“Los cowboys muchas veces se tienen cariño en secreto. / ¿Por qué te parece que usan botas y monturas de cuero? / Y hay más de un vaquero que no entiende ese afecto hacia el compañero. / Y en cada vaquero hay una dama que busca escapar”. Así dice el estribillo de “Cowboys Are Frequently, Secretly Fond of Each Other”, una canción que Ned Sublette escribió en 1981 pensando en qué genial sonaría cantada por Willy Nelson, el prócer de la música country forajida y progresista. Nelson la recibió en casete y le encantó, pero la cajoneó hasta 2006, cuando la película Brokeback Mountain expulsó del clóset a la subcultura cowboy gay. Ese año, Willy Nelson grabó la canción y la transformó en hit, aunque sigue sin tocarla en recitales grandes porque tiene pasajes que podrían chocar a su audiencia familiar. Después de todo, Willy y la canción miran el asunto un poco de afuera. Orville Peck, no.

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“Conocí” a Orville Peck en la docuserie This Is Pop, que Netflix subió el mes pasado. Cada capítulo se enfoca en un punto, sin pretensiones generalizadoras (cuál fue el impacto del autotune, quién armó la farsa del britpop, por qué revivieron los festivales), y Peck resultó ser el narrador de uno llamado “Cuando el country se vuelve pop”. Tuve que buscar su nombre en los créditos: o bien los realizadores consideraban que ya no hacía falta aclarar quién era ese vaquero enmascarado e hiperestilizado, o bien no deseaban ponerlo más al frente. Ahora se me ocurre que debe haber sido decisión del propio Peck, porque el capítulo parece un mapa de sus obsesiones: abre con la historia de “Old Town Road”, una canción del rapero Lil Nas X que a principios de 2020 se metió en muchos rankings a fuerza de tiktokers, pero fue expulsada del Hot Country Songs de Billboard por razones borrosas, entre las que los responsables no mencionaron que Lil Nas X es negro y manifiestamente gay. También son protagonistas de ese capítulo de This is Pop los outlaws de la música country estadounidense, es decir, tipos como Waylon Jennings, David Allan Coe, Hank Williams Jr. y el ya nombrado Willy Nelson, que desde finales de los 60 aparecieron para “recuperar” a la música rural norteamericana de su conformismo, bajo la luz farera de Johnny Cash. Otra figura destacada en ese capítulo que a mí me parece escrito por Peck es Dolly Parton, quien, en un camino inverso al de Lil Nas X, traspasó los límites del country clásico para volverse una diva pop, para horror de los tradicionalistas y adoración de la barra queer.

Saltos de góndola, hibridación transgénica, prejuicios en caída: en ese relato, aunque no se nombre a sí mismo, aparece Orville Peck, cuyo maravilloso disco Pony se lanzó apenas semanas después de la aventura de Lil Nas X en los tops de música country.

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Conoce el atractivo del misterio. Nadie sabe bien quién es Orville Peck (dicen que se trata del músico sudafricano-canadiense Daniel Pitout) y pocos lo han visto sin su antifaz a lo Llanero Solitario, del que cuelgan flecos que dejan entrever su boca. “La máscara me permitió hablar de cosas que quería decir hace tiempo”, dijo en una entrevista-recital para la heroica emisora KEXP. Y si el drag es la exageración del arreglo femenino, Orville Peck es el drag del estilo vaquero: camisas bordadas, corbatitas de moño, hebillas gigantes, trajes decorados, gestualidad épica.

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Peck es una imagen, aunque sobre todo, una voz. Como lo descubrí tarde, tanteé mis intuiciones sobre su popularidad con un académico uruguayo residente en Canadá, con el que whatsappeaba casualmente en medio de mi peckmanía. No le sonaba el nombre, pero cuando puso un tema reconoció al instante la voz. Grave, palatal, como la del Elvis más cavernoso o la del Zitarrosa más entonado, y a la vez capaz de pegar saltos altos como el divino Roy Orbison. Historia del rock, claro.

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Pony no tiene puntos débiles, y sí dos canciones enormes. Las primeras notas de la balada “Dead of Night” tienen el espacio, la reverberación de los graves, la economía de timbres y los silencios expresivos de las composiciones que hace (y que promueve) David Lynch. La melodía es sencilla pero original, la letra habla de soledades en trance y la amplitud de registro de Peck ataca en el momento justo. El otro hit es “Turn to Hate”, una canción con un pie en el punk tarareable y sentimental que inventaron los (también gay-rockers) Hüsker Dü y un estribillo en el que Peck estira las vocales en plan crooner desatado sobre cuatro acordes mayores mientras cita a JD Salinger. “Que la pena no se vuelva odio”, dice en la coda.

El disco está repleto de guiñadas a la música disco, a las piruetas de Morrisey (quien también supo tomar del western) y, obviamente, al country (guitarra con slide, orgullo por el trémolo al vocalizar, gritos de yee haw), pero para ejecutarlo Peck reclutó una escuadra indie, los Frigs, que le confieren un aire decididamente contemporáneo a cada interpretación. Con esa movida, hizo un reseteo no sólo del género en el que se buscó un lugar simbólico, sino también, y sin vueltas, del rock, ese milagro parido entre el country y el blues.

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Cuando arrancamos, no paramos. Llevo a Orville Peck en los auriculares y se me cruza en cada pantalla. O será que todos quieren tocar con él: Shania Twain, Miley Cyrus y Billy Ray Cyrus, el DJ Diplo, kd lang y también Lady Gaga, a quien Peck celebra, cómo no, por el décimo aniversario del himno LGBT+ “Born This Way”. A diferencia de Dani Umpi, que shockeaba con la distancia entre sus versiones y los originales de Jaime Roos o Los Olimareños, Peck elige agiornar temas que ya apuntan en la misma dirección que su discurso: la humorística y violenta “Goodbye, Earl” de las (ex Dixie) Chicks, “Norman Fucking Rockwell”, de la ensoñadora Lana Del Rey y, por supuesto, esa con la que empezamos, que habla de cowboys enamorados.