En 1989 apareció el primer número de la revista La Tuba, editada por el Taller Uruguayo de Música Popular (TUMP). No habría número dos, pero eso lo desconocían los músicos y docentes Jorge Schellemberg y Ney Peraza cuando se acercaron a conversar con Eduardo Darnauchans meses después de la publicación de su álbum El trigo de la luna. El registro de la charla esperó casi 35 años, hasta que el regalo de un casetero le permitió a Peraza emprender la desgrabación.
El año pasado se conmemoraron 70 años del nacimiento de Darnauchans, fallecido en 2007. Con la publicación de esa entrevista tanto tiempo atesorada, en la que habla detalladamente sobre su concepción de la música y la poesía, nos sumamos a la serie de publicaciones con las que se celebró el aniversario.
En tu trayectoria discográfica, ¿qué aspectos sentís que han ido variando?
La diferencia entre un disco que uno graba a los 17 años o a los 35, 36 –no recuerdo ahora porque siempre cumplo años en el medio de la grabación de un disco, pues me lleva mucho tiempo–, lo que media, es el paso del tiempo y algunas decisiones que uno va tomando, dejando de ser un poco ingenuo. O también agregándole más ingenuidad, en el caso de que la madurez consista en algún tipo de superación de imbecilidades o la incorporación de otras. Podría ser el conocimiento mejor de la utilización de esa cosa tan mezquina en el fondo que son los estudios de grabación. Nosotros que somos músicos sabemos que a veces tenemos dos horas, tres horas, cuatro horas, ¿y cómo utilizar ese tiempo sin perderlo demasiado? La resignación de que a veces los agudos no salen de la garganta. El paso del tiempo puede operar con un agente de, entre comillas, maduración. Pero también madura una manzana para después pudrirse, como las cuerdas vocales, por ejemplo. La aceptación de eso, la buena aceptación de eso, y renunciar a ciertos registros.
En lo instrumental hay una vuelta al principio en algunos aspectos, en los recursos utilizados, como la base de dos guitarras, después de haber pasado por una banda bastante pesada, como la de Zurcidor.
Es verdad, pero quiero recordar que salió en el 80 u 81. En Zurcidor yo les pedía a los músicos, por ejemplo, “esto no es un blues, pero debería tener la intención de un blues”, había un cierto prejuicio todavía. Fijate cómo varía en poco menos de diez años y ya en el siguiente disco aparece una base rítmica mucho más marcada. No se largaban a tocar, no se animaban. Estábamos todos todavía muy reprimidos. Y digo entre comillas un blues porque un uruguayo no puede hacer un blues, puede mencionar un blues. Un uruguayo, si se interesa, puede tocar candombe, en caso de ser negro. Puede citarlo, aprender el sistema rítmico del toque que sale por las calles o por las casas. Yo a veces escucho material de esa época, casi nunca escucho nada, no vuelvo a escuchar, y es como una especie de cosa tísica, de una blandura tremenda, que en aquel momento parecía que era fortísima, pero que no lo era.
¿Podrías explicar el tema de la cita del blues?
¿Qué sentido tiene tocar un blues? El blues es una cosa muy sencilla, tiene cincuenta mil variaciones, pero básicamente es lo mismo. Es una cosa hipnótica, absolutamente fascinante. Pero si vos no sos un negro de determinado lugar de Estados Unidos, o un blanco de ese lugar, no tenés mucho derecho a hacer eso, es una cultura prestada. Casualmente, como uno escuchaba eso en la radio, se le metió en la oreja. Entonces uno qué hace. Abre las comillas, como digo en joda, ante la clave de sol. Es una cita de una cultura ajena que amás, que querés, que respetás, pero que respetás haciendo una especie de parodia de eso, un mamarracho, entre comillas, con pulso de blues.
La polka es checoslovaca, se incorporó aquí, y a esta altura nadie va a estar diciendo que un gaucho que hace una polka está haciendo una cosa foránea. ¿No se puede, a través de la información de cosas que llegan de afuera, hacer un nuevo lenguaje propio?
