La nave se va del estadio, se adentra en el barrio. De una horda de gurises que salen de estudiar en el PTI del Cerro uno lo saluda, otros se contagian. Él sacude la mano a través de la ventanilla y prende el señalero: hay que agarrar Grecia hasta Prusia. El mapamundi del Cerro de Montevideo tiene cuatro colores: el blanco, el celeste, el rojo y el verde. El mapamundi de Richard se sintetiza en el tatuaje de un vecino, donde el Pelle gritará un gol y sacudirá la tela de la casaca villera por siempre o hasta que la piel aguante. La piel del Tróccoli tiene otros tatuajes: “Si la banda jugara ganaríamos por robo”, “Hoy hay que ganar”, y el recuerdo imborrable de Héctor da Cunha.
Hay una mirada de número cinco sobre las cosas. El orgullo son algunos cuadros en el fondo de la casa y que los hijos vistan los mismos colores, casi como si jugaran. Es que en realidad juegan. Richard Pellejero es un ídolo del barrio, un ídolo del barro. Una especie de alcalde cultural. Un embajador de los colores traducidos en la fundación que lleva su nombre y que como puede arriba a los centros educativos del barrio para pintar paredes, merendar, patear una pelota o revocar. Hay cosas que siempre hay que revocar. Y hay gente como Richard, que nos confirma que lo del cuarto de hora es puro cuento, y lo de la fama, también.