El 1º de julio Netflix estrenó la serie italiana Generación 56k, una divertida comedia romántica ambientada en Nápoles y Procida, basada en una idea original de Francesco Ebbasta. En ocho capítulos entrelaza constantemente dos líneas temporales. Por un lado, narra las historias de Daniel (Angelo Spagnoletti) y Matilda (Cristina Cappelli), quienes se conocieron de jóvenes y se enamoran de adultos, y que con sus amigos de toda la vida (Luca y Sandro) son el símbolo de la generación del módem 56k.

Por medio de flashbacks bien logrados, se narran dos fases de una misma historia de amor y amistad que comienza en 1998 y llega hasta la actualidad. Para el pasado nos muestra a aquellos que vivieron la adolescencia con los inicios de internet y una inocencia (patente hasta en la pornografía que podían mirar) que ahora nos resulta completamente extrema. En el presente la serie explora las relaciones humanas en la era de las redes sociales y las aplicaciones de citas, donde parece que encontramos a nuestra alma gemela y a las dos horas queremos huir.

Generación 56k explora la química entre dos personas con esa eterna discusión sobre si el enamoramiento es como un rayo que nos parte o es algo que se construye. Y también la inmediatez de los vínculos: lo rápido que una persona puede aparecer en nuestra vida y lo rápido que se va.

Matilda, la chica rara del pasado (“Satán” era su apodo), ahora es una mujer en situación de pareja, con una dudosa felicidad pero un gran autoconvencimiento. Daniel trabaja en una empresa de tecnología con sus dos amigos y está preocupado porque no le gusta nadie. En los 90, a ella le gustaba él pero a él no le gustaba ella sino su amiga Inés (todavía amiga de Matilda). Sin embargo, la casualidad –lo que muchos llaman destino– los junta.

La serie confronta la aparente comodidad de estar en pareja y las ideas de felicidad que manejamos, entre ellas la suposición de que porque alguien es “bueno” y nos quiere deberíamos ser condescendientes y amarlo. También la idea de que el amor es más una cuestión química que una empresa racional; cómo esa química no es tan lineal (“está o no está”), sino que muchas veces estaba y un día, porque la vida nos pasa, no está más.

Es entrañable la relación de Daniel con su papá, que transcurre desde la paternidad en los 90 –más dura y con un control mayor de lo que los hijos hacían– hasta la actualidad, en la que se desprenden de prejuicios y aflora la amistad (eso que tenemos las madres y los padres de “siempre estaré para ti”).

Generación 56k también nos trae una linda nostalgia de cuando cruzábamos los dedos al usar internet para que una llamada inoportuna no nos cortara la conexión y la inocencia con la que íbamos descubriendo eso que nos estaba cambiando la vida para siempre. La serie tiene además una calidez típicamente italiana, con la que nos sentimos identificados porque, en definitiva, en parte venimos de allí. Está lo barrial, lo familiar, lo de “acá nos conocemos todos” (acentuado en los pasajes que transcurren en los 90). El ritmo es rápido: los italianos hablan mucho y todos a la vez, y eso también vuelve realmente adictiva a esta serie, que de paso nos muestra con una hermosa fotografía la Italia de fines de los 90 y la de ahora.

Esta producción italiana es una excelente apuesta de Netflix a la ampliación de su oferta de series de países no anglófonos que, además de divertir, nos hace disfrutar de un idioma tan musical como adorable. Por si fuera poco, tiene un final abierto a una segunda temporada.

Generación 56k, dirigida por Francesco Ebbasta y Alessio Maria Federici. En Netflix.