“Hora de dormir”, dices, aunque tu lucha contra el insomnio es un largo historial de derrotas. El niño de seis años te sigue a regañadientes. Nunca quiere acostarse, se siente expulsado de la noche de los adultos, de la vida secreta que empieza cuando lo arropas y apagas la luz, ese país prohibido a la infancia. Tiernamente, os envidiáis la una al otro. Él no sabe, no podría creer, que al escuchar la cadencia regular de su respiración entrarás de puntillas a observarlo en la penumbra alumbrada por una lamparita quitamiedos. Cada noche lo contemplas mientras duerme, con el deseo de ocupar su lugar, de que su cuerpo y su paz vuelvan a integrarse en ti, de ser otra vez su cuna de carne, tranquila compañera de sus sueños. A eso dedicas –a espiarle– la formidable libertad nocturna que el niño tanto codicia. ¿Siempre será así la envidia –te preguntas–, un malentendido, un error por desconocimiento, un juego de celos mutuos?

Más tarde, también los mayores os acostáis. Buenas noches, susurra K, te besa, te abraza y se ovilla en la misma quietud del niño. Los dos han superado la alambrada, te quedas sola a este lado de la frontera. Bebes el aire con sorbos hondos. Bocarriba, inmóvil, empiezas a contar hasta mil para vaciar la mente. No pienses en el artículo que debes escribir por la mañana, olvida el miedo a no estar a la altura. Te concentras en la letanía de números, aunque sabes que no engañarás al insomnio a fuerza de ignorarlo. Escuchas pasos, ladridos lejanos, el susurro del tráfico o del viento. Una lenta procesión de horas va pasando, la ansiedad crece: qué será de ti mañana sin apenas dormir.

En algún momento decides levantarte, recorrer el pasillo en sombras para visitar el frigorífico, encender la radio, cocinar con sigilo. Te recuestas en el sofá. Y entonces la ves: una ventana iluminada a las tres de la mañana, un rectángulo de luz amarilla en los cubos negros de la calle. ¿Quién estará ahí dentro? ¿Un enfermo, un hacker, un opositor, alguien a quien despertó el látigo del dolor de muelas, un político insomne, un suicida? Te preguntas cuántos sois, cuántos lectores del artículo que escribirás mañana –si consigues escribirlo, si lo aceptan– serán habitantes asiduos de estas noches enemigas.

Recuerdas haber leído que una de las funciones principales del cerebro es decidir cuándo estar alerta y cuándo descansar. Cada vez dormimos menos –piensas, en la noche agujereada por la ventana amarilla–, quizá porque nos sentimos todos demasiado amenazados. Nos desvela esta jungla donde las redes están siempre incendiadas, donde se esgrimen frentes y afrentas, donde los móviles acechan en nuestras mesillas como armas de exaltación masiva. Los gritos atrincherados nos están arrebatando la reflexión serena y susurrada. Tranquilízate, respira. Recuerdas un viejo poema romano: la plegaria al sueño. Con esos versos, hace casi dos mil años, Estacio inventó su propia oración desasosegada para pedir calma: “Calla el ganado, los pájaros y las fieras, y los árboles, reclinados, simulan un agotado reposo. Mengua el bullicio de los ríos bravos, se alisan los rizos del agua, y los mares descansan, arrellanados sobre la tierra. La luna contempla mis dolientes ojos en vela”. ¿Cómo podré resistir?, se pregunta Estacio, sintiéndose excluido del alivio y el olvido. Sabe que en algún lugar, bajo el manto de la misma oscuridad, se abrazan una mujer y un hombre, así que ruega al dios que le conceda el sueño que los amantes renuncian a dormir. Acechado por la angustia, suplica que al menos le roce el descanso: “Tócame con la punta de tu vara o pasa junto a mí de puntillas”. Bajo el brillo estrellado de esa calma a la que rezaba Estacio, desearías que a tu ventana, a todas las casas encendidas, llegase el sosiego: que sea suave la noche.

Consultas la hora en el móvil. ¿Cómo conseguirás resistir? Tu hijo, que nunca quiere irse a la cama, ronca. No sabe, no podría creer, que al otro lado de la membrana de sus párpados, en la honda noche, su madre despierta sueña con dormir.