El fenómeno que rodea a la estadounidense Taylor Swift no para de crecer. Fue palpable por estas costas cuando en junio se desató una fiebre inédita por conseguir entradas para sus shows de noviembre en Buenos Aires y hubo que agregar una tercera función en el estadio de River. La primera gira latinoamericana de la artista era esperada por fans de todo el continente, que siguen una carrera que pronto entrará en su tercera década.

Se dice que en esta época la inmediatez reina y la atención de la gente es extremadamente efímera, y que por lo tanto ya no hay lugar para fenómenos populares masivos como los que se dieron en la segunda mitad del siglo XX. Muchísimas cosas pasan al mismo tiempo y cada vez parecen estar más segmentadas. Sin embargo, por más alejados que estemos de la cultura pop, hay un nombre que suena familiar para casi todo el mundo: el de Taylor Swift. La artista estadounidense se ha mantenido en el foco de atención desde hace más de una década, desmintiendo todos los supuestos anteriores. Cada disco suyo es una noticia global y significa en general un nuevo récord de ventas, sus recitales agotan entradas y reactivan la economía de los lugares que visita, y sus decisiones afectan las estructuras de la industria musical.

Hay una innegable maquinaria de marketing detrás, pero el producto Taylor Swift está basado en una propuesta musical. Y esta propuesta se ha mantenido vigente por 17 años. Al contrario de muchas historias de artistas precoces, la suya no parece haber estado marcada por las ambiciones abusivas de sus mayores, sino por una genuina vocación musical, que tuvo el acompañamiento entusiasta (y la financiación) de sus padres.

Llama la atención que Swift haya comenzado su carrera musical dentro del ambiente de la música country estadounidense. Desde el prejuicio uno puede asociar el género a canciones sobre pickups rurales, patriotismo bélico y sombreros tejanos, olvidándose de que de allí salieron algunos de los más grandes cantautores de la música norteamericana, como Johnny Cash. No deja de ser extraño igualmente que una niña de diez años se haya fascinado con ese estilo.

Swift firmó en 2004 un contrato de publishing por sus composiciones con la compañía Sony. Fue su primer récord, al ser la compositora más joven (tenía 14 años) en la historia del sello en firmar esa clase de acuerdo. Dos años después editó Taylor Swift, su primer álbum, con la compañía independiente Big Machine. El disco fue un éxito inesperado.

Si bien hay otros ejemplos de artistas adolescentes en el mundo del country, estos han sido por lo general intérpretes de canciones ajenas, pensadas para el mundo adulto. El público del género se pensaba compuesto por una audiencia masculina blanca y mayor de 30 años. El disco de Taylor rompió esos prejuicios descubriendo no sólo que había una gran audiencia femenina que escuchaba música country en la radio (un medio aún poderoso en 2006), sino que esta estaba compuesta en parte por gente muy joven.

Las canciones que Taylor compuso para ese álbum (la mayoría junto a la artista Liz Rose) hablaban de su experiencia vital: los primeros romances adolescentes, los amores no correspondidos, las rupturas, la amistad o la falta de ella. Lo hacían desde un lenguaje naíf, pero no obvio. Con la música pasaba lo mismo: todo estaba dentro de los límites de lo más comercial del género, pero a la vez había elementos que se desviaban mínimamente de la norma, como giros musicales pop o fraseos con lejanas reminiscencias del hip hop. La manera de cantar de Taylor también se apartaba de los modelos del country más tradicional.

Aunque su figura siguió asociada al género, sus siguientes álbumes Fearless (2008) y Speak Now (2010) fueron tomando un cariz cada vez más pop y también resultando cada vez más exitosos. Taylor Swift comenzaba a ser una estrella con proyección internacional.

Red, editado en 2012, fue un cambio musical aún más grande. Aunque quedan trazos de country, es un disco imposible de clasificar; hay más rock y muchísimo más pop. Es interesante ver la lista de productores artísticos que conviven en el álbum, que va desde capos del pop internacional como los suecos Max Martin o Shelback, a productores con prestigio dentro del rock alternativo como Jacknife Lee. El disco incluyó los primeros hits mainstream de Swift: “We Are Never Ever Getting Back Together” y “I Knew You Were Trouble”.