Justamente, es lo que estamos tratando de hacer. Pero una cosa era la polka del centro de Europa, otra cosa la polka tradicional en el norte de Estados Unidos, que fue la música que escuchó Dylan, por la inmigración. Pero eso son cosas mucho más viejas. [Lauro] Ayestarán en El país musical releva la polka, todo ese tipo de elementos que son foráneos. Francamente, más allá del arco de Tacuabé, no había mucha música original en el país, en el pedazo tierra que se llama esto acá. Justamente, como no tenemos demasiado pasado, nuestro pasado sería la asimilación de los modelos europeos de los siglos XVIII y XIX que se hicieron carne y sangre aquí. Y la gente baila polka en campaña. Puede además tocar un tal Palito Ortega una polka de verdad o una especie de tango y los tipos van a bailar igual.
¿Ibas a los bailes en Tacuarembó?
No, pero una vez fui invitado por un delirante amigo mío que era maestro de una escuela que no existe de un lugar que no existe, porque nunca más apareció, a cantar en un baile en un pueblo. Si tú vas por la ruta 5, de sur a norte, doblas a la derecha, pasando el río Negro, pasas Paso de los Toros, llegas a un lugar llamado Achar. Si continúas, vas a ir a parar a San Gregorio de Polanco, que es un balneario en el margen norte del río Negro. Pero si tú de Achar te desvías por no sé qué intrincados, llegas a un lugar llamado San Benito, que, repito, no estoy seguro de que exista. Este amigo era maestro y quería llevar un evento cultural. Hablamos del año 69, año de Woodstock, de la muerte de Janis Joplin, estaba la guerra de Vietnam, John Lennon todavía no se había separado de los Beatles. Este amigo llevó también una murga del pueblo. La murga es un fenómeno advenedizo en Tacuarembó, probablemente llegó entre el 68 y el 69, y están vivas y jóvenes las personas que llevaron la murga política a Tacuarembó, con La Soberana como modelo.
¿Quiénes la llevaron?
Pienso que la persona que introdujo el concepto murguístico montevideano en Tacuarembó fue Iris Sclavo, padre de Fidel. Había comparsas, mezcla con humoristas, parodistas y otras cosas, no sé cómo podría llamarle a lo que hacía Tachuela y sus Locos de Verano. Y la marchita del corso, que era de una manera muy chabacana, diferente a las batucadas que se arman acá. Una murga en San Benito era una cosa inverosímil, y un tipo como yo, con una guitarra española, con el pelo por el hombro, que cantaba baladas del tipo de las que después grabé en Canción de muchacho, no son concebibles en ese lugar. Pero la gente que estaba bailó, en el mismo plan que bailaba con un bandoneonista, que a su vez tocaba el bombo, y un guitarrista, que hacían una cosa enlazada, la música enganchada, sin parar durante toda la noche. En un momento toqué yo, me tuve que sentar en una ventanita y toqué dos canciones. La gente siguió bailando con “Alicia maravilla”, porque la música era para bailar [risas]. Hasta ese punto estaba internalizado ese sistema. Entonces yo pienso que lo que nos cabe a nosotros, como gente tardía de fin de siglo, es la vampirización o la antropofagia que más nos guste personalmente, señalando que nosotros no estamos en condiciones a nivel tecnológico, cultural o de nuestra formación como personas de desarrollar ningún tipo de toque puntualmente blusero o de rockabilly o de la infinidad de variantes específicas que tiene ese tipo de música, que por cierto es internacional pero que tiene un origen muy concreto.
¿Estudiaste guitarra en Tacuarembó?
Me enseñó unos acordes un tipo que nunca más vi. Su apellido era Mora. Era una persona que tocaba la guitarra en una iglesia evangélica, no de esas de acá, que gritan y eso, respetuosa. Y me enseñó unos acordes y unas dos zambas argentinas, la “Zamba del pañuelo”, “Zamba de mi esperanza”. Con el Toto da Silveira intercambiábamos algunos punteos, esos pasajecitos para pasar a la mayor.
