El antropólogo José Garriga Zucal demostró con trabajo de campo y con vigor teórico que las barras bravas operan como operan porque forman parte de una trama de poder de la que son sólo la porción que sale más a la superficie, lo que implica que ni son “15 tipos” ni “unos estúpidos” ni “unos inadaptados”.
La antropóloga Rita Segato, sin hacer foco en el fútbol, explicó hasta la médula que este es un tiempo de creciente poder de las mafias y de mafiatización del capitalismo.
El antropólogo Javier Bundio indagó, mediante un análisis de los cantos de las hinchadas, en los cambios en la construcción del otro en el fútbol y evidenció la edificación del hinchismo como ideología radical, lo que significa que advirtió que el fútbol –o ciertas dimensiones del fútbol– mutaron mucho.
El experto en sociología de la cultura Pablo Alabarces detalló la edificación de la cultura del aguante, la expansión de esa cultura desde la barra hacia el resto de la tribuna, las trampas que encierra la noción de “pasión”, y la mercantilización de esa noción en esta edad del fútbol y la necesidad de reelaborar al fútbol a partir de una transformación de una cultura del fútbol en la que “la violencia es un mandato”.
El filósofo César Torres desmenuzó las ideas sobre ser un buen (y un mal) deportista y, consecuentemente, un buen (y un mal) ganador en el deporte y el riesgo con el que las variaciones progresivas de esa idea amenazan al desarrollo del propio deporte.
El periodista Ricardo Ragendorfer detalló la configuración de las fuerzas represivas como organizaciones que suelen funcionar como asociaciones ilícitas que son dueñas de una alta autonomía y, además, explicó en muchos artículos cómo la demagogia represiva y la demagogia punitiva –o sea, llenar de agentes de “seguridad” las calles– no abastecen de seguridad a ningún pueblo, algo que se transparenta en cada jornada en la que montones de agentes policiales pueblan los estadios de fútbol.
El sociólogo Daniel Feierstein acaba de publicar un libro que no habla de fútbol pero que se arrima al fútbol dado que piensa desde qué discursos se intenta relegitimar las modalidades represivas de las fuerzas de seguridad.
El comunicólogo Carlos Mangone planteó hace rato que el periodismo deportivo y la industria de la comunicación que se apropia del deporte se dedican –no integralmente pero sí en sus altavoces más estruendosos– a la exaltación de la minucia, o sea, en términos menos académicos, a la pelotudez, y se atrevió a manifestarlo bastante antes de que, de cara a una final de la Copa Libertadores, periodistas y medios de comunicación enarbolaran que “no hay mañana” o que, desde luego, el partido era “a matar o morir”.
El escritor Alejandro Dolina desflecó conductas frecuentes en el show comunicacional del deporte al sostener: “No se priva de nada el periodista deportivo de hoy, que es el paradigma de la sociedad”.
El periodista deportivo Walter Vargas aseguró que el periodismo deportivo (“depordivo”, usa bien Vargas) ejerce una suma de violencias simbólicas: “Violencia por defectos de comunicación y efectos de saturación. Violencia por pereza intelectual y liviandad conceptual. Violencia de la que somos víctimas y victimarios: víctimas, en tanto nos conformamos con migajas del espacioso banquete que nos ofrece el oficio que (se supone) elegimos, pero a la vez victimarios de nuestros destinatarios: suponemos que nos exigen poco, poco les damos, nos cierran las cuentas y que siga, siga, siga el baile”.
Decenas de trabajos y de debates ponen en cuestión las estructuras de poder y de violencias que signan esta época del fútbol y del espectáculo del fútbol, destartalan muchísimos de los conceptos naturalizados, apuntan contra los discursos simplificadores (lo simple y lo simplificado no son lo mismo) sobre las violencias que enmarcan al fútbol, revelan las mugres de las burocracias que se apoltronan en los organismos internacionales erigidos en nombre del fútbol y sugieren que, como casi todos los aspectos de la existencia, el fútbol es un campo en el que se disputan sentidos, ideas, políticas y poder. Y que no dar esa disputa, como en cualquier disputa que no se da, implica dejar al fútbol en manos de otras y de otros.
Montones de dirigentes y de periodistas, por complicidad o por ignorancia, no consideran ni ese caudal de conocimiento ni la profundidad de los problemas que allí quedan abordados y prefieren, por ejemplo, sostener que “refundar el fútbol argentino” consiste en cambiar de entrenador o de marcador de punta.
El padre de las ciencias sociales aplicadas al deporte en Argentina, Eduardo Archetti, evidenció hace décadas que el fútbol no es un reflejo de la sociedad y posee múltiples lógicas propias, pero, a la vez, es un espacio central para reflexionar sobre las sociedades, sobre los poderes y sobre las personas. Archetti también avisó hace décadas que el escenario político y social del fútbol merece ser estudiado seriamente.
Acaso convendría hacerles caso a Archetti y a todas y a todos los que proporcionan herramientas para pensar al fútbol antes de que los partidos de fútbol, como cierto superclásico argentino, sean un anuncio infinito pero ya ni se jueguen.