Quizás el único momento en que nos planteamos la posibilidad de una segunda vida, o de una vida diferente, sea cuando se acerca el final. ¿Qué final? No sé qué final. Un final. Cualquier final. La posibilidad de que todo termine: una relación, una vida o el mundo tal como lo conocemos.

Con esa premisa voy a hilvanar algunas historias que no tienen nada que ver, pero que tienen un punto en común: la posibilidad, la idea de que el mundo cambie por hechos grandes o pequeños que dislocan el tiempo o que podrían haberlo cambiado.

El otro día charlaba con Camila Fabbri, la escritora y dramaturga argentina que publicó Los accidentes, El día que apagaron la luz y Estamos a salvo. Hablamos de escritura, de lo extraño metiéndose en la cotidianidad, y de los cuentos de su último libro, con una mirada cercana a esa experiencia que significó la tragedia de Cromañón como irrupción del peligro en cualquier espacio. Con Camila pude ponerle una palabra a esa sensación de que todo está en tensión y que algo, por simple que sea, puede cambiarlo todo: fragilidad. Somos muy frágiles. Hace unos años la entrevisté por ese segundo libro, una novela de no ficción sobre Cromañón que recomiendo muchísimo, en la que ella recorre desde su grupo de amigos la experiencia de haber muerto y sobrevivido en Cromañón. Dice algo así como éramos chicos yendo a una fiesta y terminamos en tres velorios al otro día. Aprendimos que la muerte está en todos lados y en cualquier momento. Y que también hay luz: tres meses después estaban empezando las clases, roncos, aquellos a los que habían tenido que aspirarles hollín de los pulmones para poder respirar.

En Estamos a salvo, su último libro, los personajes de esos cuentos de Camila se mueven cerca del desastre, están a punto de padecer o engendrar una tragedia. Pero finalmente pareciera que no ocurre. Quizás en algunos sí. Como sea: la sensación de estar a salvo es muy cercana a la del peligro. Y eso deja un poco los pelos de punta, pero también la sensación de qué habría pasado si.

Voy a tomar esa palabra, fragilidad, para hablar de otra cosa. El otro día vi la miniserie La nueva vida de Toby (Fleishman is in Trouble). Jesse Eisenberg es Toby Fleishman, un médico divorciado de 41 años que, a poco de separarse e iniciar una nueva vida, se queda solo con sus hijos de 11 y 9 años porque la madre, Rachel, desaparece y deja de contestar el teléfono. Durante ocho episodios, o seis en realidad, porque en el siete se revela lo que ha ocurrido, vemos cómo intenta lidiar con la incertidumbre: quién era esta persona con la que me casé y en qué se convirtió, qué pudo haber sido de nuestras vidas y qué fue finalmente. La fragilidad, decía, de un universo que se desmorona y se modifica ante la nimiedad de un hecho: una persona, una sola entre las casi siete mil millones de personas que existen en el mundo, desaparece y es suficiente para generar que la vida de su exesposo y sus hijos cambie para siempre. O al menos hasta que se explica lo que ha pasado. Y no voy a espoilear, pero ahí, en la resolución, emerge la fragilidad absoluta de lo que somos, cualquier pequeño quiebre interno puede hacer volar por los aires todo.

Y hablando de volar por los aires, introduzco acá una novela que me dejó asombrado. Un debut literario, el de Roberto Chuit Roganovich, que con Quiebra el álamo ganó el premio Futuröck de novela en 2022. María Moreno, Martín Kohan y Luis Chitarroni (pavada de jurado) hablan de una obra escrita con una solvencia que, dice Kohan, incluso provoca envidia.

Vamos a los hechos: acá el punto de fragilidad o cambio, ese punto que muestra las otras opciones, es una idea. Este es un libro de ciencia ficción con momentos que parecen cotidianos y una guerra intergaláctica que arroja a la Tierra a una serie de obeliscos que destrozan y acaban con el mundo tal como lo conocemos. Pero es una novela fragmentaria que se ocupa mediante flashbacks de la historia de tres personajes rurales. Fernando, un joven hijo del dueño de la empresa más próspera del pueblo, Graciela, la maestra que luego se jubila, y Mario, un hombre humilde que sueña con ser padre y vive de la pesca. Esas historias sencillas están unidas con alfileres literarios, mientras de fondo se juega el destino del universo. Y esto se sabe, pero no cambia nada. “La noche en que el mundo cambia para siempre...”, escribe varias veces Roganovich para empezar capítulos sobre cosas más triviales, como Graciela armando un vestido para una noche de carnaval, o para hablar de cómo Mario sale a pescar y recibe una bala perdida, o de Fernando enamorado de otro hombre al que llora porque ha muerto.

La potencia de Quiebra el álamo es la fragilidad de todo lo humano, la posibilidad de ver que el mundo puede seguir perfectamente sin nosotros, y la idea de que esa especie de apocalipsis, como ha dicho Roganovich en alguna entrevista, sea en realidad la posibilidad de un nuevo comienzo. Todo final, entonces, como un punto de partida.