¿Cuándo empezaste a sentirte músico?
Estaba en el colegio de los curas, en cuarto año de escuela, tendría unos ocho años.
¿Cuándo empezaste a tocar canciones propias o ajenas?
Me parecía una cosa muy empelotante sacar una canción. No puedo decir que componía canciones, porque un niño no lo puede hacer, pero me gustaba variar las que ya sabía. Desordenar los acordes. Era hacer una paradita más en la zamba, y el profesor me decía “está bien, está bien eso”. Era una cosa intuitiva. Tenía amigos que eran maniáticos, hasta ahora no sé cómo hacían para sacar notita por notita un tema de Creedence, por ejemplo, para tocar en un grupo que teníamos. Además, con una Clinton vieja de cuatro micrófonos reproducir la viola de Fogerty... El tipo buscaba un tipo de registrito y hacía la “Proud Mary” así. Y decía, a ver si yo le pongo la púa así, si le rasco así acá, con un piolín entre las cuerdas, e iba buscando efectos de estudio.
¿Cuándo comenzaste a cantar con público?
Yo le gané a Fernando Cabrera, porque toqué antes que él en kermeses. Ahí tenía que cantar canciones, así que eran las zambas viejas y queridas y algunas canciones religiosas de la época.
¿Ibas a la iglesia evangelista?
No, era católico. Iba al colegio de los jesuitas allá. Nos enseñaban en un taller de guitarra que había, tres o cuatro notas, y aprendíamos canciones, como aquella que decía: “Y Dios creó a la vaca, y creó la leche, creó el dulce de leche, todo lo hizo bien. Por eso hay que cantar aleluya, aleluya, aleluya” [risas]. Lo que pasa es que eso me introdujo también en el folk. No es exactamente góspel, pero tiene que ver, el toque de mano derecha, los acordes. O más bien lo que Coriún [Aharonián] llamó, con toda certidumbre, “música blanca de los Apalaches”. Con respecto a mi primera aparición en público, fue por mitad de marzo de 1970. Fue en un festival en el estadio 18 de Julio de Tacuarembó, en el que insólitamente gané en una categoría en la que no pensaba ganar. Conviene mirarlo con ojos de la época y en el interior del país. Es muy diferente el mundo, cambió mucho todo. Era un festival interesante porque venía gente de Brasil, de Argentina y de todo el interior. Se podía encontrar allí desde tipos que parodiaban a los Monkees a tipos que hacían música que después fue llamada posiblemente progresiva. Gente de Paysandú y de Salto que tocaba una cosa parecida a Los Gatos, coexistiendo con grupos parecidos a Los Iracundos y extraños cantantes de corbatita, del género horriblemente célebre llamado melódico internacional. Aclaro que la palabra “grupo” o la palabra “banda” es algo novedoso, es una cuestión totalmente advenediza en el lenguaje musical –cómo se fue pervirtiendo el lenguaje a través de la revista Pelo–, y antes se decía “conjunto” u “orquesta”. El rock nacional, ¿qué es eso? El rock es el rock, más bien rock and roll, “rock” quiere decir “piedra”, “rock and roll” es “mécete y enróllate”. Yo competía en Mejor voz solista, no podía prescindir de eso, y Mejor canción inédita. Había jugado a competir como compositor. Un compositor ingenuísimo, que se ocupaba tardíamente y de rebote por escuchar a Dylan, del tema de la Guerra Fría. En ese momento había distensión, no estaba la crisis de los misiles que desarrolla “A Hard Rain’s A-gonna Fall”. El tiempo irrecuperable, vivir el momento. La canción se llamaba “Preámbulo del polvo”, tenía un encare más bien existencialista; era espantosa, pero yo tenía 15 o 16 años. Y no gané la canción, gané la mejor voz. Yo nunca me había escuchado, tenía un grabadorcito Philips made in Austria, debió ser la primera importación masiva de Philips a casete, pero eso no daba mucha devolución, no tenía mucha noción de lo que hacía. Y me dieron una estatuilla de bronce con pie de mármol que decía mi nombre. Y un premio de guita, un montón de plata por ese entonces. Me compré una guitarra. El premio incluía la grabación con Sondor de un simple promocional –era una cosa contractual, no que Sondor se interesara por ti– que no salía a la venta, unos 50 o 100 discos que te llevabas para tu casa. Vinimos a Montevideo y en una hora hicimos los dos temas.
