“¿Cuándo está finalizado un jardín?”, se pregunta el narrador de El tercer paraíso, novela “sin género” del chileno Cristian Alarcón, ganadora de la última edición del premio Alfaguara. Y no es una pregunta de fácil respuesta la que se impone. Para el narrador de esta historia, neófito en el arte de la jardinería, el proyecto de un predio propio donde sembrar sus criaturas florales –afición surgida, como tantas otras vocaciones, durante la pandemia– tiene algo de trascendental o de metafísico.

Hay una cierta espiritualidad pagana que reverbera, silenciosa, en cada pequeña tarea, desde la preparación de la tierra hasta la colocación de una cerca, y en el acopio de información que sustenta cada decisión y que deriva prontamente en los nombres de Cayo Plinio, Carlos Linneo o Alexander von Humboldt, grandes precursores de la observación botánica, asociada esta siempre al viaje, la exploración y, más tarde también, la perniciosa explotación de los recursos. El jardín, al fin y al cabo, espejo terrenal de lo divino y figura preñada de simbolismo en las distintas culturas, “es un proyecto que podría llevarme más años que un libro”, observa el narrador. Y “soy lento escribiendo libros”, afirma.

La jardinería como culto recién descubierto tiene otra derivación: el torrente de memoria que reconstruye la épica de una familia, la del narrador, de fuertes raíces en el sur de Chile, marcada por la violencia, el machismo, la pobreza material y el sincretismo con la cultura mapuche. Y también con la gran historia: el ascenso y la traumática caída de Salvador Allende, el terror y el exilio que le siguieron, y las consecuencias que esos hechos detonaron en la saga familiar, que es, a la postre, la saga de todo un pueblo. Por ejemplo, en Nadia, madre del protagonista y ejemplo de autosuperación personal, no obstante sus muy humanas sombras. Nadia nace en una familia en la que el padre (y más tarde, también, su marido) tiene demasiados problemas con el alcohol y la golpea por cualquier motivo, incluso incentivado por su esposa, una madre que no tiene remilgos en desalentar al novio de su hija en su proyecto de matrimonio, dada la precocidad con la que ambos jóvenes han compartido el lecho (la mujer, no obstante, se redimirá un poco más tarde como amorosa abuela).

En los rigores gélidos del sur de Chile, Nadia resiste como puede la falta de casi todo, y asiste con pavor a un parto con destellos de realismo mágico en la presencia de esa meica que insufla vida en el recién nacido manipulando una gallina “quetre [...] de las que ponen huevos azules”. Cuando se le presenta una oportunidad, la muchacha la toma: se forma como enfermera, avanza en la carrera, gana dinero, le da dignidad a una familia que ya había logrado cierto avance social con la incorporación del padre a la actividad sindical.

Estructurado en tres capítulos, el libro alterna las distintas historias que abordan el pasado familiar del narrador: su presente estricto como intelectual, padre homosexual de un adolescente y jardinero en ciernes; los recuerdos de su yo niño; y la evocación de esos precursores de la botánica, en donde el libro alcanza alguno de sus puntos más interesantes. Tal el caso de Humboldt, ese erudito y aventurero de cuna noble que, según se cuenta, conquistó el corazón de un joven independentista llamado Carlos Montúfar al llegar a Quito durante su expedición americana.

Su retrato coquetea con la exaltación romántica, cuando Alarcón lo sitúa frente al abismo del Chimborazo, la cumbre más alta escalada hasta su llegada, pensando en su buen amigo Goethe y en esa simbiosis entre lo sublime y lo grotesco, que pronto ganará el espíritu de la época (la evocación de El caminante sobre el mar de nubes, de Caspar David Friedrich, parece aquí inevitable). Interesante, también, resulta la indagación en los postulados de Gilles Clément y su visión vanguardista del jardín contemporáneo, ese “tercer paisaje” cuya riqueza ya no está en la exquisita geometría de un jardín inglés, sino en la reserva genética del futuro que atesora su aparente anarquía.

Escrito con una impronta que no desmiente la afición de Alarcón por la crónica –su nombre es una referencia del llamado boom de la crónica latinoamericana (ha sido el creador de las publicaciones Anfibia y Cosecha roja)–, el libro podría entenderse así, en esa hibridez que refiere la contratapa, como una novela de no ficción, esa criatura textual que, bajo los nombres epigonales de Rodolfo Walsh y Truman Capote, ha cautivado las redacciones y las cátedras de periodismo de los últimos años, con un entusiasmo no siempre a la par de sus resultados. La exploración del yo, en tanto, que evoca momentos tremendos como el de la aplicación de tratamientos hormonales para masculinizar al preadolescente del narrador, corre el riesgo, siempre latente, de caer en ese exceso de autorreferencia que ya alertaba un artículo de El País de Madrid de 2017 titulado, con elocuente provocación, “¿Cansados del yo?”. Sea como fuere, el libro de Alarcón se lee con agilidad y resulta especialmente bello en ese culto al locus amoenus que una atenta edición del futuro podría complementar con alguna suerte de “bestiario floral” gráfico: un correlato deseado para rozar el misterio más allá de “lo visible de un estallido primaveral”.

El tercer paraíso. De Cristian Alarcón. Barcelona, Alfaguara, 2022, 295 páginas.