La 82ª Mostra de Cine de Venecia continúa reafirmando el impacto de la fórmula de su director artístico, Alberto Barbera, que conjuga el desembarco del cine de Hollywood y de Netflix. El festival se ha convertido en una antesala de los Oscar gracias a la presencia de algunas de las firmas autorales más relevantes, en algunos casos perfectamente asimilables al exigente cartel de Cannes.
El Lido deviene, de esta manera, ostentosa pasarela en cuya alfombra roja se concentra ya tanto o más glamour que en la Croisette. Desde luego, en lo que respecta al cine norteamericano, queda de nuevo confirmado que se siente con mucha mayor comodidad acudiendo a la laguna veneciana, donde la acogida de la crítica es mucho más complaciente –o menos filosa e imprevisible– que en la Costa Azul.
Como manifestaciones de esta galería de preestrenos estelares, esta edición acogió superproducciones como el Frankenstein del mexicano Guillermo del Toro, con Jacob Elordi como el amado monstruo; la alerta de una guerra nuclear en The House of Dynamite, con el sello ampuloso de Kathryn Bigelow, la primera mujer en ganar un Oscar como mejor directora, con Vivir al límite; y la reaparición de George Clooney interpretándose a sí mismo en la ombliguista comedia Jay Kelly, de Noah Baumbach. Las tres llevan el sello de Netflix, aunque vayan a tener un breve estreno en cines antes de pasar a la plataforma.
Sin embargo, el palmarés de esta edición, con un jurado presidido por el director Alexander Payne, exhala un absoluto desprecio por todo ese material grandilocuente y se despliega como una reivindicación del cine independiente desde el principal de sus galardones, el preciado León de Oro. La concesión de este premio a Jim Jarmusch y a su película Father Mother Sister Mother es una manifiesta declaración de intenciones hacia el cine sensible, el humor sutil y las relaciones humanas con sus afectos o incomprensiones.
Este universo de Jarmusch es una suave bendición pagana que se respira como un universo reconocible, frente al mundo exasperado, saturado por el ruido y la furia –o directamente las guerras y la aniquilación de los pueblos–, ante el cual las películas de Guillermo del Toro o de Kathryn Bigelow parecen responder con decibelios, mucha cacharrería cara y estridente o visiones de pura endogamia estadounidense frente al caos.
El jurado de este festival —además del citado Alexander Payne, lo conformaba gente de respeto como el director rumano Cristian Mungiu, el francés Stéphane Brizé, el iraní Mohammad Rasoulof, la italiana Maura Delpero y la actriz brasileña Fernanda Torres— ofrece con sus decisiones una clara interpretación de que ese sello Netflix no es el antídoto adecuado para esta atmósfera de la desolación o del espanto que nos toca vivir.
Hablemos de la ganadora
A Father, Mother, Sister, Brother Jarmusch la divide en tercios, una opción ya frecuentada anteriormente por su filmografía. Aquí las tres historias comparten su interés por los lazos familiares, por las dificultades para no sentirse un extraño en el limbo cuando se visita a un padre. Es lo que sucede en el primero de los capítulos, con Adam Sandler y Mayim Bialik que acuden a la casa paterna, la del totémico Tom Waits, que vive en la América profunda. Silencios o —a lo sumo— monosílabos, cortesías tensas y un giro de guion final que es un concentrado de finísimo y cáustico sarcasmo a lo Waits.
También la segunda de las historias, rodada en Dublín, se fija en otra familia marcada por una distancia que parece irremediable. En ella, Charlotte Rampling es la madre que recibe para tomar el té a sus dos hijas, a la sazón Cate Blanchett y Viky Krieps. Indya Moore y Luka Sabatt son los mellizos que se encuentran en París tras el fallecimiento de sus padres en un accidente aéreo. Aquí sí se permite a Jarmusch desplegar calidez humana.
A pesar de su muy autoconsciente minimalismo, Father Mother Sister Brother tal vez no esté al nivel del mejor cine que nos ha regalado el autor de Bajo el peso de la ley, Dead Man, Mystery Train o Flores rotas, pero hay que entender este León de Oro como un premio no tanto a una película como a la trayectoria eminente del director norteamericano, que no había merecido hasta ahora, en más de cuatro décadas de carrera, el premio principal de ninguno de los tres grandes festivales internacionales. Es algo en la línea de lo que otro jurado eligió en la pasada Mostra, al cumplimentar a un Pedro Almodóvar también huérfano del oro de osos, palmas o leones y hacerlo con una obra alejada de las cimas de la trayectoria del director español.
La voz de Palestina remueve conciencias
El León de Oro para Jim Jarmusch fue acogido con cierta sorpresa. Porque desde que en el tramo final de esta Mostra se exhibió el film La voz de Hind Rajab, de la tunecina Kaouther Ben Hania, la conmoción atrapó a los presentes. Su exposición de la herida de muerte del pueblo palestino en Gaza se tradujo en un visceral clamor que reclamaba el máximo reconocimiento de la Mostra a una película que posee una contrastada capacidad para remover conciencias y –por fin– movilizar a la ciudadanía global ante el genocidio que el gobierno israelí de Netanyahu está cometiendo en la Franja desde hace casi dos años.
La voz de Hind Rajab focaliza esos crímenes de guerra que superan ya los 63.000 muertos y los individualiza de manera radical al poner en su núcleo dramático la voz real de una niña palestina de seis años, quien mientras permanecía en un coche acribillado por 350 proyectiles israelíes, junto a su familia ya aniquilada, mantuvo varias conversaciones con los integrantes de un equipo de la Media Luna Roja que trataba de llegar a ella y frenar la acción de los militares. En enero de 2024, esas grabaciones fueron primera plana de diarios e informativos.