¿Cuáles eran?
La cara A era “Alicia Maravilla” y la cara B “Niñez de luz”, tocadas por mí en la guitarra y con la flauta de Pedro Gallego, con el que mucho después hicimos un grupo de música, entre comillas, antigua.
¿De ahí viene la utilización de armonías modales, o por lo menos con cierto aire medieval, que se da en muchas de tus canciones?
No. Esa cosa antigua –con Carlitos da Silveira supimos claramente utilizar este tipo de recursos, pasar de mi menor a la mayor, lo modal, por ejemplo– es por Viglietti. No por haber escuchado desde niño “Carmina Burana” o no sé qué porquería de la Edad Media o el Renacimiento. Eso se lo debemos a Daniel Viglietti. Que no la temática de las canciones y que no todo el desarrollo cultísimo que Viglietti hizo, siempre pasando gato por liebre.
¿Cómo es eso?
Por ejemplo, quien suponga que “A desalambrar” es una milonguita, me parece que está muy equivocado. Aparte de que me guste o no. Hay una elaboración de mano derecha que es muy interesante, pero mi oreja a los 15 años no estaba capacitada para saber eso.
¿Cómo surgió tu vínculo con Benavides?
En el año 67 tuve Literatura en el liceo y el profesor era él. Yo no era un estudiante indisciplinado, pero sí medio embolado, que iba al liceo pa’ ir nomás. De repente me gustaba una parte de la literatura, pero al Cid campeador no le entraba con nada, y el tipo me hizo gustar el Cid campeador. Por eso, cuando vi la película La sociedad de los poetas muertos, me dije yo tuve un profesor así. No exactamente así, claro, pero sí un tipo que dominaba a los leones. Podían ir a examen, pero no armaban quilombo, y escuchaban. Este tipo es un maestro. Puede gustarte o no la obra de él, pero sabés que tiene un trabajo impresionante atrás. Y es un formador de gente, alguien que nunca te va a decir “este adjetivo no va”. Te va a decir: “yo creo que por la mitad –ese adjetivo del que vos ya tenías dudas– está un poco expresionista de más”. Es decir, estás sobreadjetivando. Y vos sabés además, porque te estabas arriesgando a eso. El tipo te lo comprueba. No te dice “sacá ese adjetivo y poné otro o no pongas ninguno”. Es difícil de explicar cómo una persona, sin verticalismo y sin paternalismo, te sugiere, te enseña –por supuesto, lo que es verdad para él, su gusto personal–, pero se interesa por ti de esa manera.
El Bocha no fue importante sólo en el texto, también en la música.
Sí. El Bocha no tocaba la viola, a pesar de que su padre era un virtuoso. Consultado por Ayestarán, porque también recopilaba cosas, porque era zurdo y nunca le cambió las cuerdas, para no mancillar de alguna manera el instrumento. Tal vez si él lee esto se ofenda, pero hay que verlo en la época. Es el amor y la fidelidad de un hombre hacia un instrumento. Entonces se queda sin tocar la guitarra. Cantaba en los coros. Tiene un oído musical de una gran avidez. Él tuvo la suerte de estudiar música (no solfeo y teoría) con el gran maestro vasco don Tomás Mujica, músico y compositor.
Que fue director del conservatorio de Tacuarembó.
