Durante la Segunda Guerra Mundial, el matemático Alan Turing (1912-1954) se trasladaba a su oficina en el centro de criptografía de Bletchley Park, en Buckinghamshire, Inglaterra, en una bicicleta con una cadena defectuosa que se negaba a reparar. En vez de llevarla al taller, el padre de la computación calculó el número de revoluciones que la cadena podía aguantar, y se bajaba de un salto segundos antes de que volviera a salirse. 40 años antes, mientras realizaba sus prácticas en el Observatorio Kuffner, en Viena, el físico alemán Karl Schwarzschild (1873-1916) estuvo tres días sin dormir, observando por el telescopio una estrella binaria de la constelación Auriga que se volvió nova. Luego de una eternidad dormida, habiendo agotado su combustible, la enana blanca comenzó a alimentarse de los gases de su estrella compañera, un gigante rojo, para regresar a la vida con un colosal estallido. Dos centurias atrás, en los albores del siglo XVIII, el teólogo y químico alemán Johann Conrad Dippel (1673-1734) afirmó haber descubierto el elíxir de la vida, un compuesto capaz de sanar cualquier dolencia y otorgarle la inmortalidad a quien lo bebiera. Debido a su composición de sangre, huesos, astas, cuernos y pezuñas en descomposición, el brebaje era tan fétido y repelente que sólo pudo ser usado como insecticida.

Las tres historias exponen no sólo el empecinamiento por la adquisición de conocimiento, al margen de su valor utilitario y su aplicación concreta, sino también el costado más obsesivo de aquel que se enfrenta a los resultados de sus búsquedas, cuyo vulgar reduccionismo a manos de los legos le ha dado forma a esa caricatura del científico loco, apartado del mundo, que pelea contra los obstáculos que le impone lo desconocido mientras, a su alrededor, los demás mortales viven existencias anodinas sin cuestionarse jamás la perturbadora conjunción del cosmos que presenta la tabla periódica o la intrincada suma de factores que determina el crecimiento de una planta en una maceta o de un árbol en la mitad del campo.

En Un verdor terrible, su aclamado, multitraducido y muy leído libro (el ejemplar que este reseñista tiene delante pertenece a la octava edición, fechada en setiembre de 2021, de una obra originalmente publicada en abril de 2020, por lo que es de suponer que al momento de publicarse esta reseña alguna nueva tirada salió a la calle), el escritor chileno Benjamín Labatut (nacido en Rotterdam en 1980), también autor de La piedra de la locura, un ensayo recientemente comentado en estas páginas, amalgama un puñado de historias de varios hombres que, valiéndose de la ciencia, produjeron algún cambio tanto sea en el mundo palpable cuanto en la concepción que de él tenemos.

En los cinco arborescentes relatos de Un verdor terrible se cruzan el químico alemán Fritz Haber (1868-1934), primer científico que extrajo nitrógeno del aire y que desarrolló la síntesis del amoníaco, convirtiéndose luego en el “padre de la guerra química”, con el físico austríaco nacionalizado irlandés Erwin Schrödinger (1887-1961), que durante años trabajó en la ecuación que lleva su nombre, en combate con la tuberculosis que minaba su cuerpo y con la ignorancia (o la indiferencia) generalizada del estamento científico; el matemático apátrida Alexander Grothendieck (1928-2014), obsesionado con el espacio y con expandir la noción de punto, que sólo podía pensar por escrito, con el físico teórico alemán Werner Heisenberg (1901-1976), un pionero clave en la física cuántica y autor del “principio de incertidumbre”, además de los ya mencionados Johann Conrad Dippel, Karl Schwarzschild y Alan Turing, así como otros nombres que la historia de la ciencia registra de forma destacada o en meras notas al pie.

La prosa de Labatut es portadora de una engañosa simplicidad; desarrolla las historias con una tranquilizadora (para el lector haragán) progresión cronológica que, dos por tres, resulta desmontada por particularísimas bifurcaciones. Es interesante observar cómo se apropia de determinados momentos puntuales en las biografías de sus personajes para construir semblanzas que caben en un párrafo, como este pasaje sobre el matemático Grothendieck: “Durante años dedicó toda su energía a las matemáticas, doce horas al día, siete días a la semana. No leía diarios, no veía televisión ni conocía el cine. Le gustaban las mujeres feas, los departamentos derruidos, las habitaciones decrépitas. Trabajaba encerrado en una oficina fría con la pintura descascarada cayendo de las paredes, de espaldas a la única ventana, con sólo cuatro objetos en toda la pieza: la máscara mortuoria de su madre, una pequeña escultura de una cabra hecha con alambre, una urna llena de aceitunas españolas y un retrato de su padre, dibujado en el campo de concentración de Le Vernet”.

Al final del volumen, en los “Reconocimientos”, Labatut señala que la cantidad de ficción aumenta a medida que avanza el libro, que en el primer relato, “Azul de Prusia”, sólo hay un párrafo ficticio, y que a partir de ahí, gradualmente, se fue tomando mayores libertades. La precisión, que suena a una suerte de justificación ante eventuales señalamientos desde el estamento científico, es, además de innecesaria para el lector que se sumergió lápiz en mano en el corazón de las historias, rotundamente falsa, pues, como bien señala aquel personaje de la película Storytelling (Todd Solondz, 2001), “todo es ficción desde el momento en que se escribe”.

Un verdor terrible. De Benjamín Labatut. España, Anagrama, 2021, 216 páginas.