En los años 70, bastante antes del vértigo de los videoclips, muchísimo antes de las redes sociales y del imperio de las selfis, Susan Sontag intuyó y desarrolló la relación entre fotografía y ansiedad. Lo hizo en su libro Sobre la fotografía, una serie de ensayos donde indaga sentidos desde los comienzos del invento en el XIX hasta llevarlo a su presente. Allí profundiza en la tradición estadounidense, la influencia del surrealismo y los distintos modos de visión: desde la pretendidamente objetiva y veloz del fotoperiodismo (la cámara como una metralleta que no se toma nada personalmente) hasta la más abstracta, esa que la acerca a la pintura. En el medio: la vorágine de la modernidad, la cámara como objeto popularizado y familiar, el invento del turismo y los turistas con sus cámaras, los europeos, los japoneses. Detrás de todo eso: la ilusión de capturar algo de lo real para dejarlo quieto, alejarlo de la muerte. “La fotografía como modo de calmar la ansiedad de lo efímero”, dice Sontag.

Pienso en esto, bueno, no exactamente en todo esto, mientras le saco una foto a una foto. Como me gustó, en lugar de detenerme aunque sea un par de minutos a sentir eso que estoy sintiendo, mi impulso es agarrar mi celular para atrapar lo que veo, asegurarme de que esa experiencia quede guardada en otro lado y posiblemente compartirla en redes sociales, aunque eso ya es otro problema.

Estoy en la muestra La vida es la calle, del fotógrafo colombiano Fernell Franco (1942-2006), en una galería de la Fundación Larivière. La fundación se especializa en fotografía latinoamericana y queda en La Boca, un barrio porteño que sigue siendo popular a pesar de los intentos de gentrificación, y tiene bastante sentido porque, a diferencia de otras galerías o museos, las imágenes del afuera se mezclan con las de adentro. Justo cuando estaba por entrar a la muestra me detuve a mirar a una señora muy mayor que regaba unos malvones rojo sangre en un balconcito de una casona derruida. No terminé de apreciar el cuadro cuando agarré el teléfono para sacarle una foto. Ella me vio y me sentí avergonzada. No le estaba robando el alma pero sí un pedazo de su rutina: me estaba llevando a la señora y sus flores y su casa a punto de derrumbarse adentro del teléfono.

Adentro de la galería hay varias fotos de fachadas en ruinas. Pertenecen a Demoliciones, una serie bastante oscura con detalles de texturas que transforman esas fotos en pinturas, como si ese tiempo acumulado sólo se pudiera ¿contar?, ¿representar?, mediante recursos plásticos.

Fernell Franco dedicó gran parte de su vida a fotografiar barrios populares de distintas ciudades latinoamericanas y esta muestra retoma algunas de sus series de la ciudad de Cali, donde Franco llegó muy chico desde el Valle del Cauca junto a su familia, huyendo de la guerra civil. Según contó en una larga entrevista con la crítica de arte María Iovino, de niño había presenciado ataques y asesinatos, pero sólo muchos años después, cuando le tocó cubrir la violencia política de los 60 como fotorreportero, fue consciente de que llevaba todas esas imágenes adentro. Las había capturado pero no las recordaba, eran abstracciones, claroscuros fuera de foco, tonos que luego volcará en gran parte de su obra, que algunos críticos han insertado dentro del gótico tropical, donde la sordidez y la violencia conviven con la fiesta, los colores y la salsa.

Pero volviendo a esas imágenes que llevaba dentro: Franco no tenía ninguna formación fotográfica cuando consiguió su primer trabajo en el diario –ni siquiera había terminado la escuela–, pero de chico se la había pasado metido de colado en cines viendo películas mexicanas, del neorrealismo italiano y de cine negro. También había trabajado como fotocinero –esos fotógrafos que hacían retratos de transeúntes– cuando apenas sabía manejar una cámara. Años después, cuando lo contrataron de una agencia de publicidad y empezó a vincularse con el mundo del arte, le dijeron que sus fotografías de prensa tenían unos encuadres y texturas únicos, imágenes que no se veían ni en los diarios ni en ningún lado. Reflexionando acerca de su obra, Franco se dio cuenta de que esa originalidad no respondía a recursos técnicos sino a haber absorbido todas las imágenes (las del cine, las de la calle) sin haberse inmunizado contra la violencia que lo atravesaba todo.

Sus series Amarrados (donde retrata mercancías de vendedores envueltas como momias) o Demoliciones parten de la necesidad –¿ansiedad?– de fijar eso que desapareció o está a punto de desaparecer. Hace unos días, muy cerca de la galería donde se exhiben las fotos de Franco, un vecino de un inquilinato donde vivían cuatro mujeres en un cuarto arrojó una bomba molotov para prenderlas fuego: las quería muertas por lesbianas. Mató a tres. Queda una sobreviviente. Y las fotos. Las imágenes que hizo el fotógrafo Ariel Gutraich de esa casona que ya estaba en ruinas, ahora doblemente azotada por el incendio, son documento de una violencia que sólo podemos dimensionar a partir de restos. Vidrios rotos, hollín, colchones y pilas de ropa quemadas dialogan de forma inadvertida y brutal con las fotos de Franco, encerradas a pocas cuadras de allí. “Cada fotografía es un memento mori”, dijo Sontag hace medio siglo. La obra de Franco y todas las imágenes a las que estamos expuestos, tanto las que queremos atrapar como las que querríamos borrar de nuestra memoria, le siguen dando la razón.