Sí, pero eso tiene poco que ver con que seas músico o no. Leo Maslíah habla de eso en “El concierto”, esa canción tan famosa, lo de las dos o tres profesoras de piano. El conservatorio es importante para conservar algunas cosas que hay que conservar, pero nada más.
¿Más adelante hacían sesiones para escuchar música?
Sí. Lo que pasa es que no se desunían las cosas. Éramos unos chiquilines. Primero, cuando yo salí del liceo, estaban también Víctor Cunha, el Loco [Eduardo] Milán, así que eran dos poetas y yo. Después se fueron incorporando Leo Librán, un fotógrafo que quedó allá, excelente fotógrafo, fotógrafo de la carátula y contracarátula de muchos discos de nosotros. Da Silveira estaba en Montevideo en esa época, porque hay varias etapas; después va a regresar; él estaba acá porque la madre venía para acá, después se volvió para allá y armaron un grupo ahí.
¿Cómo eran esas reuniones?
No se separaba la Pinacoteca de los genios –porque la gente para ver a Brueghel no puede ir al Museo del Prado, puede acceder a eso, que está bien; los colores no son exactos, las reproducciones no son las mejores, pero bueno– con la música de los Beatles, la literatura de la época, a Shakespeare, a Dylan Thomas, y después a Bob Dylan. Eso es muy importante en la formación, porque un músico suele tener una formación específica y prescindir del resto de las cosas. La historia reciente en la Facultad de Humanidades, si uno estudia Historia del Arte, aprende escultura, arquitectura y pintura. Entonces, un egresado de ahí sabe lo que es el barroco en la escultura, en la pintura, pero no sabe en qué se une eso a Mozart, a la música barroca. Esas vueltas que da un cierto friso del siglo XVIII no se las une con las variaciones, tantas vueltitas, que hace Mozart para desarrollar un tema, por ejemplo, que puede ser básicamente de diez o 12 notas. Esas cosas nosotros las aprendimos cuando éramos adolescentes.
La proporción de letras tuyas en tus discos fue cada vez mayor. ¿Al principio no te convencían tus letras o escribías poco?
Es el síndrome del estudiante de Letras. Era una cosa muy terrible. Vos ingresás a la facultad solamente a estudiar la materia en la facultad. Entonces está el tema de la originalidad: ¿para qué voy a escribir esto si ya lo escribió Neruda o González Tuñón? ¿Si ya lo escribió Dylan Thomas en inglés mucho mejor que yo? Entonces, si uno piensa de esa manera, no hace nunca nada o empieza a escribir poemas sin verbos o sólo con artículos o pronombres y cae en formas tontas de la vanguardia, o dice “mejor voy a tratar de musicalizar a la gente que sabe escribir”.
Sin embargo, en tus canciones el criterio de selección de textos ajenos es muy específico, al punto de que cualquiera de los que musicalizaste podrían haber sido escritos por vos. Sin ir más lejos, los textos de la vastísima obra de Washington Benavides que vos elegís son muy distintos a los que han elegido otros músicos, más allá del vestido musical que les puedas poner.
Yo me identificaba con ellos. Sí, eso es posible. Me gusta también llamarle “el vestido” a la música que le pongo a un texto. En pocas ocasiones puedo decir que la música es más importante que el texto en una canción.
¿Importa más la letra?
Más bien la forma en que se expresa, se dice esa letra. Es la vieja discusión. Guilherme de Alencar Pinto escribió otra vez de nuevo, como dice Seregni, que mis textos eran poesía, y no lo son, porque uno tiene otra posibilidad que el poeta no tiene. El poeta escribe en el blanco de la hoja y eso se tiene que defender solo. Nosotros sí tenemos otros elementos. Si tenemos que decir un verso ramplón, ponemos un efectito, o lo que hagamos en el estudio o en el escenario; podemos disimularlo con la música.
También has musicalizado poetas “de libro”.
Sí, trabajé mucho sobre Borges, González Tuñón, Asunción Silva y otro poeta colombiano poco conocido llamado Porfirio Barba Jacob, [Antonio] Machado.
