposiciones sonoras por momentos machacantes de capas electrónicas, ambientales, rítmicas, oscuras y, por supuesto, momentos brutales e inquietantes, que pueden ser atravesados por una guitarra o un verso cantado al borde de la angustia o recitado con una profundidad majestuosa, triste e incierta. Para girar y volver atrás o hacia adelante. Y, de repente, calmarnos con una melodía supuestamente más tradicional, previsible y solemne.
Por ejemplo, en un momento de belleza mayor como es la canción que da nombre a la placa: “Siempre parezco estar despidiéndome”, canta, y tiene razón. Cave toma la voz de “un niño descalzo que entró en esta canción”, hace una reverencia y se aleja de ella para abandonarnos allí, dentro de esa canción que es como una nube cargada dando vueltas encima nuestro, y ahora nosotros somos como niños viendo llover. “Es sólo amor”, sentencia.
Mientras, otro tipo de belleza se desarrolla en “Old Time”. Un encanto más desquiciado percute en nosotros en medio de la improvisación musical que acumula y superpone muros sonoros y nos conduce hacia sentencias inquietantes: “Tomamos un giro equivocado en alguna parte / en el tiempo antiguo”, para rematarnos al quebrar su voz: “Los sueños de todos han muerto”.
En cada audición descubro más y más detalles, matices, sonoridades variables. Anoto algunas pistas y les dejo algunas huellas que tal vez los puedan conducir por un camino sinuoso como en “White Elephant”. Una ruta por momentos de épica ascendente, perturbadora y sobrecogedora, que simula ser un relato hablado para transfigurarse en un gospel pospunk interpretado por un predicador enloquecido. Una canción esquizofrénica que parte desde una mirada con referencias obvias (“El cazador blanco se sienta en su pórtico / con su enorme pistola y sus lágrimas / Te disparará gratis si pasas por aquí / Un manifestante posa su rodilla sobre el cuello de una estatua / La estatua dice: “No puedo respirar” / El manifestante dice: “Ahora sabes lo que se siente” / Y de una patada la lanza al mar”), narra pasajes donde una Venus de Botticelli ‒una mujer de espuma‒ amenaza lastimarnos con “una pistola enorme de lágrimas”, hasta desembocar en un tramo final en medio de un trance religioso ¿apocalíptico?, ¿esperanzador?: “Se avecina una era / Una era está cerca / Hay un reino en el cielo / Todos habremos de volver a casa / Dentro de poco”.
O la melancolía de “Albuquerque” y las diferentes interpretaciones de su esqueleto poético sobre esa columna vertebral que se erige levemente a partir del piano: “No llegaremos a ninguna parte, cariño / en cualquier momento de este año / a menos que te sueñe ahí / No llegaremos a ninguna parte”. Parece una foto irremediable de lo que muchos sentimos desde el comienzo de la pandemia, una comunión melancólica amparada en la sutileza musical desplegada por Ellis. Es que las letras de Cave siempre han sido así: por momentos tan simples y terrenales, y al minuto siguiente conforman un conjunto sobrecargado de imágenes surrealistas.
Mientras termino de escribir estas líneas, se produce un pequeño temblor en la ciudad de Santiago de Chile y Carnage sigue sonando impasible. Son cuarenta minutos y tres segundos de emoción de a ratos reposada, por momentos arrebatada. Un reflejo de cómo el artista ve la realidad que lo rodea y nosotros la decodificamos a través de sus ojos. Incluso sin conectar ni congeniar con el objetivo místico final que Cave proyecta en “Lavender Fields”, el disco nos conduce por una historia llena de preguntas sin respuestas que nos hacer sentir vivos y menos solos. Como tantas veces, soy un ateo aceptando la belleza de una iglesia, soy un agnóstico disfrutando de la misa de Cave. Como comienza diciendo al final de su obra en “Balcony Man”, tal vez recordando a Descartes: “¿Qué voy a creer yo? ¿Por qué te tengo que creer? ¿De qué puedo estar seguro?”.
No hay respuestas. Sólo en un puñado de canciones que, a pesar de la tragedia a su alrededor, esbozan una tenue luz de esperanza allá a lo lejos: “Esta canción es como una gota de lluvia / que sigue dando vueltas por encima / aquí viene de nuevo / y es sólo amor”.
Probablemente, Carnage sea uno de los mejores discos del año. Una obra que merece dedicarle tiempo y reflexión. Es un campo destruido detrás de nosotros. Entre nosotros. Una carnicería. Y una oportunidad. Aunque lo que no te mate, Nick, a veces sólo te vuelva más loco.
Carnage, de Nick Cave y Warren Ellis. Goliath, 2021. En plataformas.