Mientras la mayor parte de la atención está puesta en la lucha desigual entre un topo y un pulpo –a partir de dos documentales candidatos a los premios Oscar disponibles en Netflix–, la plataforma Mubi pone a disposición del público el trabajo de Gianfranco Rosi, único documentalista en ganar el premio mayor en los festivales de Venecia y Berlín.
El agente topo (de Maite Alberdi, 2020) es una película dura sobre la vejez y el abandono que logra, gracias a su dosis de humor y al carisma de su protagonista, evitar el camino fácil del golpe bajo. Mi maestro el pulpo (de Pippa Ehrlich y James Reed, 2020) se centra en el vínculo inverosímil entre un nadador y un molusco. Juegue unas fichas al thriller romántico y submarino: tiene esa sensiblería que el jurado del Oscar parece premiar.
El cine de Gianfranco Rosi es todo lo contrario. No importa respecto de qué. Tómese cualquier componente de cualquier género y tendencia, y nada será parecido a lo que hace Rosi.
Alejandro González Iñárritu, uno de los popes del cine mexicano actual, le diagnostica “hormonas tarkovskianas”, y en parte es verdad. Pero si el soviético Andrei Tarkovski “esculpía en el tiempo”, no está del todo claro dónde apoya su cincel Rosi. Decir que lo hace en la naturaleza humana sería traicionar su abordaje, tan alejado de lo pretencioso.
Si se busca en sus entrevistas podría postularse que filma el silencio. Es verdad que la mayor parte de sus películas carecen de diálogos y que muchos de sus personajes principales no dicen una sola línea. Pero Rosi utiliza el silencio para que resuene todo lo demás.
Rosi no documenta, sino que filma. Son sus palabras. Lo afirma de manera contundente cada vez que puede, incluso interrumpiendo la pregunta del entrevistador. “Documentar no; yo no documento, yo filmo”, asegura. Su película Notturno (2020) trata sobre los conflictos de Medio Oriente. Sobre Irak, sobre Siria, sobre el Kurdistán, sobre el Líbano. Pero nunca se sabe exactamente dónde está rodando cada secuencia. No hay zócalos que digan “Mosul, 2014”. No hay largos monólogos de los personajes que expliquen tal o cual masacre. No hay mapas con flechas y movimientos. Están el metrónomo de una formación militar que más parece un rito exhumado de la guerra de Troya, el callado trabajo de un adolescente que pesca, el cara a cara de la cámara y un burro mientras la vida y la muerte pasan por detrás como un decorado, el lento bogar de un cazador de patos mientras de fondo se escucha la guerra y los tres soles tarkovskianos de tres enormes explosiones de pozos petroleros. La palabra se reduce a la de los pacientes del psiquiátrico de Bagdad que montan una obra de teatro sobre la historia de su país, o a los niños que explican a su terapeuta los dibujos en los que procesan el horror del Daesh (que el subtitulador tiene el mal gusto de nombrar ISIS, como el autodenominado Estado Islámico se autodenomina, en lugar de mantener el Daesh de la banda sonora, que es como le llaman sus víctimas y como al Daesh no le gusta ser nombrado). Al no explicitar un discurso, al no estar anclada en un año preciso, al fluir sin que se sepa en qué país de la región está en cada momento, Rosi libera su película de ser solamente una película sobre el presente de Medio Oriente. Es, como todo el cine de Rosi, una película sobre algo más. ¿Sobre qué? Eso depende de cada espectador.
Ese estilo de Notturno también lo usó Rosi en su trabajo más premiado, Santo Gra (2013), único documental ganador del León de Oro en Venecia. El tema no puede ser menos épico. La vida diaria de quienes habitan en los alrededores de la autopista de acceso a Roma. Como le es usual, la única “información” que da el director está en los dos o tres carteles de “contexto” que coloca al comienzo del film. Pero en este caso, incluso eso es una metáfora. Compara esos intestinos de carriles y tráfico con los anillos de Saturno. Y de inmediato las luces desenfocadas de los vehículos crean un clima de “ciencia ficción terrícola” que el conjunto de la película en cierto modo confirma. Si tomamos en serio el adjetivo “tarkovskiano” y aceptamos que Notturno será una inmersión en “la zona” de Stalker, aquí estamos en Solaris. Los cosmonautas (la asociación con Julio Cortázar/Carol Dunlop y su crónica entomológica Los autonautas de la cosmopista, de 1983, es inevitable) son un edípico chofer de ambulancia, un aristócrata en decadencia que alquila su villa para rodar fotonovelas, un defensor algo chiflado de las palmeras, dos mujeres trans, habitantes desplazados de diminutos monoambientes. Cada uno podría ser el personaje de un documental en sí mismo, por eso juntos dotan de una fuerza e interés inusitado al film.
Mubi no tiene, por ahora, el penúltimo trabajo de Rosi, Fuego al mar (2016), con el que ganó el Oso de Oro en Berlín. Sin embargo, ese paneo sobre los inmigrantes que llegan a la isla de Lampedusa, y –principalmente– ese retrato de la isla que los recibe, está en el origen de Notturno. “Quería ver ese lugar del que venían”, dijo. Y se fue tres años a vivir a Medio Oriente.