¿Cómo trabajás una canción tuya? ¿Empezás por el texto, por la música, o tenés diferentes métodos?
Depende. Cuando trabajaba sobre textos escritos, tenía que ir buscando un tema con el que pudiera encarar lo que el poema decía. Cuando la letra la hago yo, prefiero no perder el tiempo. Por lo general, desarrollo primero un esquema rítmico, muy parecido a lo que se hace en un pentagrama. Por ejemplo, si tengo que decir “volverán las oscuras golondrinas”, yo anoto en mi esquema “parapira, parapira, parapira”. Después se trabaja desarrollándolo. A veces la melodía ya está.
¿Nunca intentaste escribir cuentos, teatro, por ejemplo?
Sí que lo hice, pero no es mi fuerte. Escribo cartas a la nada, pero no poesía.
Vos tenés una forma de cantar muy tuya, muy particular, que en el aspecto melismático no tiene muchos antecedentes en el país.
El melisma tiene antecedentes, como el de Zitarrosa. Claro que el melisma que yo utilizo no es el mismo que utilizaba él. Zitarrosa, por ejemplo, aunque no lo hacía al pie de la letra, estudiaba el melismático andaluz. Y si uno escucha se nota cierta raíz español-árabe. Mi sistema melismático es un sistema cuadradamente europeo. Es cierto que yo había escuchado cómo hacían el melisma los que cantaban en Inglaterra en la época de la reina Isabel, de Shakespeare, pero también Spinetta hacía melismas de ese tipo, por ejemplo.
¿Qué música escuchás?
Lo que siempre escuché, y novedades, las que me gustan. Últimamente estuve escuchando mucho Suzanne Vega. La otra vez, viendo un video de un recital de ella, solita ahí, la gente se subía arriba de las butacas a aplaudir. Cuando ya no quedan más pedales ni equipos por inventar, sale esta señorita, bailarina además, que casi no se mueve, pero cómo se mueve, con su mameluco azul, mueve una rodilla y rompe todo.
¿Cuáles son los tipos de acá que más te interesan o que más disfrutás?
Pienso que hay dos. Es específicamente gusto personal mío. No es por orden, además. Para mí en algunos aspectos uno es mejor y en otros aspectos el otro es mejor, pero están parejos a nivel de creación y de interpretación. Cabrera y Ubal. Los respeto muchísimo, personas con características muy diferentes entre ellos, con propuestas absolutamente diferentes, pero que me parecen notables. También me gusta la parte menos rítmica de lo que hace Mariana Ingold, la parte menos candombe-jazzística. Me gustan más cosas, hay un montón de gurises que hacen canciones impresionantes, claro, que no tienen la posibilidad de grabar nada.
¿Escuchaste a Bordoni, por ejemplo?
Bueno, por ejemplo, ¿qué puede pasar? Qué desesperación para uno; uno de repente va y graba una cosa que no sirve para nada. Es la crueldad del sistema, ¿no? Que ni siquiera pretende ser cruel, es sólo indiferente. Me decía la otra vez un ejecutivo del [sello musical] Palacio de la Música, habría que privatizar el Palacio de la Música [risas]. Una suprema apelación al nihilismo, ¿no? Porque no creo que haya una mala intención. Hay una especie de política de un charco que está ahí, de que se seque, y cuando llueva quede charco otra vez, así que ni siquiera fluye nada. Y eso es lo jodido, porque hay un montón de gente que está haciendo cosas. Entonces hay una especie de logia, una asociación de críticos o de personas que son algo así como maestros del desánimo, que dicen acá no pasa nada, acá nadie crea nada, aquí nadie labura. Y no es verdad. Se labura mucho y se comparte todos los días, cada 15 días o cada tres años, no importa, pero se labura. Vos venís a buscar una viola acá y vas y hacés un recital en un teatrito y te movés. Pero, claro, no pasa nada, ¿no?