Lo que hace la directora del film, Kaouther Ben Hania, es presentar la auténtica voz trémula de la niña Hind Rajab y utilizarla para hacerla interactuar en aparente confluencia temporal con la ficción de unos actores que interpretan –esto es, fingen– su desesperación o sus lágrimas cuando el silencio final corta en seco esa comunicación.
El dispositivo cinematográfico genera dudas sobre su ética. Su eficacia dramática queda contrastada por los hombres y mujeres que abandonaban el pase de prensa entre lágrimas, estas sí genuinas. Por eso es que el jurado de esta Mostra tuvo que decidir sus premios en medio de una creciente presión que reclamaba, o daba ya por hecho, el León de Oro para el film de la tunecina ben Hania.
Da medida de la integridad de ese jurado el que no se plegase a la solución cómoda de ceder a ese clamor. Y es muy oportuna su opción de otorgar a La voz de Hind Rajab el segundo premio en importancia del palmarés, el Gran Premio del Jurado. Porque es un hecho que la película –con esa discutible utilización de los archivos de voz de esa niña– posee una fuerza política que merece salir del Lido con un espaldarazo en la forma de ese premio, para asegurar su exhibición en salas de todo el mundo (a excepción de Israel).
Sorrentino libre
El premio a la mejor dirección para el norteamericano Ben Safdie por su film sobre un iracundo campeón de lucha libre es inconveniente. No porque Safdie no haga un buen trabajo y saque adelante este drama de cuadrilátero pese a cargar con el lastre de tener como protagonista a Dwayne Johnson, La Roca, un no actor especializado en roles de musculoso asaltante de las taquillas del peor cine de acción. Es inadecuado situar tan arriba a Safdie porque con ello deja fuera a autores como el griego Yorgos Lanthimos o el coreano Park Chan-wook, que presentaron sendas películas –Bugonia y No Other Choice, respectivamente– en forma de desatadas y brillantes provocaciones que denuncian en un caso el universo ultra de los conspiranoicos de mundos paralelos y armería de paseo, y en el otro el turbocapitalismo rampante que obliga al asesinato múltiple de sus competidores como única solución para salir del desempleo y la muerte civil.
Por el contrario, es un pleno acierto reconocer con la Copa Volpi como mejor actor al italiano Toni Servillo, que encarna a un presidente de la República italiana en La Grazia, de Paolo Sorrentino. Las dotes interpretativas de Servillo son evidentes. El mejor cine de Sorrentino —el político, centrado en desventar con sutileza quirúrgica las entrañas morales de Il Divo Giulio Andreotti o Il Cavaliere Berlusconi— no se explica sin el genio de Servillo. Además, se salda así una deuda artística como la aplicada a Jim Jarmusch. No atesoraba Servillo reconocimiento alguno de la Berlinale, Cannes o –hasta el sábado– de la Mostra. Al recoger su premio, el actor tuvo palabras de apoyo a la flotilla humanitaria en viaje hacia Gaza. Y afirmó que “Palestina es ese lugar donde la humanidad está siendo vilipendiada”.
Lucrecia Martel y la persecución indígena
Existía una muy comprensible expectación por ver Nuestra tierra, el documental que Lucrecia Martel presentaba fuera de concurso en este festival y en el que aborda la persecución que sufre en sus territorios de Tucumán el pueblo indígena Chuschagasta por parte de estancieros ligados a los poderes del gobierno de la región. En ese contexto, en 2008 fue asesinado el activista Javier Chocobar.
Se trata del primer largo de la directora argentina desde que en 2016 presentase –precisamente en la Mostra– su formidable adaptación de Zama, la a priori inadaptable novela de Antonio Di Benedetto. Martel no se limita a dar voz a esos crímenes, con imágenes grabadas de la ejecución de Chocobar y del proceso judicial que se desarrolló en 2018: con una narración inteligentemente concéntrica, procede al logro fílmico de dar corporeidad a los indios invisibilizados por dos siglos. Lo hace a través del ejercicio narrativo de contar no ya sus orígenes –ellos estaban allí mucho antes de que sus explotadores llegasen; telúricos, inmanentes–, sino de visualizar cómo muchos de ellos fueron la fuerza del trabajo explotada también en las ciudades, en la misma Buenos Aires. Nuestra tierra explora y focaliza esa identidad de los pueblos que se pretendió difuminar. Martel la redibuja, la resignifica con sutileza para devolverles el orgullo a los que siempre estuvieron allí.
También está entre el cine indeleble de esta 82ª Mostra la película del argentino Alejo Moguillansky Pin de Fartie, presentada en la sección Orizzonti. Es un brillantísimo y libérrimo juego de duetos que hablan, declaman, (re)interpretan las zonas de claroscuro que habitan en Final de partida, la obra de Samuel Beckett. Son un ciego y una niña en el espléndido aislamiento de un lago suizo. Son un actor y una actriz que se encuentran en citas de amantes para ensayar y tal vez cristalizar un amor. Son un hijo en despedida perpetua de su madre ciega condenada a tocar en el piano la única pieza que aún recuerda de memoria. Y de nuevo, el ciego y la niña, en danza al anochecer. Es la Argentina insumisa, la que se indigna ante la grosería del “Viva la libertad, carajo”. Un pequeño prodigio, impregnado de humor y melancolía a cargo de Moguillansky, sostenido por un reparto de lujo –la inmensa Laura Paredes, la gran revelación Cléo Moguillansky, los excelentes Santiago Gobernori y Marcos Ferrante–, coguionado por Mariano Llinás y Luciana Acuña y con producción de Laura Citarella y Ezequiel Pierri para esa factoría de soñadores de cine llamada El Pampero. El Pampero, otra vez, acaricia.