Sabemos que el rock ya no es la música más popular –si es que alguna vez lo fue– y que sus innumerables subdivisiones corren el riesgo de cristalizarse en combinaciones prefijadas. Es difícil, dentro de ese imperio en retirada pero todavía poderoso, encontrar un centro que aguante, una figura que encarne sin drama la idea de “rock clásico”. Bien podría serlo Chrissie Hynde, la curtida señora de voz potente y escena brutal que vimos anoche en el Antel Arena.
Tiene el pedigrí en la piel. Norteamericana en Inglaterra, amiga, fan y maestra de varios de los punks fundacionales, orgullosa autora de sus temas, debió armar y rearmar su banda muchas veces. La más notoria, en 1982, cuando con pocos días de diferencia se quedó sin bajista y sin guitarrista: a uno lo había despedido por su tema con las drogas, y el otro se le murió de sobredosis. Con todo en contra, y además embarazada –es la Mary Shelley rockera–, se metió en el estudio y grabó “Back on the Chain Gang”, una de las más preciosas canciones de la historia.
Verla cantándola era una obligación para un tipo que, desde que funcionan los algoritmos en Youtube, tiene que cliquear como un adicto todas las semanas una versión maravillosa en un escenario horrible de uno de esos de megarrecitales de los 80, en estadios gigantes a plena luz del día, con la banda que arranca desarmada e incómoda hasta que, de a poco, aunque sin poder marcar un momento preciso, todo va enganchando, obligado por la propia gravitación del tema, mientras la voz de Hynde empieza a imponerse y sube hasta arrancarnos el corazón por un rato.
The Pretenders.
Foto: Rodrigo Viera Amaral
Por supuesto, tocó “Back on the Chain Gang” aquí en Montevideo. Era la mitad del recital, y consiguió que la gente se levantara por primera vez de las sillas dispuestas en la cancha del Antel Arena. Irónica, Hynde había tirado un ácido “cómo les gusta un show de rock, eh”, ante la tranquilidad de una audiencia a la que también le espetó, con no menos ironía, “qué bueno ver tantas caras viejas”, blindada por sus propias siete décadas.
Hasta entonces, el show había estado basado en temas de su discografía reciente, pero la gente esperaba clásicos, que llegaron en la segunda parte: “Don’t Get Me Wrong” y la ultrarrockera “Middle of the Road”, y, a juzgar por los gestos, la mayoría no supo apreciar una seguidilla de temas de los primeros discos de la banda (“The Wait”, “Cuban Slide”, “Precious”), que poblaron los bises. Hynde nos regaló, en cambio, una versión Nashville de “Stop Your Sobbing”, del más ilustre de sus ex, el inmenso Ray Davies, de los Kinks. El otro cóver de la noche fue “Forever Young”, de Dylan, y allí bromeó con la posibilidad de que el Nobel se escondiera detrás del escenario, seguramente sin saber que don Bob había estado en el edificio, o en el terreno, pero unas décadas antes, cuando se llamaba Cilindro Municipal.
La muy correcta formación de los Pretenders que ensambló Hynde esta vez tenía como comodín al guitarrista James Walbourne, poseedor de su propio CV de lujo como artista folk y alternativo. Acá brilló como showman y, más sutilmente, como apoyo vocal. Con ese estilo que pasa del rockabilly al country sin esfuerzo, Walbourne ocupó espacios y relevó a Hynde como centro de atención en momentos clave y, para los loquitos del equipaje, exhibió una hermosa Gibson Firebird “non reversed” combinada con un prístino ampli Fender Deluxe. El bajo (Dave Page) y la batería cumplieron (otro Walbourne: Rob) y tal vez podría anotarse que sonaron demasiado prolijos (son británicos), pero para suciedad estaba la jefa, que llegó a confundirlos al arrancar la cuenta de un tema en español. Sin errores, no es rock.
El momento uruguayo llegó en los bises, cuando Hynde dejó subir a una emocionadísima integrante del público que quería cantar “I’ll Stand By You”. La chiquilina, que recibió alguna que otra broma de la veterana antes y un diferido abrazo, cantaba bastante bien, al modo de esos participantes de concursos televisivos, e, involuntariamente, terminó resaltando la originalidad, la belleza, la penetración subconsciente de la voz de Hynde.
Fuimos a venerar a una diosa y también a desafiar, por un rato, el tiempo, como en cada encuentro con el arte. En un año de milagros rockeros –¡vinieron los Damned!–, Chrissie Hynde nos bendijo. Afuera, al salir, el mundo seguía andando: Salgado había puesto ómnibus para devolvernos al sur y Mujica había muerto.