Posibles políticas culturales
¿Ves algún posible camino para hacer frente a todo eso?
Creo que sí. Primero, un estudio, uno solo, de grabación como la gente, que vos puedas grabar acá y te crean en Porto Alegre. Que el piso de una casa sea un piso. Si vos arriba le ponés una estatua de plástico de la virgen de los porotos, es otra cosa, no importa, pero el piso es ese, una cosa creíble de acá hasta México. Y no hablo de Estados Unidos, porque eso ya sería muy difícil. No me gusta hablar a nivel político de estas cosas. La gente tendría que tener acceso, incluso pagando, pero acceso real, a poder hacer demos allí, poder mostrar, trabajar. Me refiero a un estudio pequeño, digitalizado, donde vos no tengas que hacer una toma de nuevo porque un pitorro no caminó, ya perdiste media hora y tenés tres horas. Media hora todo mal... Y las mezclas... ese tipo de cosas. Y si vos lo pensás en términos de guita, pensás en medio millón de dólares, no es demasiado dinero. Si un empresario que va a poner una arrocera pide tres millones de dólares y se lo dan... ¿Por qué no se puede hacer eso?
¿A través del Estado, por ejemplo?
Sí, loco. A través del Estado, por un lado, y de la iniciativa privada. Obviamente, no estoy en contra de eso, fenomenal que la gente gane plata y gane más plata, se mejore el estudio, se compre el material y tenga buena reventa. Que un grabador lo pueda vender a una radio del interior y saque la guita. Hay gente que sabe de eso, y si no le pedimos a Carlitos Píriz que nos asesore, le pagamos para que el tipo arme el estudio con el material que él elija. No es tan difícil. Tampoco que se pueda abrir una línea de crédito para importar 100 o 200 micrófonos como la gente, no tener que andar con esos que dicen Shure adentro y la pastilla es marca Singapur, singa de la pur [risas]. Si no, pasa lo que pasa siempre acá, que vienen los grupos argentinos y cuando van a tocar traen diez potencias, toca Sumo y rompen todo, suben acá Los Estómagos, que el equipamiento no es muy disímil, tienen una Fender y toda la onda, y los locos le sacan cinco potencias y entonces quedan como tísicos. Es el botijeo sistemático. Entonces vamos a tener que arreglarnos nosotros. Lo que pasa es que los músicos siempre nos miramos el ombligo. Una cosa muy importante para el músico es el ombligo. No para ustedes, que sacan una revista y se juntan, elaboran, pero en general.
Pero también lo padecemos.
Bueno, pero digo que no es frecuente que acá venga un músico a plantear este tipo de cosas, a preguntar a un músico qué le parece el melisma. El músico es una raza, una manera de ser, una manera de gozar la nariz, las orejas, los ojos. Pero yo confío en que, si alguien se lo propone, un empresario además, un músico no puede ser, que el tipo gane plata, está todo bien, vamo’ arriba. Por ese lado se le preguntó, no fui yo, a Tabaré Vázquez [intendente de Montevideo en el momento de la entrevista] si era posible pagando, alquilando, no sé de qué manera, un teatro para la música, de lunes a lunes, a lo cual fue contestado –porque el loco no tenía tiempo, se tuvo que ir porque tenía dos horas, porque tenía una reunión con los jubilados después– que sí iba a haber una Casa de la Música. No, está el TUMP, está la Casa de la Guitarra. No, no, un teatro, con escenario, con camarines, spots, que aunque esté en ruinas lo hacemos de nuevo y le damos una programación nosotros y el intendente se lleva la mitad, no importa. Pero no tener que depender de la caridad del teatro independiente, que vamos los jueves o miércoles y tenemos que tener las luces que tiene la obra de teatro de niños del sábado a la tarde. Y hacer las pruebas de sonido, por ejemplo, una semana, ensayando y probando sonido a la vez. Si te querés mover, te movés. Y si no te querés mover, no te movés, pero tenés una opción.