Taylor Swift el 7 de agosto de 2023, en el estadio Sofi, en Inglewood, California.

Taylor Swift el 7 de agosto de 2023, en el estadio Sofi, en Inglewood, California.

Foto: Michael Tran, AFP

La artista iría más allá con 1989 (2014), un álbum que cambió su imagen completamente. Taylor siempre había mostrado en sus letras la visión del perdedor, a veces con ironía, otras con resignación y hasta con un poco de dramatismo adolescente. Sin perder el tono confesional, el aire de este álbum es mucho más festivo y optimista. Aunque el 1989 del título refiere al año de nacimiento de la artista, bien podría ser entendido como una guiñada al sonido del álbum, muy influenciado por el synth-pop de la década de 1980, algo que no estaba tan de moda en 2014. El disco fue tremendamente exitoso, pero muchos criticaron el cambio estilístico de la artista y su aparente falta de autenticidad, como si por alguna extraña razón hacer música con sintetizadores fuera menos auténtico que hacerla con guitarras.

Marketing y militancia

Es innegable que hay un uso brillante de herramientas de marketing en la carrera de Taylor Swift, al punto de que muchas veces es difícil discernir si todos sus movimientos son producto de estudios de mercado o hay algo de espontaneidad en ellos.

Un ejemplo directo es la relación que desde el inicio construyó con sus seguidores. Resulta totalmente inusual el trato directo y aparentemente horizontal, desde los encuentros posconcierto con fans hasta su participación sorpresiva en foros de seguidores en internet, pasando por las “pistas” dejadas en sus discos que son decodificadas por su legión de admiradores. ¿Hay allí una relación genuina en ese ida y vuelta, o se trata simplemente de fidelizar al máximo a un público dispuesto a consumir todos los productos creados por la artista?

En 2014, cuando los sitios de streaming estaban comenzando a ser (pero aún no eran) el medio principal de consumo musical, Taylor Swift retiró todo su catálogo de Spotify en protesta por el miserable pago de la plataforma a los artistas por las reproducciones de su música. En 2015 hizo lo mismo cuando Apple lanzó su servicio de streaming con una promoción gratuita de tres meses, que implicaba que los músicos no iban a recibir ninguna compensación durante ese período. La medida de Swift logró que Apple cambiara su decisión y por consiguiente tuviera en exclusiva la música de la artista en su plataforma.

El boicot a Spotify duró hasta 2017. Ese año la música de Taylor volvió a estar disponible en el sitio más popular de escuchas, como supuesto regalo a los fans por los diez millones de álbumes físicos vendidos de 1989. Es obvio que esa disputa le dio mucha visibilidad, hizo que vendiera más discos físicos y quizás benefició su acuerdo con las plataformas de streaming. Pero también sirvió para que el tema de las retribuciones a los artistas por parte de las plataformas –un asunto tan opaco como injusto– se hiciera público.

En 2018 la artista culminó su contrato con Big Machine y firmó un acuerdo con el sello Republic, parte de Universal Music. Una de las condiciones del nuevo contrato fue que Swift mantendría la propiedad de sus grabaciones. Es algo que puede parecer obvio, pero no es nada usual. En la mayor parte de los contratos son las empresas discográficas las que se quedan con todos los derechos de los masters (es decir, las grabaciones originales).

En 2019 el sello Big Machine vendió su catálogo al empresario Scooter Braun, incluyendo toda la obra de Swift. La cantante, que desde hacía años quería comprar sus masters a la compañía, comenzó una campaña pública para tratar de parar la venta y obtener sus grabaciones. No tuvo éxito, por lo que tomó una decisión inédita en la industria musical: volver a grabar sus seis primeros discos.

La movida comenzó en 2021 con la regrabación de Fearless, continuando con Red ese mismo año y Speak Now en este 2023. Taylor volvió a romper récords de ventas y de escuchas con sus nuevos/viejos discos y las críticas positivas fueron mucho más unánimes, pese a que los originales siguen disponibles y las reversiones son bastante fieles a los viejos arreglos.

