En un universo con anillos de poder infinito, personas que controlan la tabla periódica y nanotecnología capaz de hazañas imposibles, lo más difícil era hacernos creer que un perro puede volar. Si el director y guionista James Gunn lo logra o no, quizás sea el elemento fundamental para el disfrute de Superman, la película que marca el segundo comienzo de un universo compartido para los personajes de DC Comics desde 2013, cuando el hombre de acero lo hiciera en, bueno, Hombre de acero.
Pasaron casi dos años y medio desde que Gunn anunció con bombos y platillos la primera tanda de proyectos de este nuevo entramado de películas, pocos meses después de haber sido designado cocapitán del buque (junto con Peter Safran). Y en su mente no había otra forma de comenzar a hacerlo que con una película de Superman, a quien en su momento definió como “la bondad, en un mundo que cree que la bondad es anticuada”.
Este elemento resulta fundamental para entender la película que acaba de estrenarse, pero no es el único. La intención del mandamás del cine de DC era devolverle la importancia al personaje creado por Jerry Siegel y Joe Shuster en 1938, no solamente en el público del (supuestamente) agotado cine de superhéroes, sino también dentro de su propia narrativa. Para ello, nos presenta a un Superman que ya está en actividad, en un mundo en el que tirás una piedra y le pegás a un superhumano. O a un superperro.
Otros supermanes del cine eran únicos, al menos en su debut. Y por su condición de únicos, era más sencillo hacerlos épicos. Incluso Zack Snyder, que en Hombre de acero convirtió la primera aparición del héroe en una suerte de historia sobre un primer contacto extraterrestre, sabía cómo mostrarlo para multiplicar por mil su aura, como dice la juventud de ahora. De hecho, Snyder siempre fue mejor cultivando aura que comprendiendo el espíritu de los personajes que manejaba.
James Gunn, en cambio, quiere que su Superman se gane ese puesto con trabajo. Tiene un traje colorido (¡por fin!), pero vive en un universo colorido, con monstruos gigantes, construcciones de luz verde y Salones de la Justicia. En este mundo cada vez más cínico e individualista (por obra y gracia de quienes nos necesitan separados), el superhéroe más poderoso de todos intentará mostrarnos su humanidad incluso cuando más se la cuestione.
Esta actitud tensará el verosímil de la aventura, especialmente en la primera mitad de la película. El guion insiste con un Superman compasivo, que salva adultos, niños, perros y hasta ardillas muchas más veces de las necesarias para que entendamos el punto. De todas formas, es un contrapeso saludable respecto de, por ejemplo, el final de la mencionada Hombre de acero. Pero cuando Superman se saca de encima la mochila de tener que ser “Supermansito” (como en aquel chiste viejísimo), todo mejora, especialmente porque tiene como enemigo a un supervillano sin superpoderes pero con todos los recursos imaginables para hacerle la vida imposible. Nicholas Hoult construye un Lex Luthor muy pero muy comiquero y tan inteligente que es consciente de cómo su obsesión con Superman lo está cegando. En medio de una trama que lo tiene al frente de tecnología de punta, campañas de desinformación (con un trasfondo maravilloso) y una nómina de genios y poderosos dedicados a derrotar a su archienemigo, Hoult parece ser, por lejos, quien más se divirtió filmando la película.
Pero esta no es solamente una película sobre esa rivalidad, ni es solamente una película sobre la química indiscutible entre Superman y Lois Lane (Rachel Brosnahan). En el medio tenemos un supergrupo de paladines prefabricado, un supergrupo manufacturado de villanos, un universo de bolsillo, la redacción completa del diario El Planeta, el adorable superperro, robots mayordomos, el monstruo gigante y un conflicto internacional tan actual que cuesta creer que Warner haya aprobado el guion.
Con todo eso, y pese a que gran parte de la acción se centra en Metrópolis, parecemos estar frente a DC: la película, protagonizada por Superman. No está mal, después de haber visto tantas veces a Kal-El/Clark Kent penando por ser el único supertipo de su universo. Gunn nos demuestra que incluso rodeado por semejantes es muy fácil sentirse solo.
Vuelta al absurdo
Para una película de superacción, dirigida por un tipo con sobrado conocimiento al respecto, las mejores escenas son las conversaciones, como la entrevista que Lois Lane le hace al último hijo de Kriptón, o las interacciones de este con Luthor. No solamente porque allí está el meollo del personaje, sino porque Gunn no presenta ningún hallazgo en materia cinematográfica, ni con el personaje volando ni en las peleas. Hay un enfrentamiento fuera de un domo de energía que se acerca a algo memorable, pero lejos está de los mejores momentos de la trilogía de Guardianes de la galaxia o de la redondísima El escuadrón suicida, que sigue estando en mi primer puesto en lo que se refiere a películas superheroicas que parecen levantadas de las viñetas.
En las historietas se conoce como la Era de Plata (1956-1970) a un período que abrazó lo absurdo de la narrativa superheroica, con aventuras imposibles que tomaban aspectos de la ciencia ficción, y que ofrecían optimismo y cierta inocencia en plena posguerra y Guerra Fría. Incluso sin tomar en cuenta el declive (promedio) de las películas del género, Superman parece ser el camino correcto, más allá de lo que opinen quienes leyeron Watchmen y piensan que el violento y desequilibrado Rorschach es un modelo a seguir.
Y si no nombré en todo el texto al actor David Corenswet es porque quien aparece en pantalla es Superman; no hay forma de que me convenzan de lo contrario.
Superman, dirigida por James Gunn. 129 minutos. En cines.