Antes de la canción estuvo la idea. O, mejor dicho, otra canción. Fue Harry Belafonte el que tiró la primera piedra después de escuchar “¿Saben ellos que es Navidad?”, simple benéfico grabado por un grupo de músicos británicos, comandados por Bob Geldof, para recaudar fondos contra el hambre en Etiopía. Cuenta Lionel Richie que Belafonte, aquella leyenda dentro de la música popular norteamericana que llegó a marchar codo a codo con Martin Luther King, le dijo: “Ahí tenés blancos ayudando a negros. Necesitamos que también haya negros ayudando a negros”.

Según el documental La gran noche del pop, así fue como empezó a girar la rueda que, la noche del 28 de enero de 1985, terminó reuniendo a casi medio centenar de estrellas norteamericanas en el estudio A&M de Los Ángeles hasta el amanecer del día siguiente para grabar un pedazo de historia de la música popular titulado “We are the world”. Un tema que desde entonces ha sonado tanto y en tantos lados, que es de suponer que, nostalgia aparte, no serán pocos a los que ni se les ocurriría pasarse hora y media repasando su creación. Menos por una película con un título tan genérico. Y aún menos estando Netflix detrás. Habría que advertirles del error.

Lo que consigue el director Bao Nguyen –norteamericano de ascendencia vietnamita, autor de un documental sobre Bruce Lee– permite el milagro de que aquel sencillo y pegajoso himno firmado por Richie con Michael Jackson se convierta en musicalmente interesante, desplegando las circunstancias, razones y lógica detrás de su composición: permitir el lucimiento de decenas de voces diferentes, y así convertirse en, tal como subraya Bruce Springsteen en cámara, la herramienta apropiada para transmitir un mensaje.

Pero además de lo musical, La gran noche del pop es una película fascinante en su sencillez, dedicada a contar de manera lineal una reunión memorable, paso a paso, compartiendo tesoros durante todo el camino. El primero de ellos es, qué duda cabe, Lionel Richie: el mejor narrador que Nguyen podía imaginar para su documental. Se nota que “We are the world” fue un hito en su carrera, y el buen Lionel lo honra siendo preciso, simpático, e incluso burlón, sin dejar de ser generoso con sus colegas. Su temprana evocación de la creación del tema en la casa de Jackson –con un chimpancé y una serpiente enorme como actores de reparto– regala las primeras carcajadas y la sensación de que valdrá la pena mirar la película hasta el final.

Nguyen ha contado que la idea surgió durante la pandemia, cuando comenzó a pensar en un proyecto basado principalmente en material de archivo. Al presentarle su idea a Ken Kragen, histórico mánager y responsable final del asunto, la respuesta fue: “Hace décadas que espero que alguien me lo proponga”, y le sirvió su archivo y a Richie en bandeja. Fue Kragen el que supo cómo convertir al líder de The Commodores en una figura internacional con nombre propio, una referencia que señala un detalle olvidado: que “We are the world” lleva la marca Motown desde su origen (algo que evoca deliciosamente nada menos que Smokey Robinson, otro de los entrevistados), y la llegada de otros artistas es algo que Nguyen disfruta en contar como si su película reconstruyera los preparativos para un asalto.

Uno a uno van revelándose los protagonistas, se elige el lugar y el momento propicio (la noche de los American Music Awards en Los Ángeles, en la que Richie oficiará como presentador), y cuando todo está en su sitio comienza una fiesta cuya bienvenida es un cartel escrito a mano por el productor Quincy Jones que cuelga sobre la entrada del estudio: “Dejen sus egos afuera”.

Sin ningún asistente permitido detrás de esa puerta, con las estrellas cara a cara, la grabación dispara un festival de escenas memorables, entre ellas el momento en que Stevie Wonder –que debía haber compuesto el tema con Richie y Jackson, pero nunca contestó el teléfono– propone cantar el estribillo en swahili, lo que hace que Waylon Jennings salga del estudio para no regresar.

Hay más, por supuesto: Ray Charles sentado al piano haciendo una hermosa versión a su gusto del tema, Al Jarreau borracho y teniendo que hacer una y otra vez su parte, Sheila E dándose cuenta de que está ahí sólo para tentar a un Prince que nunca aparece, Huey Lewis recibiendo la parte vocal que estaba reservada para Prince, y se podría seguir. Una de las claves del éxito de la canción fue la posibilidad de reconocer a cada estrella en apenas el medio verso que le toca, y eso descoloca a Bob Dylan, que no entiende cómo cantar su parte, hasta que Stevie Wonder lo imita y le enseña… ¡a sonar como Dylan!

La noche se alarga y en un punto el nerviosismo por el tiempo que se acaba y lo que aún falta grabar se transpira en el documental, que comienza a parecerse ahora a El ángel exterminador de Buñuel, con todos atrapados en el estudio hasta darle el punto final.

Un celebratorio comentario online de Lloyd Cole le hace un guiño a lo único llamativamente ausente en el metraje: “Sorprende cómo casi medio centenar de superestrellas pudieron quedarse despiertas toda la noche en un estudio de Los Ángeles durante los 80 sólo a base de compasión y un poco de vino”. Pero quién necesita revelaciones escandalosas en una película que recorre generosamente el arco creativo de un tema que hizo historia, y que en el camino deja abiertas muchas otras preguntas, posteos y charlas posibles.

La noche más grande del pop, 95 minutos. En Netflix.