Podría decirse nuevamente que fue una jugada maestra –no tan obvia en lo previo–, pero una vez más su decisión motivó que el tema de los derechos sobre la propiedad de las grabaciones se pusiera en discusión y que muchos artistas pensaran dos veces antes de firmar contratos perjudiciales.

Taylor Swift el 7 de agosto de 2023, en el estadio Sofi, en Inglewood, California.

Taylor Swift el 7 de agosto de 2023, en el estadio Sofi, en Inglewood, California.

Foto: Michael Tran, AFP

Lo mismo ha sucedido con sus declaraciones públicas a favor de la lucha por los derechos de igualdad sexual, por sus llamados a los jóvenes estadounidenses a registrarse para votar o a sus campañas filantrópicas. Uno puede considerarlas publicidad, pero a la vez su impacto es tan grande que realmente tienen la posibilidad de cambiar políticas públicas y mentalidades.

Taylor Swift ha sido una artista muy prolífica desde sus inicios, pero en los últimos años esa productividad se multiplicó. A las tres regrabaciones de los discos de su catálogo hechas entre 2021 y 2023 hay que sumar tres álbumes de canciones nuevas en dos años, todos –como es su costumbre– de duración extremadamente generosa y con ediciones con canciones extras. Dos de esos discos además –Folklore y Evermore– están entre lo mejor que la artista ha hecho hasta ahora (ver recuadro). Esos álbumes tuvieron en sus ediciones físicas números de ventas que se asemejan a los de las épocas anteriores a la música digital.

Luego de tener que suspender la gira de su disco Lover en 2020 debido a la pandemia, Swift concibió una nueva gira que comenzó este año, donde recorrerá toda su obra. El show llamado The Eras Tour viene, como es habitual, rompiendo varios récords. Con esa gira la artista llegará por primera vez a tres países de Latinoamérica: México, Brasil y Argentina.

En el país vecino un millón de personas (uno imagina varios uruguayos entre ellos) se conectaron al mismo tiempo intentando comprar entradas para los tres conciertos que dará en noviembre en el Monumental de Núñez y agotaron las localidades en menos de 48 horas. Ya hay fans acampando –cinco meses antes– en las inmediaciones del estadio para conseguir buenas ubicaciones.

El mundo cambia vertiginosamente, pero Taylor Swift sigue ahí.

Los dos discos indie de Taylor Swift

En 2020, en plena pandemia, Taylor Swift editó sorpresivamente su disco Folklore, sin ninguna campaña previa de promoción. Apenas cinco meses después lanzó otro álbum completo titulado Evermore, usando la misma estrategia. 24 canciones nuevas grabadas en un período muy corto de tiempo lanzadas sin previo aviso.

Swift ya había tomado direcciones inesperadas en sus álbumes, había colaborado con artistas que podían parecer lejanos a su propuesta (Phoebe Bridgers, Imogen Heap, Snow Patrol, entre otros) y una buena parte de su carrera estaba basada en sonidos acústicos. Así que un disco de toques más folk (pero con trazos de electrónica), con la participación de músicos en apariencia tan lejanos a ella como Aaron Dessner de The National (productor y cocompositor de casi todas las canciones) y Bon Iver, no era algo tan sorprendente como podría parecer a primera vista.

Lo interesante es cómo todos estos factores se combinan en los dos trabajos, que pueden considerarse los más originales de la artista. Por un lado, porque se internan en territorios letrísticos, melódicos y arreglísticos que dan una nueva visión de la música de Swift, sin apartarse radicalmente de lo que ha sido su sello hasta ahora.

El tono introspectivo, la raíz folk (más presente en Evermore que en Folklore, pese a lo que podría suponerse por los títulos), el uso de elementos electrónicos por fuera de los cánones de los géneros en boga dan a los dos discos una pátina extra, lo mismo que varias letras que se salen de lo confesional para contar historias desde la tercera persona.