El avión se metió en la luna llena como si nada, por completo inconsciente de que violentaba el redondel de sílice. De pronto, aquellas luces parpadeantes que venían de lejos se transformaron en alas abiertas y cuerpo de chancho. Un instante nomás duró el encontronazo. Después el cielo, grisáceo y no negro (como corresponde a las noches lunadas), lo tragó bastante, pero no del todo. Es que ya habíamos aprendido a verlo. Un silencio hueco flotaba sobre los cipreses, las araucarias y las acacias, menos elegantes y achaparradas. Era luna llena. Trabajaban atolondradas las arañas.

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Propone cuatro en una serie de tres el poema admirado por Anne Carson. El error pasa a ser, si ya no es, aquel “suceso mental interesante y valioso”. La poeta canadiense lo reivindica en tanto “Hay un proverbio chino que dice: / un pincel no puede escribir dos caracteres en la misma pincelada. / Y aun así / eso es justamente lo que hace un buen error”. Soñé con algo que no termino de entender, pero que le agrega densidad al veranillo de agosto. Y viene a cuento, por cierto. Corría tras mi hijo por una piscina llana, con un pequeño desnivel. Agua verde, podrida: era evidente que no la limpiaban hace demasiado. Iba tras él con rapidez y sabía que estaba persiguiendo a mi hermano también, como si ambos fueran uno y eso no fuera en absoluto un problema. Al lado, empezaba un monte casi idéntico al de una tarde perezosa en el interior de Minas Gerais. “Las metáforas le enseñan a la mente / a disfrutar del error / y a aprender / de la yuxtaposición entre lo que es y lo que no es”, signa Carson.

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Llega la floración rosada y fucsia, una verdadera carrera contra el tiempo. Reproducción pura. Nada de esteticismos, por más que no lo aparenten. Delirio de magnolias, la ventana de mi cocina. Primero una, pionera y tímida. Pasan los días, o tal vez solamente las horas. Una cierta mañana, mientras bajo la prensa del café, caigo en la cuenta de que se largaron a florecer juntas, apuradas, aunque nunca, nunca casuales en la simultaneidad del gesto. El árbol las sostiene con ramas finas y sin hojas. Atropella la sobrevivencia de las almas. Y admiro la dignidad de las flores de invierno, tan guapas en esto de soportar el frío que volvió ayer de noche. Gordas, rebosantes, pétalos pesados a punto de caer sobre la entrada del edificio. Pronto vendrá, infernal, el jardinero con el soplador de hojas y las estrellará contra el muro, en un cúmulo de rosado inservible.

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Hace meses que gasto el disco A tábua de esmeralda, de Jorge Ben, ese montón de canciones misteriosamente prodigiosas (oh, hipérbole) de la misma época que Racional, de Tim Maia. Lo escucho en el auto, bien alto, y desafino a menudo. “Isso não é só uma gravata / Essa gravata é o relatório de harmonia de coisas belas / É um jardim suspenso dependurado no pescoço / De um homem simpático e feliz”. Hay un momento fugaz en que las cosas se tornan algo más que lo que parecen. El resto del tiempo, el tedio. Escribe Carson que cuando emerge la metáfora “Al principio parece raro, contradictorio o incorrecto. / Y después sí tiene sentido”. Al fin de cuentas, termina por: “Desembuchar la verdad, en contra de sí misma”.

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Sexta semana de confinamiento. Quedan tres por delante, al menos. Podemos ir a los parques y a la playa. Trato de agendar la vacunación sin éxito. ¿De qué te quejás?, preguntó alguien. No, no me quejo, dije rendida y entonces vi cómo las ráfagas de viento le arrebataban los últimos pétalos a la magnolia. El sol se había ido. Quedaba un poco de luz azulada sobre el jardín del edificio. Como una distracción, pensé qué es lo que más extraño, con qué se enloquecería mi corazón, tan inexperto. Bailar, bailar atolondrada en medio de un mar de seres humanos, sudores y microorganismos. Éramos jóvenes (¿a quién me obstino en incluir en este plural ocioso?) y bailábamos apiñados sin saber que el futuro deparaba pestes y soledades (también amor que no cabe en el cuerpo, es cierto). Al parecer, en las Antillas y Venezuela el verbo “obstinar” es usado como transitivo y significa lo mismo que “hastiar”. Esto obstina, podríamos decir. Escribe Carson que Aristóteles “Ve la mente como algo que se mueve a lo largo de una superficie plana / hecha de lenguaje ordinario / y luego de repente / esa superficie se rompe o se complica. / Emerge lo inesperado”. Como después de cada atardecer, empezaron a pasar los murciélagos, recién despiertos. Duermen colgados de día. Ocupan nuestra ciudad cuando oscurece. Por alguna razón que desconozco o creo no saber, me acordé de otro sueño, con incendios repentinos en un bosque. Explosiones. Fuego. Cientos de murciélagos seguían cruzando el cielo.

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Canta Jorge Ben en un arrebato alquimista: “O que está embaixo é como o que está no alto, e o que está no alto é como o que está embaixo”.

Todas las citas son del poema “Ensayo sobre las cosas en las que más pienso” (“Essay on What I Think About Most”), del libro Men in the Off Hours (2000), de Anne Carson. La traducción al español es de Berta García Faet para el portal Vallejo & Co.