Este ya es el decimotercer libro de la colección Discos, de la editorial Estuario, dedicada a ahondar en álbumes fundamentales de la música uruguaya a cargo de un amplio y colorido abanico de autores. Se trata del primero sobre Eduardo Darnauchans: toma como eje su disco Zurcidor, de 1981, que junto con el anterior, Sansueña (1978), forma el núcleo más duro de la obra del cantautor fallecido en 2007.

El encargado de hincarle el diente es el artista visual y escritor Fidel Sclavo, que ostenta una rica historia de amistad con El Darno, desde muy joven, en su Tacuarembó natal. Pero además los unía una relación artística, ya que fue justamente desde Zurcidor que Sclavo diseñó todas las portadas de los discos del cantautor, siendo aquella primera la más emblemática (el violinista de bufanda que toca sentado en un cable que cuelga del cielo –o lo parte– sobre una playa; ¿hacía falta describirla?).

Así las cosas, el autor se nutre de elementos autobiográficos relacionados con Darnauchans para adentrarse en la cocina de las canciones del disco –las que quedaron y las que no–, las influencias que las atravesaron –que, obviamente, van más allá de Zurcidor–, además de la personalidad, los ánimos y las inquietudes del músico.

Ahora bien, lo interesante del libro –tanto o más que el contenido– es su forma. Sclavo elude cualquier intento de narración esquemática, lineal o cronológica –ya sea sobre los hechos o el álbum– y se despacha con una especie de puzle que se va armando de un modo en apariencia azaroso y, por lo tanto, sorpresivo: coloca una pieza de la historia por un lado, luego otra, bien alejada de esa, de repente nos muestra una que se parece a otra del principio pero con un color diferente, y así.

Empieza pintando una escena de 18 de Julio y Cuareim, donde está el Palacio Santos –la sede de la cancillería–, en cuya vereda solía aparecer un señor tocando el violín: el personaje real que inspiró la canción “Tristezas del zurcidor” y la portada del disco. Entonces, se dispara la semiosis ilimitada y el autor nos lleva de aquí para más allá. Desde el mínimo detalle autobiográfico compartido con el cantautor hasta lo más trascendente.

Va del color del grabador Philips en el que registraban canciones en el cuarto de Sclavo hasta cuando Darnauchans se refugió en Tacuarembó luego de un intento de suicidio; incluso, hay pequeñas grageas metanarrativas –sobre el proceso y las sensaciones del autor al escribir el libro que estamos leyendo, al mejor estilo “Continuidad de los parques”, de Julio Cortázar”. Sea lo que fuere que cuenta, Sclavo siempre logra mantener nuestra atención gracias a una prosa certera a niveles milimétricos: no le sobra ni le falta ni una coma. Sclavo da siempre en el clavo.

Hay detalles sobre la personalidad de Darnauchans que pueden parecer nimiedades pero resultan finos trazos que ayudan a conocerlo más allá del “personaje” musical. Por ejemplo, la mnemotecnia que usaba para su número telefónico, de cuando vivía en la calle Guayabo, frente a la sede de la Asociación Uruguaya de Fútbol: 900 29 29 (Bertolucci, ñoquis, ñoquis).

Sclavo también comenta que Darnauchans era un lector “minucioso” de las revistas mensuales del cable, que tenían una breve descripción de los argumentos de cada película que pasaban. Se reía “de lo caprichoso de esa síntesis, que muchas veces traicionaba el espíritu de la película o condensaba su argumento de una manera inesperada”. Así, el autor nos cuenta que, con humor, Darno solía decir que si en esas revistas tuvieran que describir al Martín Fierro, escribirían “gaucho mata a negro y es perseguido por la policía”.

Detrás del mito

Pero, más allá de las anécdotas, quizás lo más revelador del libro sobre Darnauchans es encontrarnos con que no era tan triste, depresivo y oscuro como lo suele pintar la leyenda –y la mayoría de sus canciones–. Esto es algo que Sclavo pone sobre la mesa en forma explícita, más de una vez –incluso confiesa que se enoja cuando suelen hacer esa relación; no niega que esos ingredientes estaban, pero no exclusivamente–. Cuenta que el cantautor, en el trato diario, “estaba dotado de un humor” como poca gente que ha conocido.

“De hecho, cada vez que nos veíamos, lo primero que surgía en él era una sonrisa casi risa, a manera de saludo o primera frase para comenzar una conversación cualquiera que iba a venir después. Y en muchos casos era la risa, llanamente, por alguna tontería de ocasión o circunstancia: una bufanda, el color de una camisa, un peinado, el ruido de una moto que pasaba. Veíamos la alegría en cada pequeña cosa que era el disparador de una conversación que luego derivaba hacia lugares imprevisibles y podría hacerse más intensa o no. Pero jamás el comienzo era una queja depresiva o lamento”, cuenta Sclavo.

Cada libro de la colección Discos tiene como público objetivo a la persona que ya conoce el álbum en cuestión y quiere profundizar en él, o al menos es ese lector el que los puede disfrutar más o sacarles todo el jugo. En este caso, eso se agudiza porque el libro de Sclavo está lleno de referencias y guiños a la obra de Darnauchans, que los menos avezados se pueden perder. A su vez, el autor no hace una disección del disco canción por canción, con información detallada, como suele ser la regla de la colección.

El libro es un viaje a una época, una sensibilidad y una forma de comprometerse con las canciones que hoy no abunda. Y el estilo con el que está escrito parte de los mismos parámetros; por eso, una prosa como la de Zurcidor –el libro– no se encuentra a la vuelta de la esquina, como aquel violinista, y mucho menos en textos sobre música.

Zurcidor. De Fidel Sclavo. Estuario, 2021, 144 páginas.